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Literatura

Escribir para “intentar comprender” la muerte

La escritora Gabriela Ybarra.

Si uno introduce "Javier Ybarra" en Google y pulsa el botoncito de la lupa que hay junto a la barra, no tardan en aparecer los resultados. A diferencia del nombre de cualquier hijo de vecino, que enviaría azarosamente a distintas personas llamadas de la misma forma en diferentes puntos del planeta, los primeros resultados de la búsqueda se refieren a la misma persona. "Javier de Ybarra y Bergé fue un empresario y político. Presidente de El Correo y de El Diario Vasco, Miembro de La Real Academia de La Historia, asesinado por ETA", dice Wikipedia. Más abajo, se pueden leer notas de prensa sobre el suceso, algunas escritas hace pocos años: "Secuestro, tortura y asesinato...", "Encontrado el cadáver de Javier de Ybarra..." y, finalmente, "Una saga familiar rasgada por ETA". Si uno busca "Gabriela Ybarra" en Google, se averigua que es nieta del anterior y autora de El comensal (Caballo de Troya), un relato que une la muerte de su abuelo, en 1977, y la de su madre, en 2011, debido a un cáncer. 

Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983) utilizó ese mismo método para saber más sobre el secuestro y asesinato de su abuelo paterno, alcalde la ciudad entre 1963 y 1969. Sabía, por supuesto, lo que había ocurrido, pero nadie le había dado nunca demasiados detalles, ni ella los había pedido. Luego, su madre murió. Y la muerte de una madre puede cambiar muchas cosas. "Necesitas darle un sentido a lo que has vivido. Y me di cuenta de que la muerte no era algo nuevo en mi vida, como yo creía, sino que la amenaza de muerte había sido una constante y que la muerte de mi abuelo aún estaba presente, aunque hubiera vivido de espaldas a ella", cuenta la autora en la oficina de la editorial en Madrid. Allí se mudó a los 12 años, cuando su padre recibió un paquete bomba. En el libro, Ybarra recuerda cómo aprendieron a mirar con un espejo bajo el coche. O cómo, de niña, solía llamar "Harry" a los encapuchados, esa presencia fantasmal: "No los imaginaba jugando a las cartas ni yendo a la frutería, aunque ahora, mientras que he escrito esto, me los he imaginado cargando con una bolsa llena de manzanas".  

Pero, insiste, no se trataba de caer en el victimismo: "Para que la literatura funcione no puedes ser muy autocomplaciente. La literatura es buena detectora de mentiras". Para su primera novela, esta licenciada en administración y dirección de empresas recientemente reencontrada con la literatura ("con la muerte de mi madre se empieza a derrumbar mi mundo, y es cuando me acuerdo de la escritura") ha elegido un lenguaje limpio, descarnado. "Hubo mucha intención de buscar un lenguaje que fuera… ¿neutro? Cuando hablas del tema del terrorismo, según el ángulo en que lo analices se usan unas palabras u otras. El propio uso de la palabra 'terrorismo' creo que no sale en el libro. He intentado despojarlo de todo ese lenguaje de telediario", explica. Tampoco reviste de verdad su narración: es una reconstrucción, una ficción. "A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender", deja escrito en la nota introductoria. 

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Imagina cómo llegaron los secuestradores a la casa familiar, cómo un cura-brujo buscó el cuerpo del abuelo en el monte como un zahorí, ayudado por un péndulo. Reconstruye tirando de memoria los últimos meses de su madre, las comidas, la sala de espera del hospital. No le parece banal comparar ambas muertes. Encuentra, de hecho, paralelismos: "A mi abuelo lo asesinaron, pero antes lo secuestraron. Y tanto en la enfermedad como en el secuestro hay una espera, una agonía. En ambos casos es importante asumir que no está en tu mano: no sabes cuándo te vas a morir ni lo que te va a matar". Tampoco influye tanto como uno creería la huella de la muerte violenta: "De cara a lo público, que sea un asesinato es relevante porque forma parte de un conflicto, pero cuando es un familiar tuyo lo que te duele es la ausencia. Lo que quieres es que vuelva".

Sí reconoce una diferencia: la imposibilidad de compartir el dolor que tuvo su familia tras la muerte de su abuelo. "Había un clima social que lo reprimía", explica escuetamente, refiriéndose a la región en 1977. Su familia, cuenta, se había impregnado de ese "clima social". Se hablaba, pero a medias. Ella supo del asesinato de su abuelo por terceros. Nunca lo había hablado francamente con su padre. "No lo hice hasta que el que el libro no estaba terminado. Pensaba que si se lo decía me iba a frenar de escribirlo. Descubrí que se había vivido el miedo o el dolor de forma individual, y lo que hizo la muerte de mi madre fue que por primera vez pudimos compartir todos un dolor", explica.

La memoria familiar (la suya, con una familia ligada a las grandes empresas, bancos y diarios vascos, más aún, pero no únicamente) como memoria política: "En España hay una Guerra Civil que todavía pesa. Y en el País Vasco esto está empezando. El caso de mi abuelo ha aparecido antes porque es de los primeros, pero seguramente pronto aparezcan más, y eso es bueno, muy bueno". Su padre no quiso acompañarla cuando ella quiso ir al alto de Barazar, donde apareció el cadáver de su abuelo. Lo hizo sola. Pero cuenta que hace poco viajó con su padre al campo vasco: "Es curioso... Quizás parece una tontería. Llevo gran parte de mi vida fuera pero siento una identificación extraña con ese paisaje. Es algo casi visceral, supongo".

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