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La deshonestidad intelectual

Ya me gustaría a mí tener el talento de Louis-Ferdinand Céline (1894-1961) para convertir la lengua hablada en la calle en un texto literario tan extraordinario como Voyage au bout de la nuit. No obstante, la admiración que siento por esa novela no es incompatible con la repugnancia que me produce el ciudadano Céline, autor de panfletos antisemitas en los años 1930 y simpatizante de la Alemania nazi. Céline es un ejemplo de manual de cómo se puede ser un gran escritor a la par que un canalla en lo moral, político e intelectual.

Félix de Azúa no es, ni de lejos, tan buen escritor como lo fue Céline, pero, en su descargo, hay que añadir que tampoco es un ciudadano tan peligroso. Azúa es un señorito que piensa que alguien como Ada Colau, una mujer de origen popular e ideas progresistas, jamás debería haber accedido a la alcaldía de la Ciudad Condal. También es un nacionalista, pero españolista, lo que, en su opinión, es serlo menos que si eres catalanista. Y, sobre todo, el flamante miembro de la Real Academia de la Lengua es un deslenguado, lo que no es, ni mucho menos, lo mismo que un practicante de la libertad de expresión.

Los comentarios clasistas y machistas de Azúa sobre Colau –debería estar sirviendo en una pescadería– le han dado espectacularmente la razón a Ignacio Sánchez-Cuenca, que incluye a este personaje entre los ejemplos prácticos de La desfachatez intelectual (Catarata, 2016). Denuncia Sánchez-Cuenca en este ensayo que gente como Azúa, Fernando Savater o Vargas Llosa pontifican en sus artículos periodísticos sobre todo lo divino y lo humano con la misma ignorancia de los datos y la misma petulancia que un cuñado borracho en la cena de Nochebuena. Y desde el mismo punto de vista: siempre reaccionario.

Conozco a Sánchez-Cuenca desde hace algunos años y certifico que es un tipo valiente tras su apariencia tranquila, una especie de Gary Cooper de nuestra escena universitaria. Ha osado criticar a las vacas sagradas de la intelligentsia española –grandes firmas de El País, El Mundo y ABC, autores estelares de nuestras editoriales, convidados indiscutibles en cualquier sarao politiquero o académico– y eso, para qué engañarnos, solo puede cerrarte puertas.

Sánchez-Cuenca le ha puesto nombres y apellidos a lo que muchos pensábamos: ninguno de esos intelectuales se ha jugado el pellejo, como hizo Zola con su J´accuse, denunciando los desahucios, la desigualdad socioeconómica, el recorte de libertades y derechos, la corrupción política y económica (excepto, off course, la de los Pujol) o los despidos masivos. No, nuestras vacas sagradas son monotemáticas: lo que les angustia es una posible ruptura de la sagrada unidad de España, amenaza focalizada ayer en Euskadi, ahora en Cataluña. Y, añadamos, todo lo relacionado con cualquier merma del españolismo castizo: la monarquía borbónica, las corridas de toros, el estilo tabernario de discusión...

El 15-M se atrevió a poner en cuestión los dogmas sobre la actual democracia española vigentes desde la Transición y, en ese sentido, actuó, como escribí en ctxt.es (Son las ideas, estúpido), a modo de un pensador callejero colectivo. Ahora parece haber llegado el momento en que ya puede hablarse de los mandarines del vigente régimen sin estar obligado a una actitud de embelesada y agradecida genuflexión. Gregorio Morán abrió el fuego con su El cura y los mandarines (2014) y Sánchez-Cuenca ha seguido con La desfachatez intelectual.

Se puede ser un gran escritor y un ciudadano dudosamente ejemplar. Tal es el caso de Vargas Llosa, del que acabamos de conocer –sin que nos extrañe demasiado– que, además de ser un hooligan del falso liberalismo de mamandurria, pandereta y corrupción de Esperanza Aguirre, tuvo cuentas oscuras en el paraíso fiscal panameño. Y asimismo se puede ser un intelectual que defendió en su juventud principios y valores libertarios y fue envejeciendo mentalmente muy mal. Tal es el caso de Savater, que en su juventud exaltaba la iconoclastia ácrata de Guillermo Brown y acabó convirtiendo en propagandista de la rojigualda Rosa Díez.

Cuando la vida privada es relevante

A nadie se le puede negar el derecho a evolucionar intelectualmente, por supuesto. Uno puede haber sido progresista en su juventud y, a medida que aumentaba el dinero en sus cuentas corrientes, iba añadiendo viviendas y fondos de inversión a su patrimonio, compadreaba con el mundo del poder y la riqueza, uno puede ir haciéndose conservador, o sea, asustadizo ante la novedad, la incertidumbre, el cambio. Ese modo de evolucionar es natural, comprensible, tristemente humano. Lo deshonesto es negarse a aceptarlo, pretender que uno sigue siendo un rebelde. Esto, apreciados Savater, Azúa, Vargas Llosa y tantos otros – supone un engaño, un fraude, una impostura.

Me pregunto por qué muchos de los intelectuales citados en el ensayo de Sánchez Cuenca están instalados en el negacionismo, se ponen como una hidra cuando se les dice, sin acritud, tan solo constatando un hecho, que ahora son de derechas. ¿Es el fruto de un sentimiento de vergüenza propia ante la traición al niño y al joven que fueron? ¿Es el deseo de no perder los lectores que consiguieron en su tiempo?

No hay nada malo en ser de derechas, lo extraño es negarse a reconocerlo. Azúa y compañía, sed sinceros con vosotros mismos: asumid que ahora sois conservadores, preferís el orden, la seguridad y la tradición, lo que, insisto, es respetable dadas vuestras edades y situaciones profesionales y económicas. Hacedlo y, estad seguros, aplaudiremos vuestra honestidad.

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