Plaza Pública

El miedo a perder el trabajo

Marc Pallarès

Desde el estallido de la crisis, el mundo parece que nos condena a una eterna contractura emocional. La política se ve incapaz de convertir sus propuestas en una fuente potencial de progreso y la ciudadanía va interiorizando una serie de nuevas etiquetas que hace años nos hubiesen horrorizado.

Mientras convivimos con expresiones como “pobreza energética”, una parte de la clase política sigue habitando en un microcosmos en el que les parece que todo funciona bien. Son representantes políticos que continúan anclados en el "y tú más" con el que defienden a capa y espada cada escándalo que los medios sacan a la luz. Es su manera de demostrar al adversario político que ellos son sus iguales, sus similares, sus hermanos en turpitud. La corrupción no es menos calamitosa en la magnanimidad que en la cobardía, porque la redención de sus “presuntos” culpables, que cuando salen de la cárcel y acuden a los juzgados miran a las cámaras allí presentes con ojos fríos de estadistas, desemboca en una recidiva que empieza a presentarnos como normales unos hechos que deberían ser excepcionales.

Y, al tiempo que vamos asimilando con resignación esta corrupción, sigue habiendo etiquetas semánticas que nos muestran que no hemos salido de la crisis: por mucho que algún que otro ministro lo niegue, continuamos conviviendo con expresiones como el “miedo a perder el trabajo”. Comprobarlo de primera mano resulta impactante: sábado, supermercado en hora punta. Los pasillos son un caldero en el que hierven los carros de compra. A la hora de pagar, cola. Cuando me toca, veo que la chica que me atiende tiene el brazo izquierdo totalmente vendado. Semisentada, parece un árbol que hubiese lanzado raíces debajo del taburete. Miro el brazo lesionado una y otra vez, sin salir del asombro. La mujer que hay detrás de mí le pregunta, con una mirada que es la de alguien que se abisma en la imagen de un objeto amenazante en movimiento: “Oye, no estarás trabajando obligada, ¿verdad? Porque eso sería denunciable. Con ese brazo, tú deberías estar de baja”.

Las pupilas de la cajera, nerviosa, se proyectan violentamente hacia el fondo del supermercado. Todas las costuras de la cabeza le laten, y, tras unos segundos donde los pitidos de las otras cajas de cobro resultan molestos, contesta: “No tengo la baja porque no la he querido. No me hace falta, estoy perfectamente”. Sus palabras parecen haber caído en una emboscada, pero la clienta no añade nada más y la trabajadora, aunque el reino de la sospecha se amplía, respira tranquila.

Su brazo y mano derecha tienen que asumir las funciones del brazo y de la mano izquierda, por eso trabajan a toda velocidad, como si hubiesen nacido para caminar por el aire. Mira de manera impersonal mi compra y con unos labios cristalizados en un solo gesto, anuncia: “once con cuarenta. ¿Quiere una bolsa?”

Da la sensación que la joven siente la vida en forma de estratos y que, ante una adversidad como aquella del brazo izquierdo, sitúa su contrato laboral en el escaparate de sus necesidades vitales.

Entonces, después de sacar un billete de 20 euros que la cajera agarra como si fuese un jarrón de porcelana, comprendo que el miedo a perder el trabajo es una dura presión que sofoca cualquier libertad; como en una enfermedad, en el miedo a engrosar las listas del paro hay algo de aquella indefensión que necesita urgentemente de la piedad fraternal, hay algo que coagula las ideas, que, posiblemente, se convierten en meros ideales con un contenido crítico que se evapora en la atmósfera del “si no te parece bien ya sabes dónde está la puerta, hay decenas de personas ansiosas por ocupar tu puesto de trabajo”.

Avanzo hacia la salida como si me enmarañara en el vacío de cada paso y recordando la promesa electoral de González Pons en 2011 de crear 2 millones de puestos de trabajo. En la práctica, lo de González Pons se quedó en una reforma laboral que no sólo no redujo el paro sino que facilitó que el despido fuera más barato. Pero, además, introdujo este miedo, una especie de anestesia que provoca que algunas de las personas que tienen un trabajo rechacen el aire de la época pero que, a la hora de la verdad, lo respiren profundamente.

Aunque es posible que una parte de sus silencios estén cargados de reivindicaciones, mientras su nombre esté inscrito en la seguridad social estas personas se dejarán invadir por la corriente, aquel camino que, a pesar de que las condiciones laborales hayan empeorado, les insiste una y otra vez en que deben sentirse unos privilegiados, porque tienen un trabajo al que acudir: es una evidencia más de que hemos pasado de una forma de existencia en la que el trabajo era un medio para poder vivir a otra forma en la que el trabajo constituye una forma de vida.

¿Qué problema tiene el PP con la memoria histórica?

Por mucho que alguien tenga que asistir a él enfermo o lesionada, “¡por lo menos ella tiene un trabajo!”, es lo que pensaban algunos de los allí presentes, por eso alguna voz masculina lo lanzó al aire desde el final de la cola cuando yo ya casi había llegado a la puerta de salida del supermercado.

_______________________

Marc Pallarès es profesor de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad Jaume I de Castelló y escritor.

Más sobre este tema
stats