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Desinformación y 'posdemocracia'

La Fundación del Español Urgente (Fundéu) eligió “populismo” como palabra estrella de 2016. El Diccionario de Oxford se había decantado, unas semanas antes, por posverdad. Tendremos que esperar 12 meses para conocer la ganadora del año que acaba de nacer. Personalmente, me gusta posdemocracia, un concepto que explicaría el auge de los populismos y las posverdades.

La posdemocracia está unida a la desinformación masiva que se mueve por las redes sociales y en Internet, y que también contagió a muchos medios tradicionales que optaron por la militancia de lo que quieren que sea, en vez de trabajar con lo que es: los hechos verificables. La política no se mueve en la posverdad, sino en la mentira, su hábitat natural.

La revista dominical de The New York Times publicó hace unos días un trabajo de Jonathan Mahler sobre este asunto, titulado The Problemn With ‘Self-Investigation in a Posst. Truth Era. Disponemos de más instrumentos que nunca para recabar información, procesarla, contrastar y garantizar su veracidad e importancia. Tenemos más medios que nunca para hacer mejor periodismo.

Pese a ello, el deterioro es grande, no sólo en las ventas y en las cuentas de resultados de las empresas, sino en las noticias. Recuerden a Orwell: “Noticia es lo que alguien no quiere que se conozca; lo demás son relaciones públicas”. La era de la desinformación comenzó con la llegada masiva del cortar y pegar y la renuncia a entender lo que no se nos dice y por qué no se nos dice. Pasamos de fiscales de los poderes públicos y privados a altavoces del sistema. Es una crisis del rigor y la eficacia. Abrimos las puertas a nuestra propia irrelevancia.

Mahler sugiere que los periodistas (siempre hay excepciones) han abandonado las fuentes tradicionales de información y los métodos de investigación, para apostar por la auto investigación, la que se realiza sentado ante el ordenador, navegando en la red en medio de miles de teorías conspiranoicas, predicciones apocalípticas, noticias falsas y demás. En Internet fluye más desinformación que información.

Según el director de la revista The New Yorker, David Remnick, no fluye más basura en las redes sociales que la que había (y hay) en los kioscos y en las librerías. En su opinión, el porcentaje es el mismo. Lo que varía es la cantidad de material en circulación. Ahora es masiva.

En este escenario caótico, la labor del periodista profesional, entrenado y sujeto a un código ético, es más necesaria que nunca: una persona capaz de separar el disparate de lo real, de jerarquizar las noticias según su importancia y de comprobar y recomprobar su contenido antes de publicar. Un periodismo profesional no debería sustituir lo importante por lo intranscendente o por el entretenimiento banal.

La tecnología, lejos de mejorar el trabajo, favorece la expansión del virus que altera la verdad como aspiración. Es algo que afecta a la ciudadanía, arrastrada por el mismo tsunami. Es posible que se trate de una etapa en un camino largo, difícil y peligroso hacia una verdadera democratización de la noticia, de la voz que la da a conocer sin ataduras de los gobiernos y los intereses económicos. Pero esa meta aún no ha llegado.

En un par de semanas comenzará la Presidencia de Donald Trump, un hombre que ha basado su éxito político en la mentira y el show televisivo. Maneja ambos recursos con destreza. Su discurso, por lo general simplista, llega al ciudadano desinformado y cabreado, al que ha dejado de importarle la verdad, o la información, como valores en una sociedad democrática y libre, para alimentarse de una falsa ilusión redentora y de prejuicios. La verdad no vende, molesta.

Es un esquema similar a los años 30, o a los años 10 del siglo pasado, períodos de profunda crisis económica, moral y política que alumbraron dos guerras mundiales. Aunque no son comparables, el germen que facilitó el nacimiento de los fascismos está aquí de nuevo, y con resultados alarmantes en las urnas: Brexit, Trump. Lo veremos también en unos meses en Holanda, Francia y Alemania.

Uno de los riesgos de la era Trump es que los periodistas terminemos por normalizar lo que no es normal. Trump representa algo más que un accidente: es el resultado de un sistema que ha perdido la vergüenza de mostrarse como es y ahora campa a sus anchas. El ciudadano se siente estafado pero aún no sabe quién es el estafador.

Sin un periodismo honesto, sin los instrumentos clásicos de la investigación, sin la desconfianza permanente hacia el poder, el periodismo contribuye a la desinformación, a que los ciudadanos no se fíen de nadie y acepten el discurso de cualquier predicador de las ondas, la televisión o al mismo Trump. Con la pérdida del rigor, se pierde el prestigio, que es lo que generaba beneficios en los buenos tiempos. El negocio consistía en ser imprescindibles. Ya no lo somos. Nos sustituyen poco a poco los algoritmos, y pronto lo harán los robots.

'La la Trump'

Posverdad es una palabra elegante, suena mejor que mentira, demasiado burda entre tanta modernidad. Es la que ha estado en circulación desde que el hombre es hombre.

El problema es que los buscadores de la verdad, los controladores de su calidad, nos hemos sumado al carro de la frivolidad, a la obediencia a un poder financiero elevado a accionista de la información. La verdad es una mercancía más, cotiza alto o bajo, según el capricho de unos mercados erigidos en jueces, y parte de lo que es cierto y falso, y de las palabras con las que se cuenta. 2017 debería ser el año de la reconquista.

Un regalo: Sting en Bataclan.

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