Menos partidismo, más política

Javier Franzé

¿Y si la desafección ciudadana no proviniera sólo de la conducta de los partidos, sino de que sus discursos son prácticamente los únicos que se escuchan? Mayoritariamente, los medios hegemónicos no hacen más que repetir los discursos partidarios. A lo sumo, convocan a políticos y/o tertulianos que responden a distintas formaciones, mostrando así lo que entienden por “pluralismo”.

Ha quedado patente, una vez más, con la votación en el Congreso de la Ley de Reforma Laboral. De un lado, “pucherazo”, y del otro, “voluntad democrática”. Sin matices, sin dilemas. La forma de proceder es calcada: la justificación del propio interés es recubierta de neutralidad con el uso a beneficio de inventario de la técnica jurídica (en este caso, los reglamentos de la cámara). Y la conclusión es siempre igual: que no había realmente ningún problema, que el presunto brete se podría haber resuelto sin pagar ningún precio, pero que ha sido la voluntad del Otro (partido) la que lo ha impedido debido, claro, a su maldad intrínseca. 

Quienes afirman que se adulteró el resultado de la votación deberían explicar por qué permitir que se vuelva a emitir un sufragio que se dice equivocado resulta inocuo para la misma soberanía nacional que buscan defender. Del mismo modo, quienes defienden la no repetición deberían explicar que el precio de mantener una votación que no refleja la voluntad del votante vale la pena en pos de proteger la soberanía nacional de, por ejemplo, futuras y calculadas deformaciones de la misma en virtud de la posibilidad que otorgaría repetir una votación.

La clave es que al no haber decisión política exenta de precios, hay que elegir cuál se pagará. En ese sentido, casi lo de menos es cuál se elija. Pero alguien tiene que mostrar que todos pagan precios porque todos deciden. Esto ayudaría incluso a ver al otro como par y no como un monstruo inhumano.

La infantilización de la discusión pública, cuyo síntoma es la construcción permanente de buenos y malos, deriva de la lógica de la competencia, que con la literalidad del “dato” (sea numérico o técnico) aplana todo matiz, pliegue, contradicción. No está bien ni mal que esa lógica competitiva determine la dialéctica entre partidos y dirigentes, al fin rivales en busca de un mismo objetivo, los votos y los puestos de gobierno. Porque no se le puede exigir a ningún competidor que le advierta a su audiencia que antes de apoyarlo debería atender a su contendiente, comparar y reflexionar cuál propuesta es la mejor para sus intereses. Esto sólo ocurre en las publicidades de jabón para la ropa, y porque todas dicen conocer el resultado de antemano. Por eso lo muestran victoriosas.

Un auténtico análisis político debe mostrar justamente qué valor se ha resignado para conseguir otro que también se proponía alcanzar. Y entender esa cuenta, por más rechazo que cause

La lógica del discurso de cualquier contendiente es no mostrar sus defectos. Esto también tiene su razón, no se debe a una voluntad de engaño: como su pretensión es conquistar voluntades, no busca analizar lo ocurrido, sino mostrar que “los hechos” le dan la razón, y así reforzar a sus seguidores y conquistar otros nuevos. El discurso partidario no describe nada, no está para eso, sino que busca seducir, dotarse de fuerza para el presente y el futuro. Pero hete aquí que la lógica de la política —como la de toda decisión vital— es que siempre se paga un precio. Es decir, no hay acciones impolutas, completas, redondas en términos de fines. Eso sólo ocurre en la perinola de vez en cuando. Aunque bien mirado, el beneficiado con el “Toma todo” seguramente ha dejado parte de sus nervios en el camino. En política más bien siempre sale el “Todos pierden”. 

Un auténtico análisis político debe mostrar justamente qué valor se ha resignado para conseguir otro que también se proponía alcanzar. Y entender esa cuenta, por más rechazo que cause. En ese sopesar costes y beneficios está el corazón de cualquier actor político, pues define no sólo su capacidad de comprender el escenario, sino su modo de afrontar los problemas: el sentido de la responsabilidad, que en absoluto está reñido con la audacia, pero tampoco es temeridad. El problema, justamente, es que no se puede saber con exactitud dónde está, ni cómo resultará. Por eso es clave entender dónde lo colocó el que decide y analizar el resultado de esa apuesta.

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Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid

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