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Hijos de los rojos, entre el exilio y la añoranza

Hijos de los rojos, entre el exilio y la añoranza

Diana Mandiá

Beatrice, Louis, Émile, Miguel y Manuel eran los hijos de los rojos, a los que en algunos pueblos de Alsacia los niños imaginaban con cuernos y cola de diablo porque así les hablaban de ellos los curas. Nacieron y se criaron en Francia, pero la escuela republicana no les explicó por qué sus padres, que no sabían nada de minas, se ganaban la vida en la de Meyreuil, un apacible pueblo a media hora de Marsella. Nadie les contó cómo sus familias españolas, en las que se hablaba de Franco en voz muy baja, se encontraron sacando carbón de la tierra de una Francia, la libre, gobernada por un mariscal que despreciaba a los extranjeros y los enrolaba en “grupos de trabajadores” bajo el argumento de no aumentar el paro de los nacionales. No les dijeron tampoco que ya antes, durante los estertores de la Tercera República, y bajo el Gobierno del Frente Popular, sus padres ya habían construido carreteras y servido a la guerra en Europa, o la drôle de guerreantes de la invasión nazi, a lo largo de la línea Maginot, la ruta defensiva que cruzaba el país desde Calais, al Norte, hasta los Alpes y Córcega, en el Sur.

Todos venían de sobrevivir mal que bien a su propia guerra, la española, y de engrosar la larga lista de los 500.000 republicanos que atravesaron los Pirineos rumbo al exilio tras la caída de Barcelona en 1939. Después de Argelès-sur-Mer, la playa convertida en campo de internamiento con la que la Francia del Frente Popular recibió en pleno invierno a cientos de miles de exiliados, todo lo demás podía ser el paraíso. “Eran vacaciones”, recuerda Beatrice Serrano, hija de Francisco, uno de aquellos republicanos que tuvo que hacerse una cama en la arena nada más cruzar la frontera y acabó integrando el 6º groupement de travailleurs étrangers, 292 hombres, casi todos españoles, destinados en la mina de carbón de Meyreuil en 1940. Era un trabajo sin libertad; los mineros necesitaban autorización para salir del pueblo y estaban bajo los mandos del Ministerio de Producción Industrial y Trabajo de Vichy. Pero en una Francia que ya antes de la Segunda Guerra Mundial había elegido la no intervención en España y que desde el verano de 1940 estaba dividida en dos zonas, una ocupada por el ejército nazi y otra gobernada por un régimen colaboracionista, los grupos fueron para muchos republicanos la única posibilidad de quedarse en el país. Estas estructuras formaban parte de la prolija legislación de Pétain contra extranjeros, comunistas y judíos, los indeseables para los que la Francia libre creó campos de trabajo e internamiento después del armisticio con el Tercer Reich.

Francisco Serrano falleció en 1980 sin haberle contado a su hija Beatrice muchos detalles de la Guerra Civil y de la llegada a Francia, a pesar de los intentos de ella por sacar algo en claro del recuerdo traumático de Argelès- sur -Mer, de las reuniones clandestinas de los españoles en las casas de la mina de Meyreuil y de aquella tensión que obligaba al silencio cuando la familia escuchaba las noticias en la radio. Pero en 2010, el antiguo barrio minero fue destruido para levantar viviendas sociales y eso despertó de nuevo el ansia de saber de los hijos de los refugiados, inmersos desde entonces en el rastreo de fechas y nombres que reconstruyan la historia familiar. “Hemos buscado en los archivos del Ayuntamiento de Meyreuil y no hemos encontrado ni una sola línea sobre los grupos. Como si no hubieran existido. ¡300 hombres son muchos para no tener nada!”, se queja Béatrice, que sigue viviendo en Meyreuil y se ha vuelto una experta en cotejar documentos y recuerdos. Sorprendida por la laguna en la historia de la que fue la principal industria del pueblo hasta mediados de los años noventa, ahora estudia las listas de los integrantes de las compañías y de los grupos de trabajadores que ha encontrado en los Archives Départamenteles des Bouches du Rhône de Marsella.

Le obsesiona reconstruir el recorrido de su padre en Francia, su paso en 1939 por Bourg Saint Maurice, hoy una famosa estación de esquí en los Alpes a unas tres horas de Crévoux, la gran sorpresa en la búsqueda de Béatrice y una excepción de la desmemoria. En Crévoux, en el Col du Parpillon, sigue en pie la cabaña de los españoles, el alpendre en el que durmieron los republicanos que construían las carreteras de la línea Maginot dentro de las compañías de trabajo forzado creadas en tiempos del Frente Popular, bajo la presidencia de Éduard Daladier. Fueron la antesala de los grupos de Vichy y se nutrieron de los refugiados de los campos del Suroeste. Su misión era doble: prepararse para la guerra que llamaba a la puerta de Francia y liberar los campos de refugiados españoles, una imagen incómoda ante la comunidad internacional.

Un recuerdo bajo un olivo

Pero la cabaña Crevoux tuvo mejor suerte que la aldea minera de Meyreuil. Beatrice y Manuel Béjar, hijo de un murciano exiliado que también trabajó en las compañías, fueron a verla este pasado verano y encontraron una pequeña exposición sobre los republicanos que la habitaron, todo obra de un profesor de instituto que se empeñó en recuperarla. En Meyreuil, sin embargo, sólo queda un recuerdo en piedra bajo un olivo, al lado de las nuevas viviendas sociales. Es un monolito firmado por “la comune reconnaissante” que los hijos de los mineros le arrancaron al Ayuntamiento hace dos años. Por su cuenta y obra, Béatrice y sus compañeros organizaron en 2010 una pequeña exposición en el centro social del pueblo con el material que lograron reunir sobre los 10 largos años de guerra que se comieron la juventud de sus padres. Las manifestaciones en Gardanne contra Franco los Primero de Mayo, los retratos en la escuela repleta de hijos de refugiados -españoles, pero también polacos, italianos o armenios-, las tarjetas de liberación que pusieron fin a los grupos en 1945 o las cartas en las que aquellos mineros novatos expresaban a sus familias en España el deseo imposible del reencuentro son parte de ese material.

A finales de octubre, Roberto Menchirinni, considerado el mayor experto en el exilio republicano en el sur de Francia, los invitó a participar en un homenaje en Marsella a Gilberto Bosques, embajador mexicano en la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial y, como tal, cabeza del cuerpo diplomático que permitió que muchos republicanos pudieran entrar en el país latinoamericano y burlar la amenaza de extradición. “A mí no me gusta hablar en público. Era la primera vez que lo hacía. Pero pensé, si no lo hacemos nosotros, ¿quién va a hacerlo?”, se pregunta Béatrice.

Marsella no es cualquier lugar para la familia de esta mujer empeñada en reconstruir aquellos años negros. En esta ciudad francesa trabajaron y se casaron sus abuelos maternos, catalanes, en 1915. La Guerra Civil los obligó a volver con carné de refugiados, después de que en 1938 el bombardeo de Barcelona les matara a una hija, la tía de Beatrice. “En Francia mi abuela tenía terror a que le pidieran los papeles. Los guardaba en una bolsa y los sujetaba con un imperdible a la ropa para no perderlos”, recuerda.

En otro bombardeo, el de Marsella de 1944 -un año antes los nazis habían destruido casi por completo el barrio del puerto para limpiarlo de maleantes- murió el marido de la madre de Beatrice, que siete años después de abandonar Barcelona se había casado y sido madre de una niña. “Un día le escuché decir que ella y mi abuela fueron las que encontraron el cadáver de su hermana. Siempre estuvo enferma, siempre con problemas. Decía que tenía fe, pero que la perdió cuando vio a los curas con ametralladoras en Barcelona”, recuerda Beatrice en el castellano que ya apenas habla desde que murió su padre hace 33 años.

Francisco Serrano tenía 25 años y estaba en el frente cuando Barcelona cayó en manos de los sublevados. Como tantos otros, se echó a andar y atravesó la frontera con Francia. Era su segundo gran viaje; el primero le había obligado a abandonar su pueblo de Pulpí (Almería) a los 16 años para buscar trabajo en Girona; en el segundo, el definitivo, dejó atrás un hijo y una esposa que moriría poco después. Conoció Argelès, del que nunca le gustó hablar. “Entró en febrero y se fue a finales de abril de 1939, en las primeras compañías. Tuvo suerte, entre comillas.

Nunca había pensado que trabajaría forzado. Lucharon en España para no ser esclavos y acabaron igual en otro país. Decían que el campo más grande estaba detrás de los Pirineos. Se les cayó la venda de los ojos cuando llegaron a Francia, porque en Argelès no había nada, sólo unos alambres y los hombres en medio. Para dormir hicieron hoyos en la playa y con una manta se tapaban”, relata Béatrice. De niña le chocaba que su padre hablara con familiaridad de lugares en los que ella no recordaba haber estado. “No íbamos nunca a ningún sitio, pero él había caminado mucho”, se dice ahora a sí misma.

Extranjeros e indeseables

De una compañía a otra, de una misión a otra, de los Alpes a Alsacia, los alemanes ocuparon el norte del país en 1940 y los refugiados huyeron al Sur. Pero al otro lado de la línea de demarcación, en la zona llamada libre, el Gobierno colaboracionista de Pétain creó para ellos una estructura parecida a las compañías de la III República: los grupos de trabajadores extranjeros. El Gobierno de Vichy autoriza por ley a internar a los extranjeros de, entre 18 y 55 años, “en número excesivo en la economía nacional”. Los empleadores eran empresas privadas, como Charbonneurs du Midi, entonces propietaria de la mina de Meyreuil a la que fue enviado Francisco Serrano, pero el vínculo con el trabajador no era el de una relación contractual corriente. Los españoles eran extranjeros e indeseables, además de rojos, y sólo así el Gobierno colaboracionista podía tenerlos bien controlados. Hablaban de política con discreción, pero eran fieles a las manifestaciones contra Franco y a las noticias sobre España. La revista de la CNT circulaba con generosidad y los obreros incluso organizaron una huelga para protestar por la comida escasa con la que les hacían bajar a la mina.

Sólo después de 1945 se normaliza la situación en la mina de Meyreuil: muchos obreros deciden quedarse porque no hacerlo significa aceptar una situación de ilegalidad que puede expulsarlos de Francia. Francisco Serrano se jubiló sacando carbón. Beatrice fue su primera hija con aquella refugiada catalana que había dejado de creer en Dios. Tuvieron dos más y criaron juntos a los otros dos que habían nacido en tiempos de guerra. Conservaron durante algunos años la ilusión de volver a España, pero la dictadura duró 35 años y, ya mucho antes de morir Franco, aquel deseo se había apagado.

La familia de Francisco Béjar, más que anhelar el regreso del padre escapado, lo que quería era reunirse con él en Francia, en el pueblo de las minas desde el que les escribía. Miguel, su hijo, comía de la sopa popular. En la escuela le negaban alpargatas nuevas por ser hijo de un rojo. Ese rojo, al que los falangistas habían ido a buscar, sin éxito, a su pueblo de Bullas, en Murcia, había huido en 1939 y dejado sin recuerdos a un niño de menos de tres años. En 1948, después de dos años de trámites e incertidumbre, Miguel y su madre consiguieron el reagrupamiento familiar y dejaron España para siempre. “El día que llegamos a Marsella, el 6 de junio de 1948 a la una de la tarde, ya estaba yo de pie en el pasillo del tren y le dije a mi madre: Madre, el papá está ahí. Lo reconocí desde el tren porque él siempre me escribió con una foto”, cuenta Miguel, el menor del grupo y el único de los cinco que pasó parte de su infancia en España.

El miedo nunca se fue del todo, tampoco al sur de la frontera, por mucho que los tíos paternos de Béatrice jugasen constantemente a la lotería para poder traer al hermano de visita. Los exiliados tenían miedo a volver y las familias separadas por el exilio preferían asumir las ausencias. Otro Francisco, Rodríguez, que también trabajó en las compañías y pasó por uno de los peores campos de internamiento de Francia, el de Saint Cyprien, escribió a su madre diciéndole que quería volver a España. “Si vuelves tendrás que dormir con papá, porque tus hermanas han crecido”, le respondió su madre en un carta en la que la censura no vio nada de particular porque no sabía que el padre del destinatario estaba muerto. Dormir con él no era otra cosa que ir a acompañarlo a la tumba.

Españoles blancos y rojos

“Aquello era agachar la cabeza y no salirse de las líneas. La familia, el trabajo, la huerta, los amigos… Recuerdo que cuando era niño mis padres decían: 'cuando caiga Franco, volvemos a España”. Así dos o tres veces por semana. Me ponía de los nervios porque pensaba sobre qué iba a hacer yo allá”. Émile es otro niño de la mina de Meyreuil. Su tío y su padre trabajaron en ella, el primero como miembro del grupo de trabajadores creado por Vichy, el segundo con un contrato de trabajo normal, ya terminada la guerra. Ninguno de los dos era un español “blanco”, la etiqueta con la que los refugiados, españoles rojos, calificaban a los que llegaban a Francia sin compromisos políticos con la república masacrada por los franquistas.

Era imposible ser blanco con dos hermanos condenados a 12 y ocho años de cárcel y otros dos fusilados durante la guerra. El padre de Émile escapó a Francia por los caminos de los cabreros, pero unos gendarmes lo interceptaron sin papeles. De ahí a un campo de concentración en Austria, del que regresó con una numeración grabada en el brazo que se tapaba con la camisa cada vez que alguien preguntaba demasiado. Ya hacia el final de la guerra trabajó en el puerto de Marsella y cuando se quedó sin trabajo, necesitado de papeles que le permitieran continuar su vida en Francia, fue hasta Meyreuil y se convirtió en minero, aunque fuera de las estructuras petanistas. Allí conoció a la madre de Émile, hermana de un minero asturiano del grupo y viuda con tres hijos a su cargo que atravesaron también la frontera. Ella llevaba ya cinco años como refugiada en Francia, primero en Chartres y luego Tarbes (Hautes Pyrénées), donde los mineros galeses pusieron el Châteaud'Urac a disposición de las familias asturianas como muestra de gratitud por el apoyo en una huelga anterior.

Fue Émile, ya adulto, el que convenció a sus padres para visitar España. “Iban con tanta emoción que no se dieron cuenta de que habíamos pasado ya la frontera. No sabían cómo sentirse. Estaban en un país enemigo. Se quedaron tres meses, pero nunca quisieron volver. La ruptura era muy fuerte”, explica recordando aquel viaje que sus padres hicieron ya como ciudadanos franceses. Allí se dieron cuenta de que nunca podrían recuperar los años robados. “A los amigos los habían perdido de vista y a los que quedaban tenían muy poco que decirles”, lamenta.

Entre los sesenta y setenta, los hijos de los refugiados empiezan a levantar la mirada hacia la frontera que sus padres atravesaron a pie. Su juventud coincide con aquel pastiche que fue el fin de la autarquía y la promoción de España como un paraíso de sol y playas ideal para el turista del Norte. Empezaron a viajar, a ver los trenes de madera, los niños pobres de los pueblos, la gente que vendía cigarrillos por los caminos, la falsa libertad del aperturismo. Se sintieron fuera de lugar, en una dictadura que, en el esfuerzo por disfrazarse, se les mostraba en toda su crudeza. “Para mí todo cambia en el 68. Había dos temas importantes en la clase de Historia: la Comuna de París y la Guerra de España. Y La guerre est finie [la película de Alain Resnais]”, rememora Louis, hijo del exiliado Felipe Puerta. Sus padres también cruzaron los Pirineos y sufrieron el largo invierno de Argelès antes de iniciar una peregrinación por ciudades y vendimias que acabaría en Meyreuil en 1941.

“A mí todo esto me sirvió sobre todo para entender el funcionamiento interno y las distintas lógicas de compañías y grupos. Las exigencias de pasar visita médica, firmar cada tres meses los contratos, los controles para ver si no eras muy rojo. La lógica de las compañías era militar. Vais a defender el país, era lo que les vendían. La lógica del grupo es la lógica del Estado de Pétain. Los extranjeros eran un vicio y los guardaba. Pétain pudo imponerse porque la III República estaba muriéndose, los valores se habían agotado”, insiste Béatrice Serrano. “La III República tuvo campos de internamiento, no solo fue Pétain. Cuando hay crisis, como ahora, se buscan otras cosas, como aquel discurso contra los extranjeros que venían “a comer el pan de los franceses”.

José Callado es el último superviviente del grupo de mineros españoles de Meyreuil. Tiene 92 años, mala salud pero muy buena memoria. La caída de Barcelona lo pilló joven y muy comprometido: con 17 años, afiliado a la CNT y a las Juventudes Libertarias, descargaba en Barcelona material de guerra de los camiones del bando derrotado. A su casa de Meyreuil sigue llegando la revista del sindicato, una forma de seguir en contacto con el país, porque los recuerdos que, según su hijo Manuel, le ha costado años poder expresar, siguen intactos.

Entre el mar y los alambres

Cuando entró en Francia en los camiones del Ejército vencido, José y sus compañeros ya habían escuchado que los exiliados se morían de hambre e infecciones en la playa de Argelès. Mataron los burros que llevaban consigo y los cocieron en latas de leche condensada. Cada uno buscaba a los vecinos de su pueblo en medio de aquel arenal en el que pronto hicieron estragos la sarna y la diarrea. Entre los miles de exiliados, Callado encontró a su hermano Casimiro, huido poco antes. “Él estaba en el Frente, era dos años mayor que yo. Estaba así”, asegura, levantando el dedo índice como muestra de delgadez extrema. “Teníamos sarna. Mi hermano me la pegó. Para curarnos nos dieron una manteca con azufre para echar por el cuerpo. Estábamos rodeados de alambradas. A un lado, el mar, y del otro los alambres, vigilados por senegaleses [los soldados de la tropa colonial]”.

La derrota más amarga de la literatura del exilio

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Después de tres meses en Argelès, llegó el trabajo forzado. A José lo enviaron a hacer carreteras a Moselle. Sus 17 años lo libraban de las compañías de trabajadores, pero mintió sobre su edad para poder salir del campo de internamiento. La invasión alemana deshizo la compañía [el territorio de Moselle quedaría bajo soberanía del Tercer Reich tras el armisticio de junio de 1940]. José y sus compañeros huyeron al Sur, pero el tren en el que viajaban fue bombardeado por los nazis. En medio del caos y los muertos, los militares franceses responsables de la compañía los abandonaron a su suerte. “Entonces marchamos a pie, como pudimos, y entramos en Suiza. Ahí estuvimos hasta el armisticio”, sigue contando Callado.

La falsa paz impuesta por Pétain los animó a entrar de nuevo en Francia para pasar a la zona libre. Encontraron Lyon lleno de refugiados. “Vimos una barca de remos y nos subimos cuatro, a la deriva por el Ródano. Yo no sabía nadar”. Su destino fue de nuevo el internamiento, esta vez en el campo militar de Saint Marthe, en Marsella, hasta que un día, en noviembre de 1941, con 19 años, Callado fue enviado a la mina de carbón de Meyreuil.

El viaje había terminado. El exilio empezaba, más crudo y silencioso que nunca. Mazaleón, el pueblo de Teruel en el que había nacido, perdió un tercio de sus vecinos en aquellos años de plomo y miseria. “Mi padre se pasó tres años en la cárcel después de la caída de Barcelona. Antes de marcharme intenté que ellos vinieran también, pero no quisieron. Decían que para pasar penurias en Francia las pasaban allí”.

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