Plaza Pública

El virus en los partidos y la pandemia populista

Foto de archivo del Asalto al Capitolio.

Gaspar Llamazares

El segundo impeachment ha puesto en evidencia que lo ocurrido en el asalto al Capitolio ha sido mucho más grave de lo que se quiso ver en su momento. Las imágenes presentadas por la acusación sobre el asalto al Capitolio, con el discurso en off del entonces presidente Trump, así lo demuestran.

El pretendido discurso de Trump ese día fue en realidad una arenga militar para el asalto violento al símbolo de la democracia americana, pero fue ante todo la culminación del intento más grave de subversión del resultado electoral y con él de liquidación de la democracia.

Un intento que comenzó al minuto siguiente de la asunción de la presidencia y que ha contaminado la política interna e incluso las relaciones exteriores primero con el objetivo de destruir al adversario y finalmente para preparar la deslegitimación de cualquier resultado electoral que no fuese la ratificación de la continuidad del presidente en ejercicio.

La indiferencia actual de buena parte del partido republicano ante hechos tan graves muestra hasta qué punto el trumpismo o lo que es lo mismo: el modelo de populismo autoritario, ha calado en la sociedad, en la democracia norteamericana y en sus instituciones hasta el límite de haber estado a punto de doblegarlas.

En el origen de este golpe postmoderno se encuentra el modelo populista de partido político abducido por el candidato y luego presidente Trump, que ejerce el monopolio de la interlocución con la masa de los electores y que además tiene el poder absoluto de quitar y poner candidatos a cambio de una lealtad sin fisuras, a la antigua manera de un señor feudal con su corte y sus vasallos.

Un partido personalísimo, rodeado de una corte de cargos públicos, que se protegen corporativamente en torno al jefe, y que se atribuye la representación de todo un pueblo. Un pueblo manipulado y agitado con sus mentiras contra la otra parte de los norteamericanos, los inmigrantes y los y las diferentes.

Este proceso de deterioro y degradación de la democracia, desde el mismo seno de los partidos, como ha ocurrido en el partido republicano, es lo que explica la indiferencia política y moral de buena parte de los congresistas ante un juicio con unos cargos gravísimos y unas pruebas aplastantes. Nada importa que desde entonces se haya producido una sangría de electores en varios estados de tradición republicana más moderada. La afiliación, la militancia, al igual que los electores, que hasta hace bien poco eran la base del partido, hace ya tiempo que no tienen ningún papel en el drama, sustituidos por el enjambre de las redes sociales. Por otro lado, la memoria y la tradición republicanas serán pues tan solo el disfraz para maquillar de honorabilidad el hybris del movimiento autoritario.

La salida, si no hay un desmarque de última hora del partido republicano con respecto al jefe Trump para comenzar a regenerar el partido, será solo la incógnita de la posible creación de un nuevo partido de la derecha moderada, aunque el grueso de su estructura institucional actual se mantendrá en manos de Trump y de su proyecto de subversión de la democracia. La enfermedad se mantiene, aunque haya una nueva variante. Trump no es pues el único agente patógeno con cuya desaparición puede llegar la curación.

Pero ni Trump ni el partido republicano han estado solos en esta deriva autoritaria con destino final totalitario, sino que han contado con el respaldo y la complicidad del poder legislativo en el primer impeachment y a lo largo de los años de la presidencia, y lógicamente de una parte del poder económico y de la prensa extremista: el origen plutocrático de Trump, algunos de los cuales hoy lo repudian.

Al final, las instituciones democráticas fueron las que aguantaron el pulso y eso salvó este primer envite, a pesar de que el poder presidencial intentó, desde su inicio y hasta el final de la presidencia, poner a su servicio a los servicios de inteligencia y en los últimos tiempos a la guardia nacional con motivo de las movilizaciones de black livesblack lives mater e incluso coqueteando con el recurso in extremis al Tribunal Supremo y al ejército para imponer el fraude electoral.

Lo cierto es que la dialéctica de pesos y contrapesos, la división de poderes e incluso el propio sistema electoral de la federación al final funcionaron correctamente e impidieron el desastre, pero al mismo tiempo mostraron una fragilidad que hasta hoy era desconocida.

Por eso, junto a las medidas para doblegar la pandemia y para recuperar la economía, entre las prioridades de la nueva presidencia demócrata de los EE. UU. no se puede eludir la regeneración de la democracia, que incluso va más allá de un programa presidencial.

Resulta ineludible que la presidencia de Biden tenga que blindar la democracia frente a unos enemigos que se han mostrado dispuestos a destruirla desde dentro. Con el refuerzo de las instituciones y los derechos sociales en primer lugar, pero también reconstruyendo la democracia interna en el seno de los partidos, así como la cultura cívica democrática en la sociedad civil que ha sido el caldo de cultivo de la hidra autoritaria.

Pero la regeneración y el refuerzo de la democracia no es algo que afecte hoy a un solo país, por mucho que siga siendo por ahora el más poderoso de la tierra. El reto es global, y concierne a cada país por separado y al mundo y sus instituciones multilaterales en su conjunto. En Europa a nosotros nos concierne como españoles y también como ciudadanos de la Unión Europea.

Los acontecimientos más recientes como el Brexit, los nuevos gobiernos populistas y los independentismos, son retropías que así lo demuestran. En nuestro caso, la aparición de Vox en los parlamentos y su influencia en gobiernos autonómicos de la derecha ha culminado el periodo populista que se originó al calor de la crisis económica y con la indignación del 15M.

Desde entonces, el personalismo público y el corporativismo interno se han convertido en la carta de naturaleza de los nuevos partidos y también, con su integración en la corriente populista, de buena parte de los partidos tradicionales.

De nuevo el presidente o secretario general y candidato es el que monopoliza la interlocución con la masa de los electores, el que posee el poder casi absoluto en la dirección y por tanto en el diseño del procedimiento de primarias y de los propuestos en el resto de las candidaturas, también a cambio de una lealtad sin fisuras, tal y como un señor feudal con sus vasallos y cortesanos. Ya no hay órganos de dirección de partido, hay cortes. Por eso la capacidad de encaje que muestra la base militante y social ante flagrantes incongruencias de los dirigentes tanto en la vida pública como en la privada. Los comportamientos que en otros son censurables de forma absoluta son silenciados o justificados entre los nuestros, merced al pensamiento populista y corporativo de trinchera que se ha instalado en la militancia, pero también en la base social. Esta es una de las principales manifestaciones de la patología populista en las organizaciones políticas.

De ahí se deriva la polarización política, nuestros problemas para la gobernanza y el cierre de filas frente al veneno de la corrupción política. Una degeneración suicida de la democracia en los partidos y su repercusión en la política y las instituciones de nuestro tiempo.

En definitiva, como en los EE. UU., en Europa también tenemos la prioridad del reto de la lucha contra la pandemia, y junto a él, la reconstrucción económica y la cohesión social.

También aquí es prioritaria la regeneración en el funcionamiento de las instituciones democráticas y la efectiva división y equilibrio de poderes, junto al papel crítico y al tiempo la responsabilidad con la verdad de los medios de comunicación y las redes sociales.

Dicha regeneración hace ineludible la recuperación de la democracia interna en el seno de los partidos políticos que se ha visto devaluada con el populismo hasta límites insospechados, haciéndolos irreconocibles en su papel como instrumento vital de la democracia, tanto en la derecha como en la izquierda. Algo similar debiera ocurrir para revitalizar la llamada virtud cívica del compromiso y la responsabilidad ciudadana, sin las que no hay vitalidad democrática.

Ética y estética del vacunar

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Por último, así como la degeneración del pensamiento populista no se produce de forma plural, sino que se diseña desde el vértice, también es imprescindible abordar la renovación del pensamiento político. El contra ejemplo reciente es la crítica a las carencias de la democracia representativa como idea que nace del perfeccionismo democrático (Sartori). Sería otra de las manifestaciones de la enfermedad populista. Hay otros que hablan de normalidad democrática al mismo tiempo que pretenden controlar a jueces, medios y disidentes dentro de los partidos. También incluso quienes denuestan las campañas electorales utilizando los mismos argumentos que Putin. Es la expresión de la voluntad populista frente a la posibilidad del diálogo y el acuerdo de la democrática.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa

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