Muere el premio Nobel García Márquez

Una obra sin puerta de salida

Gabriel García Márquez.

Benjamín Prado

La vida es injusta a veces; la muerte, siempre: no te libra de ella ni escribir Cien años de soledad. Esa novela, y casi todas las que publicó después, al menos hasta El amor en los tiempos del cólera, le aseguran a su autor una plaza fija a este lado del más allá, así que va a seguir entre nosotros aunque él ya no esté aquí para verlo: se puede ser inmortal de muchas formas, pero sólo a través de los demás, por persona interpuesta. En cualquier caso, que nadie lo dude: una biblioteca sin libros de Gabriel García Márquez es un barco con agujeros.

Soy de los que piensan que el número uno del boom latinoamericano es para La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; y si tuviese que llevarme a alguno de sus autores a una isla desierta, elegiría con los ojos cerrados a Julio Cortázar; pero eso no le resta un centímetro de profundidad a mi admiración por Gabriel García Márquez, que entre otras muchas cosas fue capaz de inventarle a nuestro idioma una música envenenada que, una vez que se oye, resulta imposible de olvidar: su prosa tiene algo de canción y algo de secuestro, si la pruebas, ya eres suyo; es una droga, porque crea adicción, y fue una epidemia que contagió a miles de imitadores en todo el mundo, ya que con él sucede lo mismo que con Federico García Lorca: es un maestro que admite alumnos pero no discípulos, se le debe admirar pero no seguir, porque cualquier influencia suya conduce a la falsificación. Hazañas del estilo como su Crónica de una muerte anunciada o su relato La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada tienen puerta de acceso, pero no de salida.

En la portada de la primera edición de mi libro A la sombra del ángel había algunas fotografías, porque al ser una historia más o menos autobiográfica los editores tuvieron la idea de presentarla como sí fuese una de las hojas de mi álbum familiar, y en una de ellas, tomada en el año 1989, se nos ve a Rafael Alberti, a Gabriel García Márquez y a mí, muy sonrientes, conversando sobre la novela que acababa de publicar esos días, El general en su laberinto. Esa imagen fue tomada la primera vez que estuve con él en persona, después de haber pasado tanto tiempo con sus personajes, y recuerdo la impresión que me causó tenerlo ahí, estrechar su mano y hablar con él durante una larga noche y una cena aún más larga a las que yo había arrastrado a Alberti en cuanto me dijo que lo habían invitado y no pensaba ir, sobre todo porque García Márquez venía acompañado del entonces presidente de México, de cuyo nombre no voy a acordarme, y a mi maestro, al contrario que a su colega, le aburrían infinitamente esas cosas.

Pero le obligué a llevarme y la verdad es que nos divertimos, porque es imposible pasárselo mal con alguien que ha hecho con sus propias manos El coronel no tiene quien le escriba. Es cierto que en aquella ocasión me pareció un punto engreído y con tendencia a quejarse de su abrumadora fama, pero es difícil no lanzar destellos cuando todas las luces caen sobre ti, y las otras veces que tuve la fortuna de poder estar con él me di cuenta del esfuerzo que hacía para entretenernos con sus interminables anécdotas y derrochar un ingenio afilado, deslumbrante.

En una ocasión en que había ido a Madrid y se disponía a leer un cuento ante una multitud, pidió al público que si alguien quería abandonar la sala una vez iniciado el acto, lo hiciera en absoluto silencio, “para no despertar a los que ya se hayan dormido". Y Joaquín Sabina siempre cuenta lo feliz que estaba una madrugada en que el camarero de la última taberna de México DF a la que habían ido a parar para pedir la de la espuela, les pidió que se fuesen porque ya iban a cerrar: “¡Qué jóvenes somos, aún nos echan de los bares!” 

Joaquín también nos proporcionó a los amigos otra noche memorable con el inventor de Macondo cuando en una fiesta de cumpleaños de Almudena Grandes se lo llevó como regalo: de pronto, entrabas en la casa y allí estaba Gabo, en el centro del salón, disfrutando de su güisqui como un niño con zapatos nuevos. La anécdota más repetida de aquella ocasión es que, como todos sabíamos que no le gustaba que la gente se pelease por estar con él, fuimos tan prudentes y poco invasivos que al otro día llamó a su agente, Carmen Balcells, y le dijo: “La pasé en esa celebración como hacía tiempo no la pasaba: ¡no me hicieron ni caso!” Eso sólo fue cierto hasta la penúltima hora y hasta el momento en que las copas pasaron de ser muchas a demasiado pocas: después, todos fuimos amigos de toda la vida.

El Macondo de García Márquez se llena de nostalgia con su muerte

El Macondo de García Márquez se llena de nostalgia con su muerte

Gabriel García Márquez es uno de los escritores más extraordinarios que ha dado nuestro idioma. Cuando envió el manuscrito de su primera novela, La hojarasca, a la editorial Losada, se lo devolvieron con una recomendación: “Es mejor que se olvide de la narrativa y se dedique a escribir poemas”. Hay algo de verdad en ese error: el efecto que causa su prosa es comparable al que logran, pongamos por caso, los versos de Pablo Neruda. Al fin y al cabo, si hay alguien que haya sabido estar a la altura sus propósitos, ése es él: decía que el objetivo de un escritor es hipnotizar a sus lectores. Y vaya si lo hizo y lo sigue haciendo.

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Bejamín Prado es novelista y poeta. Su última novela es Ajuste de cuentas [Alfaguara, 2013]

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