Los libros

‘El azar y viceversa’, de Felipe Benítez Reyes

'El azar y viceversa', de Felipe Benítez Reyes.

Juan José Téllez

El azar y viceversa

Felipe Benítez ReyesDestinoBarcelona2016

El paso del tiempo, el instinto de supervivencia, la identidad y el tiempo protagonizan El azar y viceversa (Destino), la nueva novela de Felipe Benítez Reyes que venía fraguando desde siete años atrás, con un discurso narrativo que viene a coincidir con la propia geografía vital del autor, la que le lleva de Rota a Cádiz y a Sevilla, como el viaje iniciático que él mismo emprendió en sus días de estudiante y que presumiblemente le ancló a aquel territorio que Fernando Villalón definió de forma lucida pero inexplicablemente controvertida: “El mundo se divide en dos partes, Sevilla y Cádiz”.

“Cádiz –describe brevemente-- era una ciudad estadísticamente pobre, pero la gente tiraba a la basura muchas cosas: butacones y sofás, comedores y dormitorios, percheros y sillas, cómodas y consolas”. O, mucho después: “Sevilla me resultó tan laberíntica como Cádiz, pero de otra manera: menos lineal, más barroca, más inabarcable, más bulliciosa, más exhibicionista y menos homogénea”.

La novela también establece una suerte de carrera de relevos que llevaría desde la picaresca tradicional al Max Estrella de Luces de bohemia, con un cierto acento de novela bizantina, en la que asistimos a la peregrinación vital de su principal personaje, un pelirrojo llamado Antonio Jesús Escribano Rangel. Sus venturas y desventuras transcurren en esos mismos espacios, en etapas históricas que se corresponden, año más o año menos, con las que vivió el propio escritor. Como la vida misma, el relato está trenzado de sonrisas y lágrimas, en clave de comedia o en clave de drama. Asistimos en estas páginas a las idas y venidas de un buscavidas al que vamos a conocer con diferentes nombres: Antoñito, Antonio, el Rányer, Padilla, Jesús o quizá Toni, tal vez un Sigmund Freud pasado por el Lazarillo, como él mismo llega a definirse, aunque encierre también el alma imbatible de los héroes juveniles de Charles Dickens.

Quizá esas duplicidades estriban en que todos encerramos en nuestro fuero interno varias personalidades, sin alcanzar necesariamente el don de la esquizofrenia: “No sé si estará usted de acuerdo conmigo –escribe Felipe Benítez nada más abrir el libro—, pero creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. La mezcla de los tres elementos suele resultar bastante mala, aunque conviene mostrarse optimista y hacerse cuanto antes a la idea de equilibrar de la menor manera posible esa conjugación desconcertante”. Bajo semejante premisa, a lo largo de su aventura biográfica, Antonio como se llame "conocerá los caprichos de la buenaventura y de las adversidades, las quimeras cumplidas y los ensueños malogrados, la deriva y el rumbo”.

Atención a los personajes secundarios, con sus excelentes retratos al natural. Yanquis de la base y tragaldabas diputados autonómicos, comerciantes y camellos, poetas de barra de bar, mujeres religiosas, macarras de Iron Maiden, fugitivos del Grapo, libros Cádiz en la calle Cardenal Zapata –donde la tertulia de Marejada—, Tiresias libertarios que vienen del Hades, el garito donde se celebra a raudales la muerte de Franco; contrabandistas de tabaco de Gibraltar, Grimaldis de origen genovés, gitanos de la cabra o los Bakunin que se llaman Cupido entre cobistas aflamencados que desfilan por un texto que también frecuentan personajes a los que no será difícil identificar con las identidades reales de Rafael de Cózar, con quien tanto seguimos queriendo, Jesús Fernández Palacios, José Ramón Ripoll o Rafael Adolfo Téllez, enfrentado a un poetastro en la nocturnidad y alevosía de La Carbonería sevillana.

En esos tiempos todos que desembocan lógicamente en los de ahora, “llenos de oportunistas disfrazados de redentores”, asistimos a la transfiguración del país y de sus vividores. La política, sin embargo, sólo aparece de refilón, bajo una España en la que persiste el fantasma remoto de la Guerra Civil y una atmósfera gris, a veces claustrofóbica.

Así, el prota nace en una Rota que ya había canjeado como cuesta de cristal los huertos, el melón y la calabaza de Rafael Alberti por los acuerdos bilaterales con Estados Unidos y una base que no sólo fabricaría Polaris y policías navales para la VI Flota, sino música de rock and roll a través de su emisora, güisquerías y licencias de taxi como si Mr. Marshall hubiera venido hasta allí con un taxímetro bajo el brazo:

"(…) Mi padre nunca se sacó el carnet de conducir, pero fantaseaba con comprarse algún día un Dodge Dart de color rojo y tenía recortada la página de una revista en la que se anunciaba un Dodge Dart de color azul. El día en que se lo llevó por delante la leucemia, la casa se nos llenó de allegados y de susurros reverenciales, como si hablasen delante de un dormido. Por falta de experiencia fúnebre, yo no sabía qué hacer, y conservo en la memoria un detalle chocante: el ataúd tenía la misma tonalidad y el mismo brillo que nuestro mueble bar.

Mi madre, Herminia Rangel Riquelme, montó al poco de casarse una mercería a la que bautizó El Dedal de Oro, imagino que para sugerir el prestigio de las cosas que fulguran, pero no pudo resistir la competencia de El Hilo de Holanda y acabó echando el cierre cuando las cuentas sólo podían escribirse en rojo de sangre, igual que los créditos de las películas de vampiros, lo que tuvo como consecuencia el que durante años nuestra casa fuese un almacén de mercadurías inertes, pues abrías cualquier cajón y te lo encontrabas repleto de carretes de hilo, de muestrarios de botonaduras y de alfileres de novia. Poco a poco, aquellos enseres fueron desapareciendo, en parte porque mi madre cosió durante un tiempo para la calle y en parte porque los regalaba a quien se los pidiese, ya que ella fue muy de dar lo que pudiera, incluida ella misma.A los pocos meses del cierre de El Dedal de Oro, el 25 de enero de 1958, en el 3º izquierda del número 14 de la calle Progreso, en Rota, provincia de Cádiz, a las cinco y diez de la madrugada, nací yo, Antonio Jesús Escribano Rangel. En mayo de 1962, mi madre tuvo una niña medio muerta que murió a la edad de cuatro días".

Claro que su progenitora acabará liada con oficiales o soldados de la base y él crecerá a la sombra de un tío detestable que llegará a convertirse naturalmente en concejal, gracias a la fortuna que amasara durante la dictadura. Él comenzará ejerciendo como camarero de la Base pero termina a mitad de camino entre haragán mantenido y postulante a una administración de loterías. Entre el callejero de Cádiz –de Feduchy a Sagasta y el Callejón del Tinte, hasta el Palacio del Moro en Sevilla—, hay muchos bares y muchos motes –El Fiti, tan quiñonesco, El Tunecino, El Seneca— a lo largo de esta novela que sigue a su celebrado Mercado de espejismos, con la que Felipe Benítez ganó el premio Nadal en 2007. Desde entonces, habíamos conocido nuevos relatos, versos, post de Facebook y artículos, o títulos como Cada cual y lo extraño, Las identidades y Vidas improbables.

¿Qué hay de la Rota infantil de Antonio en la Rota del niño Felipe Benítez?: “Con quince años conocíamos a Jimmi Hendrix, Creedence Clearwater, Deep Purple, Led Zeppelin… --escribe este músico de blues—. Después los soldados y los oficiales norteamericanos viajaban con todas sus pertenencias a cuestas, desde los coches a los muebles. Las calles de un pueblo pequeño, pesquero y marinero, se llenaban de Chevrolets, Plymouths… Íbamos al pueblo de al lado y todos los coches nos parecían ridículos. El primer restaurante chino de España se abrió en Rota y había lavanderías como las de las películas. Y después había muchos bares de alterne con camareras que venían desde cualquier lugar del mundo. Era un ambiente muy peculiar en aquella España, abierto pero muy artificial, como de pueblo invadido”.

Sirve Antonio, o como se llame en cada momento de la novela a numerosos monipodios y establece, como brújula vital, su propia ley y su propia trampa, a partir de sus trece años de Rinconete y Cortadillo, una inocencia que empieza a perder entre sinsabores tempranos, porros, tripis y amores de juventud, cuando la vida y la Transición democrática prometían mejores horizontes que los que terminaron logrando: "Cualquier vida –leemos es la historia mal contada de alguien que da tumbos en un laberinto trazado por un demente, sin saber que el demente es él. Cualquier existencia es un acertijo sin solución posible, pues la solución del acertijo es el acertijo mismo".

Premio de la Crítica y Premio Nacional de Literatura, Felipe Benítez Reyes debutó en el ámbito de la novela con Humo (Premio Ateneo de Sevilla en 1995), a la que siguieron La propiedad del paraíso, El novio del mundo y El pensamiento de los monstruos. Su obra poética, desde Paraíso manuscrito, está reunida en el volumen titulado Trama de niebla. Sus libros han sido traducidos y publicados en Francia, Italia, Rusia, Rumania, Portugal y Estados Unidos, pero él sigue residiendo o resistiendo en casa, con el telón de fondo de un Cádiz del que se resiste a huir.

Menesteroso y caradura, así es el perfil de su protagonista. Camaleónico, como los años que le ha tocado vivir, en donde la postmodernidad nos cambió las trenkas por las hombreras y luego, cuando nos creímos ricos de nativitate por los pelotazos pequeños, medianos o gigantescos, cambiamos por la arruga es bella, el diseño y los gastrobares. El azar y viceversa es un claro homenaje al trapicheo, a la economía sumergida que es la principal industria del país. Y lo fue siempre, desde el Imperio en el que no se ponía el sol hasta los días presentes en donde parece que no se ponen nunca las noticias sobre corrupción. A menos garantías sociales, ha declarado, más buscavidas. No hay moralina ni hipocresía al uso: es preferible buscar la vida que la muerte. Si el Estado no protege, el ser humano crea su propia ley.

En estas páginas, el crimen no es de cuello blanco y de picos pardos, el que alentaba detrás de cada fortuna según Honoré de Balzac. Se trata, en todo caso, de delincuentes comunes y corrientes, apenas pícaros con más necesidades que ambiciones. Por esta obra, cruzan sobre todo sobrevivientes que, lejos de los papeles de Panamá, persiguen tan sólo llegar a fin de mes o al fin del día, una epopeya trenzada de la vida misma, desde la utopía a la crisis, mecida toda ella por la chichimona del azar, un dios caprichoso que, a decir de Felipe Beniíez, gobierna nuestras horas.

Como tantos otros coetáneos, el protagonista de El azar y viceversa ha sobrevivido ejerciendo el arte del camuflaje. Hay destellos de heroísmo y la larga sombra del ridículo, tiritando sobre un inexplicable optimismo que Antonio se empeña en exhibir con una vitalidad contagiosa. Esta novela se levanta sin embargo sobre las cenizas de su anecdotario. No es una concatenación de sucedidos, aunque también lo sea. Su magia última se basa en el estilo y en el lenguaje que, en realidad, constituyen el núcleo duro de su contenido y de su continente. De ahí que Felipe Benítez haya tardado varios años en escribirla, sobreponiéndose a la tentación comercial de aprovechar el tirón mediático del Premio Nadal para matricularse en la apetitosa academia de los bestsellers.

Es una obra abierta porque satisface por igual a quienes busquen una historia bien contada y aquellos otros que también intuyan parte de la formidable tramoya literaria que sustenta su argumento: la perspectiva de lo que narra, por ejemplo, cambia en la misma media que muda su narrador. La autobiografía sólo aparece de soslayo, como ráfagas de realidad, o quizá como el deseo de otro yo que esconde Felipe Benítez Reyes en sus silenciosas fantasías personales: “Quien escribe sobre sí mismo –alerta— está levantando, en definitiva, su propia estatua”. El humor, eso sí, es un maquillaje a la tristeza que en el fondo envuelve a toda esta historia, aunque el lector menos avisado quizá no lo note. Detrás de la carcajada, acecha el pensamiento. Detrás de la ironía, alienta una idea. La memoria es un joker. Tengan cuidado. Es un serio aviso.

*Juan José Téllez es escritor. Su último libro es Juan José TéllezPaco de Lucía. El hijo de la portuguesa (Planeta, 2015).

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