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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Qué ven mis ojos

Hay algo oculto detrás de los que se esconden

Benjamín Prado

“No llegarás muy lejos saltando de uno a otro clavo ardiendo”.

Siempre hay algo detrás, un motivo, una ganancia o un doble fondo. Aparte de los errores, la desidia y la gestión política nefasta que lo ha multiplicado hasta extremos insufribles, tras el drama de las residencias geriátricas hay un desprecio social generalizado hacia los mayores, la idea apenas disimulada de que quien deja de producir se convierte en una carga, en un obstáculo en el camino hacia la prosperidad. Tras el auge de la ultraderecha se oculta el intento de evitar a toda costa que una izquierda contraria a los abusos del neoliberalismo llegue al poder, o si ya lo ha hecho, de desalojarla de él por las buenas o por las malas, no tanto por razones ideológicas como económicas. Tras las prisas por iniciar el curso escolar, aunque sea evidente que no se cumplen al cien por cien las condiciones para hacerlo de la forma más segura posible, está también otra costumbre arraigada, que es la de usar los colegios como residencias paralelas de las y los niños, algo que en muchos casos es la única alternativa de conciliación al alcance de sus padres. Si se piensa dos veces, se comprenderá que nada de eso son soluciones, sino recursos, parches, clavos ardiendo. Ni los asilos, aunque se les ponga un nombre más bonito, ni las aulas, deben ser aparcamientos.

Podríamos seguir casi hasta el infinito con los ejemplos y con cada uno la cosa empeoraría: tras las primeras recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud acerca del uso de mascarillas, que en aquel momento no consideraba imprescindible y llegaron a decir que era peligroso porque causaba una “falsa seguridad”, estaba el hecho de que no había suficientes, nada más que eso, y en cuanto se fabricaron, cambió el discurso y pasaron de innecesarias a obligatorias. Tras la incoherencia que supone que los trenes o los aviones puedan ir llenos y los teatros o salas de conciertos deban estar medio vacíos, no hay otra cosa que intereses comerciales. Y podríamos seguir con los ejemplos, casi hasta el infinito.

Pero el caso es que las cifras, que también son manipulables como las palabras pero que no tienen sinónimos y, por lo tanto, resultan más difíciles de enmascarar, nos dicen que no nos fiemos, que no bajemos la guardia en lo que se refiere al problema que más nos preocupa actualmente, la pandemia letal que asola el mundo y la crisis que la acompaña y que ha dejado a millones de personas con el agua al cuello. Sobre todo, a las de siempre, como evidencia que en los barrios del sur de Madrid el impacto de la segunda ola del coronavirus sea muy superior, a todos los niveles, que en los barrios más acomodados de la capital. Decían que el mal no entendía de clases sociales, pero parece que ya se lo han explicado. Y nosotros sí que entendemos de cifras y comprobamos una y otra vez que no se ajustan a lo que en el caso de Díaz Ayuso, sin ir más lejos, publicita pero no cumple. Su último canto de sirena es anunciar que invertirá ochenta millones de euros en mejorar la atención primaria. Sería justicia poética, dado que fue su partido el que la desarboló con su cruzada privatizadora. Pero sería raro que esta vez sí llevara a cabo lo que dice, porque su forma de moverse es saltar de un clavo ardiendo a otro para salir de los callejones sin salida en los que se mete. Ahora es la anunciada huelga de los médicos lo que debe de preocuparla, y el recurso es el habitual: hoy los ambulatorios están colapsados, pero mañana los salvaremos.

Lo que dicen los números es que las promesas esta vez tampoco se han cumplido. Aquí hubo una catástrofe en las residencias geriátricas que ha propiciado uno de los mayores escándalos de la historia de nuestra democracia y resulta que con la llegada del otoño esos centros afrontan lo que se les viene encima con un quince por ciento menos de personal. Ni los han fortalecido, ni mucho menos hay indicio alguno de que los vayan a medicalizar tal y como anunciaron: las promesas también se las llevó el viento, y eso no hay quien lo entienda. Tampoco es tolerable que en Madrid, por seguir con el mismo ejemplo, que desde luego no es el único aunque sea el más llamativo, se fuesen a contratar once mil profesores y se haya contratado, de momento, a menos de cuatrocientos. Ni tampoco que los ayuntamientos se hayan negado a usar sus remanentes para la lucha contra el virus y esa derrota del Gobierno se haya celebrado con un alborozo. ¿Tienen mejores planes y más urgentes para ese dinero? Ni tampoco que para un regreso con garantías a las aulas no se les haya ocurrido otra iniciativa que cargar sobre uno de los profesores, como si no tuvieran ya bastante, la responsabilidad de ser coordinadores-covid, algo para lo que no tienen preparación ni tiempo. ¿No sería más lógico que lo hiciese una o un enfermero? Lo que pasa es que con ellos pasa lo que pasó antes con las mascarillas o los respiradores: no hay, tal vez porque el ataque a la Sanidad pública ha sido de tal calibre que muchos habrán desistido de seguir esa profesión y otros se han marchado a buscarse la vida al extranjero. Si algo ha dejado claro esta tragedia es que el sistema no funciona bien y hay que mejorarlo, algo que no se conseguirá repitiendo las mismas fórmulas que lo han llevado al borde del colapso.

El reto al que nos enfrentamos es ese, conseguir un cambio de modelo, lo que implica a su vez uno de actitud y de mentalidad, porque con la ecuación del neoliberalismo no nos salen las cuentas. El huracán nos ha puesto en nuestro sitio, pero hay quien aún no se ha dado cuenta. Esperemos que la ciudadanía sí haya tomado nota de lo que ha hecho y hace cada cual en estos tiempos que invitaban a la generosidad, a la solidaridad, a la colaboración y a las banderas blancas, no al egoísmo. Pero algunos, cuando tienen que elegir entre lo que deben hacer y lo que creen que les beneficia, apuestan por sus intereses. Caiga quien caiga y sin querer darse cuenta de que, por ese camino, al final caeremos todos. Es otra vez la conjura de los necios, sólo que en esta ocasión no tiene gracia.

Menos mal que, de momento, no han conseguido que también nos tapemos los ojos, para así no ver lo que hacen y deshacen, porque ahora es el momento de vigilar. Se echarán las culpas unos a otros, pero los descubriremos, al menos quienes estén dispuestos a no dejarse cegar por la niebla de los manipuladores. Tratarán de escurrir el bulto y de lavarse las manos, pero quedará mancha. Siempre hay algo oculto detrás de los que se esconden.

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