Los sentimientos democráticos

Si me envuelvo en las discusiones sobre la actualidad, la verdad es que me envuelvo en mí mismo. Aprendí con María Zambrano que una vocación es aquello que no se puede abandonar con el paso de los años. Lo recuerdo ahora cada vez que discuto sobre memoria histórica, o sobre feminismo, o sobre la libertad. Son cuestiones que me interpelan desde que empecé a escribir poesía a finales de los años 70, cuestiones que marcaron mi vocación. El pensamiento de extrema derecha intenta desmontar ahora los ejes culturales que posibilitaron la conquista de la democracia en España.

Cuando empecé a sentirme poeta, tuve que buscar a Federico García Lorca bajo los escombros y los silencios que habían desatado en Granada el golpe de 1936 y la dictadura. Celebré el regreso del exilio de Rafael Alberti, un poeta que nunca había tenido la oportunidad de conocer mi ciudad de la mano de su amigo Federico. Y leí muchas veces a Antonio Machado, el poeta cívico de la República, que había muerto en Colliure, detrás de la frontera y la derrota, con la nostalgia de los días azules y el sol de la infancia. Así que el deseo de descubrir lo que intentaba borrar el franquismo fue inseparable de mi vocación.

Mi manera de pensar la poesía también fue inseparable de una lección aprendida en Simone de Beauvoir: la intimidad es política. Alumno de Juan Carlos Rodríguez y estudiante de Althusser, estaba acostumbrado a pensar que las ideas de cada cual pertenecen a un sentir ideológico conformado por la historia. Tan llenos de historia estaban los versos antifranquistas de Celaya como las cuadernas vías de Gonzalo de Berceo o los sonetos de Garcilaso. Por eso comprendí bien la lección de Machado al hablar de las educaciones sentimentales. Como somos seres históricos, hay quien se emociona al paso de una bandera y quien permanece frío ante algo ajeno a su identidad. Machado afirmaba que para cambiar la poesía no eran necesarios los espectáculos formales de la vanguardia, sino la capacidad de generar una nueva sentimentalidad. A principios de los ochenta había que cambiar de manera radical las herencias sociales del franquismo. Por eso un grupo de amigas y amigos empezamos a hablar de la necesidad de escribir en busca de otra sentimentalidad.

Además de algunos actos de censura escandalosa, hoy observo el trabajo silencioso de la derecha extrema para impedir la memoria histórica, devolver la palabra libertad a la ley del más fuerte y socavar los avances conseguidos

La democracia no podía limitarse a votar cada 4 años. Necesitábamos preguntarnos qué decimos al decir soy yo, soy hombre, soy mujer o te quiero. Pensar la intimidad era tan histórico y comprometido como defender la libertad sindical o debatir con libertad los programas de un partido político. La vocación poética me convenció de que nunca hay verdaderas transformaciones públicas si no se cambian las reglas de juego en lo privado. Pensar supone pensarse, convertirse en el lugar del verdadero conflicto al pasar de lo público a lo privado y de lo privado a la intimidad. Después de la borradura de Clara Campoamor o Carmen de Burgos, de los años de la Sección Femenina, el matrimonio católico y la prohibición del divorcio, el pensamiento feminista fue una pieza clave en la conquista de la libertad.

¡La libertad! Otra palabra que está en la raíz de cualquier vocación personal que se comprometa con su comunidad. El neoliberalismo utiliza la palabra libertad para defender la ausencia de normas que controlen la ley salvaje del más fuerte. La libertad democrática supuso en España comprender que la ley era un marco regulador, un modo de unir el orden con la soberanía popular, la conciencia individual con unos marcos de convivencia que legitimasen el deseo de igualdad y fraternidad. Eso tuvo para mí consecuencias a la hora de elegir mi tradición poética. Más que la invención de un lenguaje único a través de un esteticismo radical o de las rupturas de la vanguardia, más que la apuesta por un dialecto elitista de gran fortuna, aposté por el uso personal del lenguaje de todos. La herencia de Galdós, Machado y algunos poetas de posguerra fue para mí más atractiva que la semiótica venida de la Sorbona o el temblor de los canales de Venecia.

La vocación es aquello que uno no puede abandonar con el paso de los años. Además de algunos actos de censura escandalosa, hoy observo el trabajo silencioso de la derecha extrema para impedir la memoria histórica, devolver la palabra libertad a la ley del más fuerte y socavar los avances conseguidos en la igualdad de genero y la libertad sexual. Llevaba años pensando que ya sólo nos tocaba en España ser pasolinianos y luchar contra la mercantilización de los sentimientos y los cuerpos. Pero compruebo ahora que necesitamos volver a la defensa de los principios de la democracia para escribir contra los olvidos trágicos y las represiones sin pudor.  

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