Tengo en un cajón un inicio de novela que guardé allí en 2013. Una parte importante de esa historia sin enjaretar transcurre durante una guerra y tal evento es crucial para la vida de los personajes.

En aquel momento, no sobrevolaban mi cabeza esos drones que anuncian la Tercera Guerra Mundial con la misma frescura con la que la avioneta de Nivea lanzaba balones a las playas de mi infancia. Y sin embargo, me dio por elegir un acontecimiento bélico como detonante de mi próxima aventura literaria.

Tiene la guerra una fuerza innegable para disparar la creatividad narrativa. Ficcionar el más abyecto de los inventos de nuestra especie es tentador, seguramente, porque casi todo lo que nos define, todos nuestros claroscuros, están en ella y se manifiestan, además, de un modo evidente y superlativo.

En la guerra, mucho más presentes que en ningún otro contacto entre humanos, están la crueldad, la violencia, la lucha por el poder, la necesidad de acabar con el otro, el éxito de lograr someter a tus congéneres. Pero afloran también la solidaridad, el cuidado de los débiles, la valentía de los frágiles, la conciencia y la consciencia de lo fundamental. Y tal y como nos contaron los que vivieron dentro de alguna, en tiempo de batalla se reducen los deseos a lo básico y no hay sueño más mayoritariamente acariciado que el de la normalidad, el alto al fuego del terror y el dolor.

En estos días, he vuelto a pensar en el esbozo de literatura que ocupa un espacio en el cajón y un vacío en mi inventario de tareas acabadas. Y es curioso, ahora que suenan los tambores con más nitidez, me aterra continuarla, será quizás porque no cabe ni una micra de esa romantización que permite la distancia espacial o temporal con cualquier hecho. Es que cuando sientes que puede llegar, produce vértigo pensar en todo lo que podría quedar sin hacer.

La guerra no es solo el horror llenando cada hueco, es la negación de todo lo que podría ser y no será. Se suman a las vidas muertas las vidas rotas y las mutiladas. Y eso es una tremenda putada para esa inmensa mayoría que se conformaría con vivir

Una novela iniciada y sin escribir es casi menos que nada, un intento que no fue y quizás no sea y eso siempre contiene trazas de frustración. En casi todas las vidas existen muchos episodios inacabados, son como esas pompas de jabón que te flipan de niña y, cuando logras capturarlas con tus manos, te encuentras con un resto de detergente, nada más. Y reconozco que, de todo lo que se construye en el camino vital, lo que más me desasosiega es "lo que no": lo que no hice, lo que no logré, lo que no me atreví a intentar, lo que me negué o me negaron, las oportunidades que no aproveché, las que me robaron.

La guerra no es solo el horror llenando cada hueco, es la negación de todo lo que podría ser y no será. Se suman a las vidas muertas las vidas rotas y las mutiladas. Y eso es una tremenda putada para esa inmensa mayoría que se conformaría con vivir. Siento escribir hoy en negro sobre negro, es que estoy entre acojonada y encabronada con lo que pueda venir…

Pero ya os he contado mil veces que, cuando el miedo me invade, el humor es la única arma poderosa para echarlo. Y en las primeras horas del domingo un usuario de X publicó este chiste:

Claro, tuve que darle las gracias a @endorcista por la primera carcajada del día de una acojonada. Que el fin del mundo nos pille riendo y con la mayor cantidad de episodios de nuestra vida escritos.

Cien gaviotas de Duncan Dhu:

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