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Del río Hudson al molino de Guadalajara

La carta de Pablo Echenique a Donald Trump me ha parecido una respuesta ingeniosa a las declaraciones de Albert Rivera y Susana Díaz asemejando a Podemos con el multimillonario estadounidense. La majadería de Rivera y Díaz es tan grande, y su mala fe tan evidente, que Echenique ha acertado al darle réplica desde el punto de vista humorístico de un Jonathan Swift.

El mundo aún no quería creer en la victoria de Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos cuando buena parte de nuestra clase política y mediática ya estaba llevando el agua del río Hudson a su molino de Guadalajara, el de la politiquería y el partidismo locales. Como en tantos acontecimientos internacionales de los últimos años se trataba de explotar lo que pueda ocurrir aquí o allá para zurrarle a Podemos. El partido de Pablo Iglesias sería así el más complejo y diabólico en la historia de la humanidad, coincidiendo a la vez con Trump y Maduro, con Le Pen y Dáesh, con Syriza y Amanecer Dorado, con Castro y el ayatolá Jamenei, con el Chapo Guzmán y Kim Jong-un.

El brochazo grueso, el uso del manoseado estigma de populismo, exime de cualquier esfuerzo intelectual para intentar comprender la realidad. ¿Para qué hacer la distinción entre un elefante y una sardina si ambos necesitan oxígeno para vivir? Es obvio que a la mayoría de nuestros políticos y tertulianos les interesa un carajo la política internacional, así que prefieren hacer acrobacias disparatadas para emplearla en el navajeo carpetovetónico. A ese ejercicio Jesús Maraña lo ha bautizado con la fórmula de españoleando a Trump.

Susana Díaz, en concreto, parece estar enfermizamente obsesionada con Podemos. No se le ve muy preocupada por el deterioro de la sanidad pública andaluza, que provoca masivas manifestaciones de protesta en Granada, ni por el paro y la pobreza al sur de Despeñaperros, que motivan la huelga de hambre del malagueño Francisco Vega, pero cada vez que tiene un micrófono a su alcance comienza a soltar lindezas contra Pablo Iglesias y Teresa Rodríguez.

El otro día dijo en el Parlamento andaluz que Trump y Podemos beben de las mismas fuentes. Empleó ese tonillo malévolo y encantado de conocerse a sí mismo con el que pretende concederle un profundo significado a sus frases más hueras. Pues sí, señora Díaz, podría decirse que Trump, Podemos y otros fenómenos políticos actuales beben en las fuentes del cabreo de las clases populares y medias de Occidente con el capitalismo salvaje y la globalización alevosa. ¿Y qué?

Lo suyo sería que el PSOE empatizara con ese malestar y le ofreciera sus propias soluciones, ¿no? Sostener que vivimos en el mejor de los mundos posibles es, precisamente, lo que hace que la socialdemocracia clásica europea sea percibida como parte del sistema, y, por cierto, lo que ha recortado las alas de Hillary Clinton al otro lado del Atlántico. La aceptación beata del capitalismo global está llevando a la insignificancia al centroizquierda. Con esa actitud, no es una alternativa a la ultraderecha. Acabamos de verlo en Estados Unidos y volveremos a verlo en Francia.

Trump ha triunfado porque, junto a la xenofobia y el machismo, ha sabido utilizar el descontento de los trabajadores norteamericanos. Tiene bemoles que lo haya hecho un multimillonario, pero así es. Reconocer la existencia de ese descontento no es populismo, es realismo. Negarla es ceguera cuando no complicidad. Muchos de los que votaban antaño a los demócratas en Estados Unidos o a los socialdemócratas en Europa están hoy entre la gente que sufre.

Granada, 2 de enero

El problema no es diagnosticar la existencia de la enfermedad, el problema puede estribar en el tratamiento que quiera aplicarse para extinguirla. Hoy como ayer, las respuestas al malestar de las clases populares y medias pueden ser fascistas o progresistas. Trump y Le Pen se sitúan entre las primeras, las que culpan de todos los males a los que son aún más débiles: ayer los judíos, hoy los inmigrantes latinos o musulmanes; de lo que se trata es de que la ira no se dirija contra los banqueros y los grandes empresarios. Por su parte, Podemos y Syriza se encuentran entre las segundas, las que proponen ponerle coto a los abusos del capitalismo desaforado.

La socialdemocracia clásica bien podría sumarse al segundo tipo de respuestas si no hubiera olvidado su patrimonio regulador. El modelo de libre comercio y globalización triunfante tras la caída del Muro de Berlín puede ser considerado como competencia desleal desde el pensamiento socialdemócrata. Y sería perfectamente socialdemócrata el deseo de blindar los salarios, las condiciones de trabajo y el Estado de bienestar de Europa frente al aluvión de productos asiáticos elaborados con dumping social. ¿Cómo? Exigiéndoles a los fabricantes y proveedores que esos productos cumplan unos mínimos en materia de derechos humanos y laborales y de respeto al medio ambiente.

No otra cosa le han dicho a Jordi Évole las víctimas de la explotación del coltán en Congo. Occidente tendría que establecer mecanismos para impedir la importación de ese material cuando ha sido extraído en condiciones de violencia, esclavitud y violación. ¿Libre comercio? Por supuesto, pero en igualdad de condiciones. ¿Globalización? Sí, pero también de las libertades y los derechos.

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