Vicente Núñez en su pequeño país de las maravillas

Vicente Núñez en una ilustración

Felipe Benítez Reyes

A finales de la década de 1980, Vicente Núñez participó en un acto institucional con José Rodríguez de la Borbolla, por entonces presidente de la Junta de Andalucía. Nada más estrecharle la mano por primera vez, Vicente, como si lo conociera de toda la vida, se animó a la confidencia: “Mira, Pepote, con dolor de mi corazón te lo digo: los vascos están ganándonos la batalla de la nomenclatura”. El presidente, ajeno sin duda hasta entonces a esa extraña disputa interregional, puso cara de interrogación, si no de estupor, ante la esencia misteriosa del asunto: ¿la nomenclatura? “Es muy sencillo: ellos tienen un lehendakari, mientras que tú solo eres presidente, y ahí es donde está el problema. Pero no te preocupes, que he pensado en un título para ti: el mendalerenda de Andalucía”.

Los amigos que estábamos reunidos con él en la terraza de un bar de Sevilla, donde nos contó aquello, rompimos en una carcajada unánime. En el paseo posterior, yo seguía riéndome. Vicente me cogió del brazo y me susurró al oído, como quien confiesa un secreto en principio inconfesable: “Niño, cuando me muera, sé lo que dirán de mí: que el personaje estuvo por encima de su obra. Ese será mi sino”, y se encogió de hombros con un gesto sobreactuado de resignación, aunque me permito sospechar que a él la posteridad le importaba un pito: se conformaba con estar en la vida. Con sus achaques de salud y de sentimiento, con sus descabelladas quimeras amorosas, con su alcoholismo gozoso y sin turbiedades dramáticas, con sus soledades profundas, pero en la vida, ya digo.

Donde estuviese Vicente, la realidad se teatralizaba: todo se convertía en un juego verbal y gestual, en una exhibición de ocurrencias que participaban tanto de la lucidez como del disparate, en una comedia alegre en la que él, como actor estelar, ocultaba sus pesadumbres para que brotase la risa, la alegría. “Que me gusta que se os vean las muelas de tanto reír”, y nos reíamos.

La gran ocasión

Uno de los momentos legendarios de Vicente Núñez como personaje tuvo lugar en Sevilla, en mayo de 1988. La Universidad Internacional Menéndez Pelayo había organizado el Primer Congreso Internacional sobre Luis Cernuda, considerado hoy como uno de los grandes poetas de su tiempo, pero que por aquel entonces estaba ensombrecido –tanto en la estimación académica como en la presencia editorial– por autores como Rafael Alberti y Vicente Aleixandre, e incluso por Gerardo Diego y Jorge Guillén, compañeros suyos de generación, y dicho sea lo de “compañeros” en sentido aproximado, pues el poeta de La realidad y el deseo no era muy partidario de dejarse acompañar en la literatura y mucho menos en la vida. Aquel congreso —conservo el programa de mano– reunió durante varios días, en los salones de los Reales Alcázares, a mucha gente: Octavio Paz, Pablo García Baena, José Luis Cano, Rafael Martínez Nadal, Juan Gil-Albert, Rafael Montesinos, Gabriele Morelli, Jacobo Cortines, Rafael Santos Torroella, Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena, Juan Lamillar, Fernando Ortiz, Luis Maristany, Philip Silver, James Valender y Derek Harris, entre otros.

Yo participaba en una mesa redonda con Vicente Núñez, Andrés Trapiello y José María Capote Benot, hijo de Higinio Capote Porrúa, amigo de juventud de Cernuda. Aquello iba más o menos por el cauce por el que suelen ir las disertaciones filológicas y similares, hasta que Vicente tomó la palabra. Se puso de pie, de medio perfil, se embozó con la solapa de la chaqueta, elevó la mirada al techo y dijo: “Octavio, sé que estás ahí, pero aún no te he mirado”. Octavio Paz estaba en efecto allí, en primera fila, junto a su mujer, Marie-José. Giró Vicente la cabeza como lo hubiese hecho una de sus admiradas divas del cine mudo y clavó sus ojos vivaces y saltones en el mexicano: “Ahora sí. Octavio, qué gran poeta eres… pero Pablo es mejor poeta que tú”, y señaló con un giro artístico del dedo índice a Pablo García Baena, que estaba al otro lado del salón. Octavio Paz puso cara de no saber qué estaba pasando: si el arco o la lira, como quien dice. Las risas se extendieron, tanto las gozosas como las nerviosas, y todo el mundo, tras ese preámbulo, quedó a la espera de un gran entretenimiento. Vicente no decepcionó. El arranque de su perorata exige una transcripción fonética aproximada del modo en que fue nombrando –demoradamente, con largas pausas entre uno y otro, dejando que el eco de las sílabas finales resonase en el inmenso salón– a varios poetas: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Lautréamont, Juan Ramón Jiménez y Cernuda. Más o menos así: “Bodelegegggggggggggg, ooooooh, Veggggleeeeén, eeeeeeh, Gamboooooooooooó, aaaah, Lotremoooooooooón, uuuuuuuuuh, Guan Gamoooooooooooón, iiiiiiiih… Y … Cegnudaaaaa… aaaagggggg”. Todo aquello con una mímica vehemente que hizo que el público rompiese en aplausos y carcajadas. No puedo recordar lo que vino a continuación, pero, a pesar de su afición a la pantomima, en la que alcanzó el rango de virtuoso, no hay que olvidar que, desde muy joven, Vicente fue un crítico literario de tanta finura como perspicacia, hasta el punto de que el propio Cernuda, siempre tan susceptible y puntilloso con respecto a la recepción de su obra, le escribía en una carta fechada en 1956, a propósito de un artículo sobre la poesía del sevillano que Vicente había publicado en el homenaje que le dedicó la revista cordobesa Cántico: “(Esas páginas suyas) me han interesado y sorprendido en extremo; me han interesado y sorprendido más que nada de lo que sobre mí se haya escrito. En verdad no esperaba ya que alguien me comprendiese tan bien y viese en mi trabajo lo que yo creía haber puesto en él”. Vicente, en fin, montó su fiesta gestual y retórica, que todos —o casi todos— disfrutamos, como contrapunto alegre del rigor analítico en que es tradición que se desenvuelvan esos congresos académicos, que para eso están.

Al terminar aquello, Capote Benot andaba escandalizado, repitiendo en los corrillos: “¡Qué desatino, qué disparate!” A Capote lo tuve de profesor en la universidad. Un hombre extremadamente tímido, extremadamente educado y extremadamente minucioso en sus exposiciones y explicaciones docentes. Tenía la particularidad de que llegaba al aula con la vista fija en el suelo y que no miraba a nadie —lo que se dice a nadie, ni siquiera a quien le preguntase algo— durante el tiempo que durara la clase. Sus alumnos nos permitíamos la suposición bromista de que si algún día nos pusiésemos en huelga, Capote daría la clase sin percatarse de estar solo en el aula. Se comentaba que tan grande timidez se debía a su gran secreto. Pero ya he dicho que Capote era un hombre extremadamente educado y, una vez que se le pasó el sofoco por el número histriónico de Vicente, se acercó a él: “¿Se queda usted a cenar con nosotros, don Vicente?” Vicente, crecido sin duda por su éxito, le respondió: “No puedo, me está esperando un taxista para llevarme a dormir en mi cama de caoba y, además, ha venido conmigo este recluta que tiene la polla como una Coca-Cola”, y señaló a un chavalillo de aspecto suburbial —digamos— que estaba, con aire cohibido, a dos pasos del corro. Capote se ruborizó casi hasta el punto de la ignición. “¡Qué hombre este! ¡No tiene remedio! ¡Qué barbaridad!”, y dio la espantada, espantado.

Lo del acompañante joven debía de ser un elemento decorativo, ya que Vicente confesaba tener predilección por los varones maduros, a ser posible casados, lo que, según él, era garantía —al menos hasta cierto punto— de heterosexualidad, porque los homosexuales no le interesaban para enamorarse de ellos: “Conmigo tengo bastante”. Su segundo apellido, por cierto, era Casado, y le gustaba jugar al equívoco con aquella circunstancia: si alguien le preguntaba que si era quien era, decía: “Sí, soy Vicente Núñez… Casado”, dando a entender con la pausa que lo de casado no era su apellido sino su estado civil. “Ah, ¿está usted casado?”, y le respondía, con aquel gesto tan suyo de desolación burlesca: “No, hijo, yo no puedo casarme porque soy más mujer que las mujeres”.

El poeta casi secreto

Tras una estancia en Granada como estudiante, tras vivir varios años en Málaga (“Aquello era el paraíso. Ibas de madrugada a la playa y los guardias civiles eran las alas del amor”, decía, tomándole la imagen de esas alas del amor a Cernuda) y tras pasar unos meses en Madrid, ciudad que acabó angustiándolo, Vicente regresa, en diciembre de 1959, a su pueblo natal, Aguilar de la Frontera, en la provincia de Córdoba, donde vivirá hasta su muerte.

En 1954 había publicado, en edición no venal, Elegía para un amigo muerto y en 1957, tras conseguir un accésit del premio Adonáis, Los días terrestres, un libro que hoy, cuando tantos otros de aquel periodo apenas interesan como materia arqueológica, mantiene su vigencia estética gracias a su excelente factura estilística y a su acertada modulación de ese ramal del modernismo que conocemos como prosaísmo sentimental: evocaciones de infancia, retratos familiares, estampas pueblerinas... Después de aquello, el silencio, su casi completa esfumación del submundillo literario, hasta que en 1980 da a la imprenta, animado por los amigos, uno conjunto titulado Poemas ancestrales, compuesto por lo poco escrito durante esos 23 años. En 1982, publica el que tal vez sea su libro más perdurable, más rotundo, más desgarrador y más perfecto: Ocaso en Poley, por el que le dan el Premio de la Crítica, circunstancia por lo general intrascendente, pero que en su caso le cambió un poco la vida, por lo que contaré...

Hasta entonces, y por decirlo sin rodeos, Vicente era el mariquita del pueblo, rango que incluso en la Andalucía más profunda –en otros sitios no sé– siempre ha sido no solo tolerado, sino también respetado, supongo que en parte porque, gracias a esas raras armonías sociales y morales que se instituyen en las comunidades pequeñas, el homosexual que no se oculta como tal se considera inofensivo, en contraposición a la peligrosidad latente que se le supone al que se esconde en el armario. Un ejemplo: a las visitas solía invitarlas Vicente a almorzar —aunque él no probaba bocado— en una venta de las afueras del pueblo, atendida por aquel entonces por un camarero de buen porte, al que Vicente, mirándolo con embeleso teatral, recitaba, con su voz más cavernosa y suplicante, arrastrando mucho las sílabas, aquellos versos de Bécquer: “Yo soy ardiente, yo soy morena…”, y el apuesto camarero le sonreía con ternura, como diciendo: “Las cosas de don Vicente….”.

Vicente siempre dejaba más ganas de Vicente, por esa fascinación que provocaba su habilidad para fundir la sabiduría con el vuelo loco del pensamiento

Al poco de levantarse, de acicalarse, de colocarse sus sortijas y de resolver algún papeleo o alguna llamada telefónica en aquella habitación de su casa que él denominaba “la salita Gazpachini” —en remedo de la sala Gasparini del Palacio Real—, presidida por un estante con libros y adornada con un aparador isabelino en el que solo guardaba una cosa: un bote de litro de una colonia a granel que ofrecía a los visitantes como la mejor fragancia del mundo; tras esos trámites, según iba diciendo, Vicente se echaba a la calle y se pasaba casi todo el resto del día en el Tuta, “taberna de hombres prehistóricos”, según la tenía catalogada. Allí bebía, allí escribía, allí leía y allí recibía, en medio del griterío de los clientes. “Mira, mira cómo gritan estos bellacos. ¡Qué estruendo bizantino, qué algarabía! Solo se oyen a sí mismos”, y, para demostrar esto último, Vicente se ponía también a gritar: “¡Cabrones, mamarrachos!”, y te decía: “¿Lo ves? Puedes decirles lo que quieras. Solo se oyen a ellos mismos”.

Pues bien: Carmen Romero, profesora de Literatura, casada con Felipe González, que por entonces era el presidente del Gobierno, leyó Ocaso en Poley, le entusiasmó y, alentada por el anecdotario que circulaba en torno al poeta, se plantó un día en el Tuta con todo el preceptivo aparato de escoltas civiles y militares. No hace falta sugerir lo que un acontecimiento de esa envergadura gubernamental supuso en un pueblo sometido a unas rutinas tan invariables como anodinas: la aparición en carne mortal de Santa María del Soterraño, patrona de Aguilar de la Frontera, no hubiese causado más revuelo entre los vecinos. A partir de ese momento, sus paisanos empezaron a sospechar que aquel hombre que vestía con colores llamativos y que lucía medallones y anillos aparatosos era algo más que un ente pintoresco del guiñol municipal, hasta el punto de que el ayuntamiento acordó nombrarlo hijo predilecto. (Contaba él que se cruzó por la calle con una viejecita que le dijo: “Ay, Vicente, qué alegría me ha dado que te hayan hecho niño prodigio”).

Por una cosa o por otra, a Vicente empezaron a invitarlo a actos culturales por toda España. Lo llamaban del Ayuntamiento de Bilbao, pongamos por caso, y le ofrecían dar una lectura de poemas, con gastos pagados y honorarios cuantiosos. Vicente les decía que cómo no, que encantado y honradísimo, pero que había un pequeño inconveniente: que él tenía que dormir en su cama de caoba. Le explicaban que si el acto era a las 8 de la tarde, por ejemplo, resultaba imposible que estuviese esa noche de regreso en su casa. “Ah, pues entonces no va a poder ser”, y declinaba la invitación.

A veces, no obstante, lograba dominar su querencia por la cama de caoba…

Una gira lírica

En 1989, la Junta de Andalucía nos invitó a Vicente, a Francisco Bejarano y a mí a dar una serie de lecturas conjuntas por varios pueblos de Granada y de Jaén. De modo que nos fuimos de gira lírica, con José María de la Flor —por entonces pareja de Bejarano— de piloto.

En Jaén capital, donde pernoctamos durante los días que duró aquello, yendo desde allí a los pueblos que nos asignaron, parábamos en un hostal de aire decimonónico, por no decir otra cosa. Mi habitación era contigua a la de Vicente y, a través del delgado tabique, oía yo, sobrecogido, sus ataques nocturnos de tos y su trajinar continuo en el lavabo, aunque solo durante las primeras horas de la madrugada, ya que se levantaba a eso de las 3 de la mañana y se iba a un barucho cercano, en forma de túnel, aunque con aspecto de círculo del infierno, que frecuentaban los barrenderos y los policías, y allí se tomaba, hasta que amaneciésemos nosotros, unos cuantos cafés y al menos un cóctel de su invención: la lanjarona, consistente en un vaso de tubo lleno hasta el borde de ginebra Larios con el añadido de unas gotas de agua.

La labor poética de Vicente acabó conciliándose con su tardía labor aforística. (A sus aforismos los denominaba sofismas, y con ese título los recopiló en libro). Era tal vez la deriva natural de un pensamiento un tanto insólito que generaba ocurrencias continuas, entre el delirio y el razonamiento, entre el absurdo y la lucidez, entre la broma y la vera. Aquello le vendría de antiguo, supongo, pero recuerdo con precisión que, ante la catedral de Guadix, localidad medio renacentista y medio prehistórica a la que nos llevó aquella gira, Vicente nos anunció que tenía en mente la escritura de unos aforismos que pensaba titular Trumancapotiana. Como primicia de aquel proyecto, se animó a improvisar algunos ante la fachada catedralicia. Los anoté en un cuaderno: “El hastial de la catedral accitana es el penacho de una cama de caoba en bueno”, “Los estípites cumplen funciones”, “Todo aforismo conlleva un principio de disparatamiento mundi”.

Un día de aquellos subimos al castillo de Jaén, convertido en parador nacional, a tomar algo. Del salón de la cafetería arrancaba una escalera muy historiada. “Una escalera regia”, repetía Vicente. Cuando ya nos íbamos, nos dijo: “Un momento, niños, que esa escalera merece que la baje Gloria Swanson”, de modo que subió los peldaños, se lio al cuello su bufanda como si fuese una estola y empezó el descenso imitando a la diva en la escena final de Sunset Boulevard. Los turistas que andaban por allí, casi todos extranjeros, observaron el número entre divertidos y estupefactos. Algunos se animaron a aplaudir tímidamente.

Así era él: un espectáculo perpetuo. Pero no se piense en la figura del histrión cargante y egolátrico, del comediante que vive en la sobreactuación: Vicente siempre dejaba con ganas de más Vicente, por esa fascinación que provocaba su habilidad para fundir la sabiduría con el vuelo loco del pensamiento, el retruécano con la formulación dramática, el chiste sorpresivo con el apotegma revelador. Aparte de eso, nadie más afectuoso y tierno que él, nadie más fervoroso de la amistad, nadie más respetuoso y atento con todo el que se le acercaba, nadie más bondadoso, nadie más partidario, en fin, de repartir alegría, a pesar de que llevaba por dentro mucha pena negra, incluida la de un amor del todo imposible.

Y, por supuesto, más allá de su personaje, imborrable en la memoria de quienes lo trataron, ahí queda su obra, perfecta de forma y revuelta de fondo, reflejo fiel de sí, reflejo de una manera de interpretar la vida desde la lucidez que otorga la certeza de que todo esto no es mucho más, en fin, que un esplendoroso y complicado sinsentido.

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