Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
En un irónico giro de los acontecimientos, el fiscal general del Estado tendrá que abonar diez mil euros al paisano Alberto González Amador. Con esos eurillos, Alberto “Quirón” podría pagar, es un decir, algunas de las cuotas de la hipoteca de 600.000 que acaba de firmar para comprarse el ático dúplex en el que vive con la presidenta de la Comunidad de Madrid, gracias a las envidiables ganancias, todo presunto, que ha obtenido como técnico sanitario, y en concreto gracias a las comisiones que obtiene de sus mediaciones con el principal contratista sanitario de la Comunidad de Madrid, el grupo empresarial que le da el alias en el listín telefónico de Miguel Ángel Rodríguez.
Porque quien se convirtiera, en sus propias palabras, en el “defraudador confeso del Reino de España”, en lugar de suicidarse o marcharse del país, decidió más bien comprarse un piso, a pesar de lo mucho que el fiscal general le había destrozado la vida. Las vueltas de esta historia son muy disparatadas, pero no menos ciertas.
Estamos a la espera de la sentencia que firmarán los cinco magistrados conservadores del Tribunal Supremo y del voto particular que se espera que firmen las dos magistradas progresistas. Yo estoy ansioso por leerla: ¿qué argumentos nos darán esos cuatro señores –Martínez Arrieta, Marchena, del Moral y Berdugo– y la señora Lamena, que contradigan a los periodistas que afirmaron tener el maldito correo del abogado del técnico sanitario antes que el fiscal? ¿Alguien les condenará por falso testimonio? ¿Qué sortilegios utilizarán para probar lo indemostrable? ¿Habrá algún atisbo de vergüenza en el texto? ¿Será la sentencia un homenaje a Cantinflas o más bien al Diablo Cojuelo?
Ese fallo solo puede entenderse, visto lo visto durante el juicio y en el año y medio que llevamos conociendo detalles, por una misión política
Podemos tomarlo a broma, pero de broma solo tiene la apariencia de sainete. Esta sentencia cuyo fallo se ha publicado de manera tan sorprendente como inédita ha sido toda la causa, será un auténtico golpe de Estado difuso. La afrenta de unos jueces conservadores al servicio de su visión política del país y de lo que parece que consideran su misión constitucional. Esos magistrados solo pueden firmar esa sentencia todavía no nacida, desde los mismos presupuestos que informan el comportamiento del juez Peinado, aunque este último resulte mucho más chusquero.
Ya digo que leeremos la sentencia con avidez, pero ese fallo solo puede entenderse, visto lo visto durante el juicio y en el año y medio que llevamos conociendo detalles, por una misión política: los jueces que condenan al fiscal quieren proteger a los suyos, siendo los suyos Ayuso, su novio procesado, el jefe de gabinete que justificó la mentira sin ningún complejo, porque él no es notario, y, por supuesto, Feijóo y el Partido Popular, casa común de todas esas almas. Lo hacen porque lo creen, no lo dudemos. Se creen en la misión de proteger a un ciudadano particular de una operación política liderada como mínimo por el fiscal general, muy probablemente por el propio presidente del Gobierno. Si no, la condena no tendría sentido alguno.
Esto que nos sucede con los jueces últimamente, en este asunto que acaso es el más grave por la absoluta ausencia de pruebas y por la altura del Tribunal que juzga, es la palmaria constatación de una lucha brutal de la derecha más montaraz contra la verdad y contra lo que considera un Gobierno ilegítimo. Ha sucedido en otros momentos de la reciente historia española y solo cabe una respuesta: la resistencia democrática. Si el fiscal general, un hombre honorable y bueno, no se rindió, nadie debe rendirse. Fue ese funcionario bravucón y cínico quien con una gran mentira puso este dislate en marcha y quien acostumbra a amenazar con su vergonzante y macarra advertencia: “pa’lante”, dice. Con la verdad por bandera, nosotros debemos responderles a él y los suyos con otra frase popular: no pasarán.
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