Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Vengo a escribir sabiendo que todo ha sido escrito: ha enmudecido de súbito una parte de lo que una vez fuimos. Fotografías nocturnas y adolescentes en corro en una playa del este del país, cintas de caset regrabadas y tituladas a bolígrafo que pasaban de mochila a mochila, la camiseta negra que se deshacía en su cuello, aquel concierto al que no nos dejaron ir nuestros padres, los buitres que sobrevolaban la carroña. Cómo no vamos a estar nostálgicos de habernos pretendido alguna vez ácratas con los tiempos que corren. O tristes porque se ha detenido una banda sonora que nos amortiguaba y a la vez nos ponía en pie. Canciones que nos decían: volar. Que nos decían: ahora. Contra Dios, contra la norma escrita, contra la sociedad neurotizada. Vaya forma colectiva de llorar por alguien la que tuvimos el miércoles.
Pocas veces.
Le conté a mi hijo cuando se despertó que había muerto Robe. Tiene nueve años, pero sabe bien quién es. Como a tantos, nos ha acompañado en miles de kilómetros de coche y mañanas en casa. Es el único territorio musical común que compartíamos su padre y yo, encontrados en una improbable encrucijada de caminos entre el metal y la trova. Le gusta So payaso; le gusta La vereda de la puerta de atrás, porque le hace reír la irreverencia. Daños controlados en tiempos de control parental. A mí me gustaba más el Robe último, para contrariar a los fanáticos, o más profundamente, porque, aunque me las sabía todas porque las cantamos mil veces desde los quince y me han regañado en serio por maltratarlas con la guitarra sin tener la voz rota, he llegado tarde siempre al nudo y, sobre todo, a la aceptación del desorden. Es el Robe que renace con esa sinfonía en espiral al desamor que es La ley innata. El disco de mi vida.
'La ley innata', la de la carne y el pensamiento propio, puede que fuera la única ley a la que se podía atener un anarquista de la propia anarquía cargado de sinrazones
“Cómo quieres que escriba una canción”.
La ley innata, la de la carne y el pensamiento propio, puede que fuera la única ley a la que se podía atener un anarquista de la propia anarquía cargado de sinrazones. Se la cantó en Madrid entera sin pausa en el primer concierto al que fuimos después de la pandemia. Más de una hora seguida donde una casita de campo daba vueltas proyectada tras ellos. Parecía que fuera esa todas nuestras casas desconfinadas, todos esos salones con el eje torcido, un tiempo a olvidar y el tipo ahí, en medio, con unos faldones hasta el suelo y una camiseta rota, en pie, dando un único mandato: atentos a la vida. Tuvimos que llorar allí mismo la catarsis de reencontrarnos miles de personas bajo un mismo techo.
No sé si les pasa, pero sucede que, a veces, cuando nos cansamos de ser mujeres y hombres, serán cosas de la edad, tengo la sensación de que, en realidad, ya lo sabíamos todo entonces. Cuando estábamos completamente intactos. Cuando podíamos enumerar con una mano nuestras derrotas. Y que, al cruzar ciertos ecuadores, al cargar con una mochila cada vez más pesada, de vez en cuando hacemos un intento por regresar a la médula de lo que una vez fuimos. Mucho antes de que viniera la vida a malearnos y hablarnos de la desconfianza: en lo de dentro, en lo de afuera. Y pienso, por eso, que las letras, que la música, que algunas creaciones, nos conectan con algo primario, burdo a veces, reconocido como golpe juvenil, palabras pobres de la tierra, pero colocadas como una flecha indómita allí donde más nos duele hoy. La línea desde ese pasado hacia nuestro presente se muestra entonces coherente a través de una melodía, de un verso que permanece. No podemos decir eso de cualquiera. Es una autopista de regreso al hueso de nosotros mismos. Y por eso sí sentimos que el miércoles perdimos algo.
¿Qué somos ahora: indios o abogados?
Quién nos va a cantar lo próximo que nos suceda.
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