Luces Rojas

La culpa también es nuestra

Ramiro Feijoo

“La historia no se repite, pero rima”, decía Mark Twain, aunque en ocasiones la rima es tan fuerte que en efecto parece repetirse. En 1861 Francisco de Paula Canalejas, el tío del más conocido político José Canalejas, aseguraba que “el pueblo… llega a creer que es la política una germanía en que el provecho es el único norte, y en la que se alistan los que, codiciosos de botín o de gloria, buscan ocasiones que puedan contentar su sórdido deseo”. “Esa es la fatal tendencia que han seguido los partidos españoles”, abundaba, “creados por los hechos, no por las ideas, entregados siempre a las faenas de campamento, nunca a las serenas del examen y de la controversia doctrinal, se han atrincherado en su historia propia, formando un campo cerrado dentro del país, creando una política personal de partido”. El prócer de los últimos años de la monarquía de Isabel II redondeaba la idea con numerosas imágenes para ilustrar la dinámica de estas agrupaciones (todavía no eran reconocidos legalmente los partidos): “bandería política”, “islas estériles”, “encastillados”, “ciudadelas”, para destacar el ensimismamiento de unos partidos que se regían por egoísmos personales o de grupo alejados de la realidad y los intereses del país.

Descripciones de este tenor abundan en escritores del siglo XIX y principios del XX, pero lo sobresaliente y clarividente del artículo reside en la segunda parte de su testimonio: “Uno de los males, quizá el principal de nuestros días en España, es la indiferencia en materias políticas… revistiendo cada día caracteres alarmantes… hasta el punto de aconsejar tareas y esfuerzos que detengan el curso de tan gravísima dolencia.” Para encontrar la causa de tal enfermedad, Canalejas se fija certeramente en la poca formación educativa de gran parte de la población decimonónica española (los índices de analfabetismo eran enormes) y, en sus propias palabras, en el “letargo intelectual” y el “menosprecio [de] los problemas que versan sobre el destino humano”. Aunque va más allá y esto es lo interesante. Si esta primera causa hay que señalarla, sitúa la principal en que, dado el comportamiento de los partidos, “a nadie sorprende que el pueblo mire con indiferencia los accidentes ya cómicos ya trágicos de nuestra política”. Es decir, lo que aleja al ciudadano de la política no se debe sólo a la relativa ignorancia del pueblo español, sino sobre todo al espectáculo bochornoso de sus representantes.

No todo queda ahí. El broche de su análisis es el que nos interesa: la indiferencia general es un hecho y “de aquí se originan esos rasgos de audacia, ese menosprecio de la opinión pública, ese continuo osar, que forma las más brillantes páginas de las biografías de nuestros políticos”. Es decir, en lenguaje cotidiano estamos hablando de un círculo vicioso, en lenguaje un poco más científico de un “bucle negativo” y en el decir castizo de una pescadilla que se muerde la cola: la indiferencia popular fomenta los malos hábitos políticos que a su vez fomentan la indiferencia popular. Póngase el huevo o la gallina donde se prefiera, pero el resultado es calamitoso. Los partidos, que a menudo nacen con felices expectativas y en medio de la ilusión de todos, van degenerando y, amparados en la pasividad ciudadana y en su resignación ancestral, inician una espiral de corrupción de sus funciones públicas que pueden llevarles a extremos “cómicos” o “trágicos”, pero igualmente exagerados. ¿Nos suena?

A lo largo de nuestra historia la consecuencia de esta deficiente relación entre el poder y la sociedad civil ha sido la volatilidad política, la carencia de continuidad y la proliferación de momentos de ruptura. Hace poco Santos Juliá nos advertía de la actual tentación rupturista respecto al sistema constitucional de 1978, criticando nuestra ancestral “manía a tejer y destejer”. Pero no se trata de una propiedad de nuestro arrebatado carácter latino. Cuando no existe una sociedad civil fuerte, el poder se siente seguro, se ensimisma, reafirma sus métodos excluyentes, se encastilla y degenera. El statu quo puede mantenerse largo tiempo, sobre todo durante las vacas gordas, pero sólo necesita una chispa, a menudo una crisis económica (la de la década de 1860, la de 1930 o la actual), para que todo salte por los aires, a veces violenta o drásticamente. Entonces la opinión pública, hasta ese momento pasiva, colmada su paciencia, explota y busca sus soluciones fuera y no dentro del sistema. No hay repeticiones exactas durante el siglo XIX y el XX, pero sí una cantinela que suena.

He utilizado la palabra diálogo entre poder y sociedad civil cuando la correcta sería “conflicto”, una lucha a veces enconada pero dentro de unas reglas. Desde una perspectiva liberal, esta lucha es positiva y fructífera, pues limita los excesos del poder y también los de los sectores predominantes de la sociedad y debe entenderse como una pieza clave en la democratización de los países. El equilibrio de poder de cada una de las partes impone límites a los excesos de la otra. Por tanto, no puede existir verdadera democracia sin una sociedad civil fuerte, organizada e informada, porque su inexistencia, como nos señalaba Francisco de Paula Canalejas, conduce a los abusos, al “menosprecio” y a ese “continuo osar”.

La historia de España es la historia de la debilidad de la sociedad civil y de un poder autoritario y excluyente. Son vasos comunicantes. El retraso en la alfabetización y la educación de los ciudadanos ha quedado hace mucho tiempo atrás, pero sin embargo el círculo vicioso del que nos habla Canalejas ha seguido vigente. La sociedad ha continuado viendo al poder como algo ajeno, lejano y espurio, y el poder a la ciudadanía como un sujeto paciente y no agente, y además peligroso, susceptible de arrebatos violentos. En España los índices de afiliación a partidos y a asociaciones voluntarias siguen siendo bajísimos en comparación con países de más tradición democrática. Hoy, sólo alrededor de un tercio de los españoles pertenecen a agrupaciones representativas de la sociedad civil y muchas de ellas habría que encuadrarlas en las de tipo asistencial o de emergencia, y rara vez reivindicativas. Y muchas veces ni siquiera asumen su importancia intrínseca, sino que se consideran mecanismos temporales para dejar paso eventualmente al verdadero garante de los cambios sociales: el Estado.

El contraste es llamativo. Váyase uno a cualquier pueblecito inglés y comprobará cómo el alcalde de turno tendrá mucho cuidado de vérselas de frente con la Asociación Local de Abuelas en Defensa de las Petunias. La pertenencia a una de estas asociaciones ha devenido en estos países un motivo de prestigio social tanto o más importante que la posesión de un coche de gran cilindrada.

Soplones, héroes y buen gobierno

Obsérvese de nuevo el contraste. Lo peor es que, cuando en nuestros lares esta asociación existe, se encuentra con la ignorancia del poder, que las considera incluso peligrosas para la democracia, con lo que el bucle negativo que fomenta la escasa participación y asociación se refuerza. Obsérvese también que hablamos de culturas políticas de hondo arraigo y tradición, de pescadillas que se muerden la cola muy difíciles de romper. Indiferencia: abuso: indiferencia: abuso y finalmente explosión. Hoy España es un país con una inmensa clase media, educada y con una renta considerable, bien diferente de aquella del XIX, y sin embargo no nos encontramos tan lejos del punto de partida.

Espero que se entienda que no estoy cargando sobre nuestras espaldas todo el peso de la degeneración de nuestros partidos. Existen otras muchas razones, pero creo que hemos olvidado demasiado nuestra parte de responsabilidad. Así que mi consejo es que se afilie a cualquier asociación que tenga como objetivo la defensa de un ideal, por pequeño que sea, y que se lo haga sentir al político de turno hasta que a este le truenen los oídos.

Por cierto. Me cuentan que la experiencia paralela a infoLibre en Francia va ya por más de 100.000 suscriptores. En España, los miles se cuentan aún con los dedos de una mano. Infolibre me parece una loable y necesaria empresa de nuestra sociedad civil. Así que ya sabe: si lo suyo no son la petunias, suscríbase. Y luego proteste menos o con más razón.

Más sobre este tema
stats