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Sobre los “míos” y los “nuestros”

José Manuel Rambla

El debate sobre las identidades no es nuevo. En los duros años del franquismo, Gabriel Celaya ya gritaba en versos que “nosotros somos quien somos/¡Basta de historia y de cuentos!”. El poeta reafirmaba así una identidad compartida proyectada al futuro, frente a las miradas rancias de quienes justificaban un presente injusto con sus loas a un pasado inexistente. Cervantes, por su parte, hizo proclamar con orgullo a su personaje: “Yo sé quién soy (…), y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama”.

Si Celaya defiende una voluntad colectiva para decidir quiénes somos, Cervantes reivindica la libertad del individuo para elegir su propia identidad: Alonso Quijano, en última instancia, puede ser Don Quijote o quien decida ser. Ambos, en cualquier caso, ponen de manifiesto que toda identidad, colectiva o individual, se realiza siempre en relación al otro o los otros. Entramos así en los escurridizos territorios del conflictivo. De qué perspectiva adopte esa relación dependerá que su resolución sea enriquecedora para todos o, por el contrario, degenere en la subordinación de una identidad por otra. Porque no es lo mismo que unas identidades se construyan frente a otras, junto a otras o contra otras.

Aunque el tema viene de lejos, fue a finales de los años 60 del pasado siglo cuando ganó un protagonismo que hoy es incuestionable. La centralidad de la clase será interpelada por la desestructuración social del capitalismo posindustrial y por la irrupción de nuevos movimientos como el ecologismo, el feminismo, el LGTBI o el antirracismo que reclamaban su protagonismo político. En unos casos, todo ello ha permitido enriquecer nuestro conocimiento de las estructuras de poder. Pero en otros, se limitó a sepultar apresuradamente el conflicto de clases mientras se producía la mayor concentración de la riqueza de la historia y se entronizaba un yoísmo que se rendía a un mercado incapaz de atender necesidades pero hábil en despertar deseos. Un mercado voraz, pero, eso sí, listo para vendernos identidades a la carta.

Si desde el punto de vista teórico esta realidad ha dado pie a interesantes discusiones, en el plano de la política está siendo mucho más simplista, especialmente desde que esta dejó de concebirse como construcción colectiva de la res publica para presentarse como mera estrategia de comunicación. En la práctica, el problema se ha reducido a menudo a tener bien identificados y controlados a los “míos” a costa de ignorar o relegar a un plano secundario a los “nuestros”.

En la práctica, el problema se ha reducido a menudo a tener bien identificados y controlados a los “míos” a costa de ignorar o relegar a un plano secundario a los “nuestros”

Esta dicotomía se lleva con cierta fluidez en el espectro conservador, especialmente tras la irrupción de la Nueva Derecha. Puede haber desajustes, claro, como en Francia, donde su sistema presidencialista permite un “nosotros” de republicanismo, cada vez más deprimido, frente al empuje del Frente Nacional. Pero, por lo común, el diálogo entre las diferentes identidades de la derecha, liberal e iliberal, tiende a ser natural: lo hemos visto en la Italia de Meloni, Berlusconi y Salvini; en el temerario liderazgo tory del Brexit o, especialmente, en la facilidad con que el trumpismo ha polinizado el Partido Republicano norteamericano. También en España esos vínculos resultan amables desde la mítica foto de Colón que certificaba los múltiples vasos comunicantes entre los “míos” y los “nuestros” compartidos por la derecha española.

Más complicado es el panorama entre las izquierdas. Sánchez-Cuenca ya explicó en su día cómo la “superioridad moral”, esa especial sensibilidad ante las injusticias y su compromiso con el advenimiento de una nueva sociedad justa marcada por la historia, marcó en gran medida la perenne inclinación de la izquierda al conflicto, la ruptura y las escisiones. Ello conducía a una paradoja aberrante: el amor a la Humanidad situaba a los “nuestros” bajo continua sospecha; la discrepancia, la disidencia, no eran sentidas como pluralidad sino como traición a la conquista de una justicia social que solo los “míos” defendían. La consecuencia a veces ha sido trágica. En España, por ejemplo, los “nuestros” solo parecían existir en las cárceles, ante los paredones o en las cunetas.

Hoy, la revolución hace tiempo que dejó de ser presentida a la vuelta de la esquina. Sin embargo, las fuerzas centrífugas que jibarizan a los “nuestros” hasta reducirlos a los estrechos márgenes de los “míos”, siguen operando. Incluso entre movimientos progresistas relativamente nuevos como el feminismo, cuya fragmentación en los últimos tiempos parece adquirir dimensiones abismales. También en las estériles polémicas que algunos sectores de la izquierda con voluntad transformadora están promoviendo en torno a la construcción de proyectos y sus liderazgos. Solo que hoy las tensiones parecen estar más marcadas por estrategias comunicativas y tácticas cortoplacistas que por ingenuo idealismo.

De cómo se superen estas tendencias dependerá la capacidad de la izquierda para construir alternativas. O lo que es lo mismo, dependerá, en última instancia, el país donde viviremos en las próximas décadas. Pero esa capacidad transformadora no se gestará analizando sondeos demoscópicos, imponiendo cuotas de poder orgánico o atrincherándose en vacíos idealismos. Para hacerla posible será imprescindible recuperar aquella vieja premisa básica del marxismo que exigía partir de la realidad. Y esa realidad, nos guste o no, viene marcada por el aumento de las desigualdades, el incremento de la pobreza, el ascenso de la ultraderecha, la debilidad de contrapoderes. Es mucho lo que está en juego y, en este contexto, complejo y difícil, la izquierda tendrá que ir más allá de esos “míos” y ensanchar el campo de unos “nuestros” que no pueden ser vistos como un conglomerado de incómodos compañeros de viaje, sino como una voluntad común de construir futuro. Ahí deben caber muchos: incluso los Doce Pares de Francia y aun los nueve de la Fama. Solo si lo consigue seremos capaces de volver gritar que nosotros somos quien somos. Y que ya basta de historias y cuentos.

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José Manuel Rambla es periodista

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