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Vida y dignidad

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Julen Goñi

Todos los debates, argumentaciones, soflamas, amenazas, etc., que se dan en torno a la eutanasia, de la que el suicidio asistido es una de sus formas, al igual que los cuidados paliativos y la sedación terminal, se reducen a una única cuestión que, curiosamente, se escamotea en la mayoría de los casos: ¿A quién pertenece la vida? El lenguaje tiene trampas escondidas en lo que se denomina la corrección lingüística, que no tienen que ver con lo que Wittgenstein denominó “juegos del lenguaje”, porque estos hacen referencia a los usos diversos de las palabras, usos que son los que le otorgarían significado más allá de lo que las academias y sus miembros afirmen que deben significar, mientras que las trampas son tergiversaciones interesadas para imponer aquellos significados que convienen a quien intenta adoctrinar en su concepción de la realidad. Son muchas las palabras-trampa, la mayoría términos abstractos como verdad, libertad, democracia, bien, felicidad, justicia…o vida, que es de la que nos ocuparemos.

Históricamente, se nos ha hecho creer que existe algo a lo que se llama “vida”, que tendría existencia propia al margen de otras realidades. De esta manipulación, consciente o no, del término, surgen las creencias de que su origen es independiente del resto de la realidad material, y que, por tanto, remite a un ser no material como causa, es decir, a dios, que es lo inmaterial por excelencia. Pero la vida no es una sustancia sino un proceso que forma parte del desarrollo del universo. Es decir, existe el vivir, no la vida.

En consecuencia, “vida” es una palabra equívoca, porque tiene múltiples significados y, por tanto, representa una diversidad de realidades a las que está ineludiblemente unida. No existe la vida como realidad potencial que toma distintas formas al hacerse real, sino que existen diferentes formas de vivir. La economía del lenguaje impone su ley a las mentes humanas que, para ahorrar conceptos y matizaciones que alargarían en exceso la comunicación, “inventa” los términos abstractos que, en sí, carecen de contenido real en la mayoría de los casos.

Si no existe la vida en sí, está claro que tampoco será necesario acudir a entidades ajenas al mundo material que expliquen su origen, porque es en este mundo material donde surgen las distintas formas del vivir. Por lo tanto, y en lo referente a las personas, el hecho de ser vivientes está perfectamente explicado por la biología, que nos aclara cómo ha llegado cada una de las personas al modo particular de existencia viviente.

En concordancia con lo anterior, lo que se llama vida no es algo que se tiene, sino que se es. Al igual que no existe la vida, no existe la persona humana previa a la vida, no hay un ser a la espera de recibir la vida, sino que el ser individual es uno e indivisible con el vivir. Es un ser viviente, no un ser que tiene vida.

¿A quién, entonces, puede pertenecer lo que es inseparable de nuestra existencia como personas? No cabe afirmar que la vida, entendida como el hecho de vivir, no nos pertenece, porque no es algo que tengamos, sino que somos. Si aceptáramos la hipótesis de quienes defienden que la vida (el vivir) no nos pertenece (es igual, para el caso, a quién se la atribuyan: dios o sociedad) estaríamos aceptando el más absoluto de los esclavismos y, en consecuencia, la pérdida total de libertad. En la concepción errónea de la vida como posesión incurren todas las legislaciones que regulan los derechos de las personas. Así, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”) y la Constitución (“Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral…”) nos hablan de la vida como un objeto, no como un proceso, que es lo que es realmente.

A lo dicho hasta ahora, habría que añadir otro significado de “vida” que, a menudo, se utiliza confusamente para argumentar en contra del derecho a morir. Me refiero a la vida entendida como el conjunto de acontecimientos, experiencias, etc., que suceden en el vivir, a lo que va constituyendo nuestra biografía, al contenido de nuestro vivir, en suma. Quienes niegan el derecho a gestionar nuestra existencia, y desean imponernos la obligación de vivir, argumenta que la vida es digna de por sí, y base de cualquier otra dignidad, pero al afirmarlo están manipulando conscientemente el significado de “vida” confundiendo la vida biológica con el contenido de esa vida (la biografía).

Por este motivo, es necesario aclarar el concepto de dignidad, que tanto se utiliza para atacar a quienes defendemos la elección del bien morir. La Declaración de los DDHH y la Constitución reconocen la dignidad intrínseca de la persona, no de la vida de la persona, como falsamente afirman los detractores de la eutanasia. La persona es un ser viviente, pero no sólo es eso. En ella concurren necesidades, sentimientos, pasiones, proyectos, pensamientos, acciones… que la definen y ocurren en su vivir, y que pueden ser dignas porque respetan el libre desarrollo de la persona, o indignas cuando ocurre lo contrario. Y es esta distinción entre el vivir digno e indigno que corresponde a cada cual determinar, la que condicionará la decisión acerca del morir. Es decir, si una persona considera que las circunstancias de su vivir no son dignas, debe ser libre para decidir poner fin a ese vivir o seguir viviendo, siendo tan respetable desde el punto de vista moral una opción como la otra. La dignidad, por tanto, corresponde a la persona, que es indivisible con su vivir, no a una supuesta vida añadida a una supuesta persona.

La indignidad, por tanto, no radica en la defensa de la elección libre del morir, sino de quienes la niegan atribuyéndose una propiedad, la existencia individual, que no les pertenece, llegando incluso a permitir el sufrimiento de quienes desean morir.

Julen Goñi es socio de infoLibre

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