Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Hace dos años, Lola Larumbe, la capitana de la librería Alberti, ese barco marinero en tierra del barrio de Argüelles, me envió unas fotografías. Los cristales de los escaparates de la librería habían amanecido pintados con esvásticas. No era la primera vez que esos escaparates resistían el envite de las olas del fascismo. Casi cincuenta años antes, en sus primeros tiempos, su anterior dueño, Enrique Lagunero, había tenido que blindar los vidrios de los escaparates para resistir la violencia de aquellos que no asumieron que la libertad había llegado por fin al país. La librería sufrió seis atentados en un año y medio, como los padecieron otras librerías de todo el país. En 1976, dispararon contra su fachada y contra los guardias armados que la custodiaban durante veinticuatro horas.
Qué tienen los libros que tanto han molestado a lo largo de la historia y molestan hoy a aquellos que quieren imponer un pensamiento oscuro. Y qué tienen ellos contra la belleza, contra el conocimiento, contra la empatía y la emoción que generan las páginas de la literatura. Quizá sea porque los libros sí están cargados de futuro. Y de pasado.
De todos mis recuerdos en la librería, que ya son muchos, guardo uno con especial cuidado. Es curioso que sucediera más allá de sus puertas. Fue en el bar Manolo, ese mítico establecimiento de la calle Princesa donde acaban tantas presentaciones y al que dicen que bajaba Pablo Neruda cuando era cónsul en el Madrid republicano y vivía en la vecina Casa de las flores. Qué hacíamos Lola y yo aquel mediodía allí sentadas: nada más y nada menos que contarnos nuestra vida. Tender un hilo entre una autora y una librera y constatar que, más allá de la relación literaria que sea, estamos las personas.
Qué tienen los libros que tanto han molestado en la historia y molestan hoy a quienes quieren imponer un pensamiento oscuro. (...) Quizá sea porque los libros sí están cargados de futuro. Y de pasado
Que se lo digan a mi hijo, que, cuando entra en la librería, busca corriendo a Ana, una de las libreras, y se abraza a ella. Él no sabe todavía que una de las fotos que yo guardo con más cariño de su primera infancia está tomada precisamente allí, entre las mesas de novedades, en brazos de su padre, cuando se acababa de publicar mi primera novela y una tarde nos fuimos a la librería para ver que eso era cierto. Que lo que yo había escrito cuando él estaba todavía en mi tripa, que lo que acabé con él colgado de mi pecho, se había convertido en un libro y habitaba esas estanterías entre las que tantas veces había buscado yo a otras autoras. Entonces, yo no sabía ni cómo se llamaba esa tripulación de gente sonriente y lectora que te recibe cuando traspasas su umbral. O recuerdo también aquellos días terribles de confinamiento en que Laura, a las cinco, les contaba cuentos a los niños y en casa era el acontecimiento de la tarde.
Allí he presentado mis libros, ese momento en el que tienes que hablar sin saber muy bien qué decir porque lo que tenías que contar ya ha sido escrito, allí he recitado con un micrófono versos que nacieron de alguna intimidad, como si estuviera en mi casa, con mi gente, allí vi por última vez a Almudena Grandes, allí la celebramos un tiempo después.
Digo que la Alberti es como un barco varado en tierra, además de por su nombre de poeta, porque como tantas otras librerías de este Madrid que se empeñan en robarnos de la memoria es un lugar desde el que partir y a la vez es una casa a la que siempre sabes cómo llegar. Porque eso son los libros que custodia, su fondo y sus novedades, caminos posibles que recorrer sin movernos, islas habitadas por otras vidas distintas a la nuestra, emocionantes viajes y aventuras que nos transforman para siempre.
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