Cuándo caen los líderes políticos

Una investigación de la Fiscalía que hoy ya es una imputación de su pareja, medias verdades y flagrantes mentiras ante los medios de comunicación, intimidación a periodistas, bulos y maniobras orquestales en la oscuridad para crear una enorme y confusa cortina de humo. No es extraño que la pregunta esté en el aire, ¿va a dimitir Díaz Ayuso? ¿van a cesar a su jefe de Gabinete y mano derecha, el famoso –desde los tiempos de Caiga quien Caiga de Wyoming– MÁR?

Como siempre, depende. Pero no depende de que salgan a la luz, como ya han salido, las amenazas, insultos y bulos contra periodistas. Ni siquiera dependerá de que pueda haber una sentencia condenatoria -si llegara el caso- a la pareja de Ayuso, ni de que quede probado (más aún) que ella se está beneficiando de los resultados de los presuntos delitos fiscales o quién sabe si de algo más. No, la caída de los líderes en estas décadas de democracia en España sólo se han producido cuando sus partidos han retirado el manto protector dejando que se precipitaran al vacío.

Una vez más, se pone de manifiesto el papel central que los partidos políticos tienen en democracia. No sólo agregan intereses y seleccionan a las élites, esas que luego la ciudadanía elige con su voto. También, con su comportamiento, decisiones o miradas hacia otro lado, van conformando el marco de lo que es permisible o no en democracia. Y esto lo hacen unas organizaciones que, como acertadamente señalan Joan Navarro y Jose Antonio Gómez Yañez en Desprivatizar los partidos políticos (Gedisa), están menos reguladas que las comunidades de vecinos.

Una y otra vez, cuando hablamos de fallos o problemas de las democracias occidentales, nos topamos con el mismo muro: el de unos partidos políticos cuyo modelo hace aguas

Una y otra vez, cuando hablamos de fallos o problemas de las democracias occidentales, nos topamos con el mismo muro: el de unos partidos políticos cuyo modelo hace agua, que concitan la confianza de apenas el 7% de la ciudadanía según el último Eurobarómetro, pero sin los que la democracia, hoy, no es posible. De ahí que se estén ensayando nuevos modelos de partido sin que, por el momento, se haya dado con una fórmula más exitosa.

En el caso de Ayuso, la palabra, por tanto, la tienen Feijóo y el resto de la dirección popular, con la imagen de la destitución de Pablo Casado en la retina. No será fácil para ellos, pero dependerá de la correlación de fuerzas internas y de los cálculos electorales. Habrá quien piense que es una lástima que estos elementos tan pedestres pasen por encima de las consideraciones éticas que cualquier organización, y más un partido, debe tener. En efecto, la ejemplaridad debería acompañar siempre a partidos y líderes políticos.

Sin embargo, desde una visión más pragmática y quizá un tanto cínica, no faltan quienes recuerdan que los partidos son maquinarias de ganar elecciones y que sólo si la sociedad muestra un rechazo rotundo a los fenómenos de malas prácticas, corruptelas y corrupción, los partidos elevarán sus estándares éticos para no perder simpatías ni votos. Tampoco les falta razón, dado que existen numerosos ejemplos que demuestran que los casos de corrupción por sí solos raras veces pasan factura electoral notable a quienes los protagonizan.

Una vez más, en lugar de buscar respuestas fáciles que dejen la conciencia tranquila, conviene preguntarse qué hacer y sobre todo, qué debe hacer cada cual. Es demasiado simple buscar chivos expiatorios en los propios políticos –evaluados a bulto–, en los medios de comunicación –sumidos hoy en una evidente crisis esencial y financiera, sobre todo la prensa–, en el sistema educativo –que no nos ha preparado para discernir entre lo bueno y lo malo, lo auténtico y lo falso– o en cualquier otro factor supuestamente exterior y ajeno a la ciudadanía. No, si la ciudadanía no está dispuesta a tolerar estos comportamientos, debe hacerlo saber, y de todas las formas que tiene, la del voto suele ser la más eficaz. 

Pobres criaturas, los partidos políticos, que necesitan mensajes claros, y pobre ciudadanía, que ha de enterarse de lo que pasa, crearse un juicio de valor y actuar en consecuencia, anteponiendo la razón al brilli-brilli de las pop-star. ¡Es lo que tiene la democracia!

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