No todos los hombres… pero cualquier hombre

El otro día me ocurrió una cosa que primero me hizo mucha gracia, pero que después me dejó pensando.

Estaba yo charlando con una mujer mayor que yo, nada feminista, que se quejaba de que ahora el feminismo pretenda castigar la memoria de Adolfo Suárez por algo ocurrido hace décadas y que, además, según ella, no es tan importante. Lo que me llamó la atención fue la explicación que me dio para justificar su posición. Me dijo: “¡Los hombres son todos unos salidos! Lo que pasa es que antes sabíamos lidiar con ello”. Me reí, pero luego pensé en que era un all men en toda regla, pero formulado no precisamente por el feminismo. Entonces me di cuenta de que el famoso all men que los machistas achacan a las feministas no es algo que hayamos acuñado nosotras, sino que se trata más bien de un sentido común antiguo y patriarcal transmitido entre mujeres para defenderse y para poder vivir con un determinado estado de cosas. De este “todos los hombres” en el que quizá creían nuestras abuelas nadie ha protestado mientras ha sido transmitido en voz baja y más como justificación del estado de cosas que como protesta. Los hombres son así y no hay nada que hacer al respecto. Es precisamente el feminismo el que al cuestionar que eso deba ser una verdad inmutable ha puesto las bases para que, en adelante, los hombres ya no sean así.

Cuestionar precisamente la impunidad del poder sexual masculino, lo que ha hecho el feminismo, es la única manera de acabar con ese all men. Si ese estado de cosas a mi amiga le parecía normal, las mujeres que venimos detrás hemos hecho de la extensión y de esa impunidad un escándalo. Para los hombres es difícil ver cómo determinados privilegios les están siendo cuestionados o arrebatados, pero, para nosotras, mujeres feministas, es también doloroso comprobar cómo el hecho de ser un hombre progresista, de defender públicamente los derechos de las mujeres, de parecer un hombre igualitario… todo eso no impide que se ejerza y se aproveche esa desigualdad, ese poder sexual del que se dispone como un privilegio al que vemos cuánto les cuesta renunciar.

Lo hemos visto en los papeles de Epstein, pero también en la multitud de grandes y pequeños escándalos, en la multitud de denuncias más o menos públicas de las que vamos teniendo noticia. Estas vienen de todos los ámbitos: de la política, la cultura, la universidad, asociaciones diversas y, por supuesto, aquellos ámbitos menos “iluminados”, donde las mujeres tienen más difícil denunciar porque no hay famosos implicados, ni ellas disponen de ninguna protección, como en el caso Pelicot (que estos días ya ha encontrado réplicas en Gran Bretaña o Alemania). A estas alturas no nos hacemos ilusiones. El marido de Pelicot era, según ella, un buen marido. Así que si en la generación de mi amiga se decía que eran todos los hombres, que todos eran así, nosotras ya no pensamos que sean todos, pero sabemos que puede ser cualquiera, no importa lo que haya hecho o dicho. Y eso resulta especialmente perturbador.

Con los casos que están saliendo a la luz, que siempre han estado ahí, lo que se pone de manifiesto es que los hombres siguen utilizándonos como objeto de intercambio entre ellos, como mediación para repartirse cualquier clase de poder y dinero. Sabemos desde Levy Strauss y luego Gayle Rubin que la civilización se levanta sobre un pacto para repartirse a las mujeres y ejercer el poder a través de la cosificación femenina. El poder incluye siempre el poder sexual y en muchas ocasiones es a través de ese poder sexual cómo se establecen lazos duraderos que trascienden el ámbito de la sexualidad y alcanzan cualquier ámbito de la vida social. Lo que estamos comprobando es que esto no es un sistema mítico en vías de desaparición, sino que está vivo, aunque sí esté siendo atacado; que no es algo individual, sino estructural. De ahí que mi amiga pueda pensar que, en realidad, las cosas son así, siempre han sido así.

Los archivos de Epstein no sólo muestran una red de pederastia y abusos sexuales, sino también una red de negocios multimillonarios, una red de poder e influencia cuya denuncia pública define esta época

Hemos visto cómo a través del uso de las mujeres Epstein construye una red de contactos y complicidades que incluye a hombres de cualquier ideología y de cualquier origen social o cultural (todos ricos, eso sí, todos poderosos). Y todos ellos, inteligentes o idiotas, progresistas o reaccionarios, se sienten cómodos en ese ambiente y seguros en el secreto mutuo. Ninguno de ellos se cuidó de ser fotografiado con chicas en el regazo. Les vemos sonriendo a la cámara, abrazados a niñas. A ninguno de ellos le desagrada, no ya el uso explotador de las mujeres, sino siquiera estar en el mismo club que otros hombres de los que ideológica y públicamente parecían estar en las antípodas. 

Los archivos de Epstein no sólo muestran una red de pederastia y abusos sexuales, sino también una red de negocios multimillonarios, una red de poder e influencia cuya denuncia pública define esta época.  No importa que no todos los hombres que andaban por ahí fueran pederastas. Es evidente que todos ellos buscaban la cercanía del poder y que el poder sexual estaba muy presente en aquellas casas, en aquellas fiestas… tuvieron que ver algo, saber algo, imaginar algo, pero a ninguno de ellos aquello les pareció ni denunciable ni asqueroso. En el club de Epstein no hay mujeres más allá de aquellas que son usadas, intercambiadas o que trabajan de alguna manera para el club masculino. Ahí nos encontramos a políticos de cualquier ideología, al bueno de Chomsky, al muy aparentemente serio y filántropo Bill Gates junto al rijoso Clinton, o al que fue un modelo de cierta intelectualidad y premio Príncipe de Asturias, Woody Allen. Es como si a través del uso de mujeres y de ese reparto de poder, todas las diferencias se diluyeran en una masculinidad común, mucho más fuerte que cualquier posición ideológica. Habitando esa masculinidad que los iguala, todos ellos pasan a ser simplemente hombres que usan a mujeres, hombres que hacen uso de un privilegio inmemorial y que ninguno de ellos ha tenido el valor de cuestionarse íntimamente. 

Cuando otros hombres iguales a estos, esta vez no ricos, acudieron a violar a Giselle Pelicot lo hicieron confiados en que ningún otro hombre de los muchos que sabían lo que pasaba los iba a denunciar. No denunciaron ni siquiera aquellos que finalmente no la violaron. Ahora se ha conocido en Gran Bretaña un caso parecido al de Giselle Pelicot y aparecerán más. Hemos sabido también de chats donde decenas, cientos o miles de hombres exponen fotos de sus parejas o familiares, incluso hijas; donde intercambian literalmente a sus mujeres. Y todos ellos confían en la protección que proporciona ese mutuo intercambio: yo subo la foto de mi hija, pero tú miras.

Los hombres nos miran como a cosas, como a posesiones intercambiables que sirven para forjar vínculos entre ellos. Y, según mi amiga, así son todos y así es el mundo. Lo que ha ocurrido en que nosotras nos hemos negado a seguir ocupando ese lugar de la mercancía que se intercambia y se usa. Y hemos empezado a mirarnos a nosotras mismas, unas a otras y a los hombres también. Cuando hablamos de un cambio de mirada sobre la violencia sexual queremos decir que ahora nosotras también miramos, que hemos hecho valer esta mirada. Estamos haciendo algo revolucionario: nosotras estamos mirando a los hombres, y ellos no aguantan bien esta mirada. 

Así que, en contra de aquello de lo que nos acusan los machistas, somos nosotras, las feministas, las que hemos abierto la puerta a la idea de que no son todos los hombres. Precisamente, es el feminismo el que cuestiona y planta cara a ese saber antiguo y a ese estado de cosas. Sabemos que no son todos aunque puede ser cualquiera. Pero también sabemos que nada de esto es inevitable, que podemos cambiar las cosas. 

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Beatriz Gimeno es exdirectora del Instituto de las Mujeres.

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