Plaza Pública

El bueno, el feo y Podemos

Marc Pallarès

Poco más de un mes después de las europeas, esas que parecía que no iban a servir para mucho, en el panorama sociopolítico han cambiado más cosas que en los últimos tres años: el rey ha abdicado, el bipartidismo parece haber perdido su hegemonía y el líder de la oposición ha anunciado que abandona la política. En tan poco tiempo, la lectura e interpretaciones del voto de la ciudadanía ya han conseguido que, aunque estemos en esos días previos a las vacaciones estivales en los que habitualmente no sucedía casi nada, vivamos en un día a día en el que todos los hechos son acontecimientos, y se van desarrollando en un continuo histórico que anuncia un otoño y un invierno más que movidos.

Estas elecciones incluso han provocado cambios en algunas tertulias televisivas y radiofónicas: durante décadas, los y las contertulios conservadores presentaban al PP como el bueno y al PSOE como el malo (y los más afines a la izquierda actuaban al revés, claro). Desde que Podemos ha sacado 1.250.000 votos, parece que estos tertulianos y tertulianas siguen defendiendo al partido que les despierta simpatías como el bueno, pero el partido “contrario” ha pasado a ser el feo, ya no el malo, puesto que el papel de malo ahora queda reservado para Podemos.

Los primeros días, la diana de los despropósitos se centraba en las caras más visibles de Podemos. Así, los Pablo Iglesias, Monedero, etc., pasaban a ser poco menos que demonios. Pero, en los últimos días, los argumentos de los y las contertulios han ido evolucionando: recientemente se ha escuchado que “más que sus líderes, lo realmente peligroso es la gente que acude a cualquiera de los círculos, personas que han pasado de quemar contenedores y romper escaparates a integrarse en una organización política”, afirmaba rotundamente un contertulio que siempre se ha presentado como muy afín a la izquierda con una expresión facial que defendía una visión maniquea de la historia centrada en atacar cualquier irrupción de un acontecimiento imprevisto o desconcertante.

Además de dejar de lado que, en principio, parece más positivo que las personas se integren en cualquier tipo de asociación (política, cívica, vecinal, etc.) antes que dedicarse a hacer fechorías, quizá lo relevante sea evidenciar que sólo hay que acercarse un día a un círculo para ver quién lo conforma: “gente normal”, estudiantes, pensionistas, electricistas, peones de almacén, personas que ejercen como docentes, profesionales de la rama sanitaria, personas que, al fin y al cabo, empiezan a tener claro que la forma y la fuerza de la política tiene que cambiar.

Podemos ha logrado que la forma devenga en un despliegue de la colectividad como agente capaz de opinar y decidir sobre las cosas, y también que la fuerza sea entendida como la maduración de todo aquello de lo que hay que disponer para ejecutar los cambios sociales que necesitamos. La forma es la humanidad como fin y como inicio; la fuerza es la humanidad como algo que engloba a personas que acceden progresivamente a ellas mismas (cosa que los partidos tradicionales parece que ya no son capaces de proporcionarnos). La forma es diálogo, capacidad de empatía, búsqueda de soluciones que puedan hacer que mejoremos como sociedad; la fuerza, la vía para poder desarrollar ese diálogo y esa empatía (lejos de los contenedores y de los escaparates).

Más allá de la tradicional dualidad izquierda-derecha, en algunas capas de la sociedad empieza a imponerse una equidistancia que tiende a que, en las gradas de nuestros hogares, los espectadores empecemos a sentir que estamos tan alejados de la cancha de unos como de la de los otros. El éxito de Podemos ha sido el de ser capaz que algunas problemáticas despierten en nosotros la tentación de bajar directamente al campo de juego. Podemos implica una “política impolítica” en la que el espectador pasa a ser jugador; Podemos permite que las decisiones que deben regir el funcionamiento de nuestra sociedad dejen de ser el himno que el político narcisista contemporáneo redactó para su gloria; Podemos no es revolución, es “devolución”, pretende que la política abandone los aparatos y retorne a las personas, pues la humanidad que vive inmersa en una burbuja personal carente de problemas llama revolucionaria a aquella humanidad que vive y sufre los elementos perniciosos de la evolución histórica.

El transcurso de los meses determinará si Podemos sólo ha sido una ilusión pasajera o si ocupará escaños y concejalías. Si se consolida, resultará que el primer fenómeno que ha sacudido al bipartidismo no era un episodio sino la expresión de una necesidad histórica.

Si pierde fuerza, por lo menos habrá servido para que los dos grandes partidos y el establishment hayan comprobado que, de vez en cuando, la ciudadanía encuentra algún elemento que le aporta la “vita vitalis”, una luz desdoblada en elementos de significación que hace creer a esta ciudadanía que todavía sigue formando parte del mundo.

Porque, no hay que olvidarlo, todos los cambios acaecidos en un sólo mes que se citaban al inicio de este artículo han provocado que más de uno echara en falta el pacifismo de la noche, que notara que el día había invadido la totalidad de las funciones humanas, por eso espera que, pronto, el día vuelva a ser el día y la noche la noche, así no hará falta dedicar tantos esfuerzos ni exámenes de selectividad a desacreditar a un movimiento social que ha tenido la osadía de intentar que la gente de la calle pudiera hacer política.

Marc Pallarès es profesor de Teoría e Historia de la Educación en la Universitat Jaume I de Castelló y escritor.

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