Apreciarás la Policía que tenemos en España si conduciendo por Estados Unidos se te planta detrás un coche con las luces rotativas azules y la sirena y se te acerca un agente con sus gafas de espejo, la mano en la pistola y tienes que esperar con tus manos inmóviles sobre el volante, mirando por el retrovisor, a que el funcionario se te acerque y te hable por la ventanilla. Más te vale mantenerte calladito, sobre todo si eres negro. Valorarás a nuestros agentes si paseando por casi cualquier lugar de América Latina tienes que llamar a uno de los suyos, porque es probable que te pidan algo más que la documentación o den por hecho que tú les reservas unos pesitos por la gestión.

No hace falta irse de viaje, sin embargo: aquí vemos a esos agentes cada día manteniendo la presión ante quienes les escupen, les tiran piedras y les insultan, sea en la calle Ferraz de Madrid, en las inmediaciones del Congreso de los Diputados o ahora en las carreteras y las calles bloqueadas por los tractores.

Bastaría una orden y esos mismos guardias civiles despejarían las carreteras a base de detenciones, pelotas de goma y porrazos. Lo vimos por cierto ante los desórdenes causados en los días del intento de referéndum en Cataluña y luego tras las sentencias del procés, en respuesta a lo que algunos hoy, años después, califican como terrorismo.

Pero tenemos un Gobierno y un ministro del Interior, y un secretario de Estado, y unas policías autonómicas y un ejército, si fuera necesario, que hacen filigranas –de momento con resultados dignísimos– para equilibrar los derechos de los manifestantes con los derechos de los conductores, que también los tienen. No es nada fácil: las represiones de protestas han ocasionado en cientos de ocasiones en todo el mundo males aún mayores, generando indignación en la ciudadanía y revueltas y disturbios más graves. Recuerdo aquellos días de junio de 2008, cuando el entonces ministro de Interior, el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, ante los graves bloqueos de carreteras provocados por la huelga de transportistas, ante la petición de otro miembro del Gobierno de poner orden de inmediato en las carreteras, el siempre sabio ministro vino a decir que los conductores aún no estaban suficientemente cabreados como para disolver a los manifestantes a la fuerza.

Lo que llaman “dogmatismo ambiental” es en realidad la única esperanza que nos queda para no destrozar el planeta y acelerar nuestra extinción. Es eso o confiar en que Elon Musk nos lleve a todos a otro lugar en grandes naves espaciales

En el caso que nos ocupa estos días, el esfuerzo de contención de las autoridades y la paciencia de las ciudadanas y ciudadanos afectados son aún más meritorios si se tiene en cuenta que los cortes de carreteras se han producido en buena parte sin permiso administrativo, con auténticas escaramuzas promovidas fuera del radar de las fuerzas de orden. Los agricultores y los ganaderos, que pretenden meter los tractores en las ciudades, están siendo autorizados a hacerlo de manera contenida para que puedan expresar simbólicamente sus legítimas demandas ante los edificios oficiales. Han terminado por secundarles, por miedo a quedarse fuera de juego, las organizaciones agrarias mayoritarias y convencionales, que son UPA, COAG y ASAJA.

Es interesante que las protestas hayan comenzado justo antes de unas elecciones al Parlamento Europeo, y en mitad de las gallegas, que detrás de las convocatorias iniciales haya estado la ultraderecha y que, de pronto, ayer, por arte de magia, Alberto Núñez Feijóo se haya sumado a la lucha contra el “dogmatismo ambiental”. Eso que él con Santiago Abascal a dúo llama “dogmatismo ambiental” es el resultado del conocimiento científico acopiado durante medio siglo. Es el acervo europeo tradicional que ha permitido que nuestro continente sea un modelo de progreso y de solidaridad entre países y regiones. Eso que ambos, acompañados de los lobbies de las empresas sucias y la extrema derecha mundial llaman “dogmatismo ambiental” es en realidad la única esperanza que nos queda para no destrozar el planeta y acelerar nuestra extinción. Es eso o confiar en que Elon Musk nos lleve a todos a otro lugar en grandes naves espaciales. Algunos millonarios ya han reservado su billete.

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