Buzón de Voz

Unas cuantas dudas sobre el ciberdebate

Juro que lo he intentado. Me coloqué los auriculares y seguí atentamente todo el desarrollo del “histórico” primer debate digital entre Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias más un atril vacío y delatador. Y no niego la evidencia de que sus protagonistas y el formato decidido por El País aportaron un aire actual, moderno, distinto a los encasillamientos insufribles de esos debates que ya sólo gustan o interesan a Rajoy y sus mariachis. El cambio está (también) aquí. Pero disculpen que no me sume a esta ola de entusiasmo más o menos colectivo. Lo que yo vi fue un debate sobrado de artificio y postureo que contrasta con una realidad marmórea. Me explico (o al menos eso pretendo).

– Es cierto que el perdedor más claro del debate seguramente ha sido el ausente Mariano Rajoy. Quedó en evidencia que vive en otro tiempo y en otra galaxia, y que su concepto de democracia es tan actual como el humor de Fernando Esteso. ¿Pero alguien imagina cómo le habría ido a Rajoy ocupando ese atril? Aunque hubiera estado mudo, sin tener que entender su letra, de cuerpo presente ya habría facilitado una imagen letal, lo más parecido al suegro antipático y gruñón de los otros tres. Desde el punto de vista puramente electoral (no de higiene democrática), los asesores de Rajoy quizás no se equivoquen tanto al concluir que su jefe tenía allí mucho que perder y poco o nada que ganar. A estas alturas del calendario, Rajoy no puede desperdiciar una sola oportunidad de no equivocarse. Para amortiguar la imagen del plasma y la cobardía, acudirá este sábado (por primera vez) a La Sexta Noche para responder las preguntas de ciudadanos diversos.

Es cierto que si hubo otro perdedor, siempre partiendo de las expectativas creadas, fue Albert Rivera. Porque llegaba al debate llevado en volandas por el aire triunfal de la demoscopia. Los últimos sondeos sitúan a Ciudadanos prácticamente empatado con PP y PSOE. La última encuesta publicada por el periódico anfitrión del debate coloca a Rivera a una décima de la victoria. Y es lo que tienen las grandes expectativas, que suelen estar ahí para defraudarlas. Pese a su corbata presidencial y ese gesto serio de responsabilidad de Estado, Rivera no logró rematar su propósito de aparecer como el Adolfo Suárez del siglo XXI. Pedro Sánchez hizo lo posible para demostrar que Rivera es “de derechas” e Iglesias no perdió la oportunidad de matizar que Rivera es más bien “de lo que haga falta”. Admitido todo esto, conviene no olvidar que la ausencia de Rajoy (sin contar siquiera con la delegación de Soraya Sáenz de Santamaría, como ocurrirá en el debate del próximo lunes en Atresmedia) dejaba libre y expedito para Rivera todo el espectro del centro y la derecha. Era más importante no meter la pata que machacar a los adversarios. Y Rivera apenas patinó.

Es cierto que Pedro Sánchez era quien tenía todas las de perder. Le tocó por sorteo estar en el centro, lo cual visibilizó aún más una pinza que viene de lejos. A su izquierda, Pablo Iglesias atizaba al binomio PP-PSOE y explicitaba su interés en cautivar a “los socialistas de corazón”. A su derecha, Albert Rivera también golpeaba al pack PSOE-PP y hacía esfuerzos por cautivar con su discurso a los votantes socialistas más preocupados por el bolsillo. Lo tenía Sánchez francamente crudo, porque corría además el riesgo de, en su defensa, tener que justificar también al fantasma del ausente, lo cual habría encabronado a socialistas de corazón y a filosocialistas del bolsillo. Con esas expectativas, el candidato del PSOE se apoyó en parte de la herencia recibida. Sacó pecho de las políticas sociales ejecutadas por los gobiernos del PSOE y citó a Zapatero con un orgullo desconocido en Sánchez. Reivindicó la Ley de Dependencia, la de Igualdad, la sanidad universal, el derecho al aborto… y por ahí hasta dibujar un perfil que dejara a Rivera como “derechista disfrazado de centro” y a Iglesias como “izquierdista que quiere hacer en 2015 lo que nosotros ya hicimos en los ochenta”. Sánchez iba a recibir palos a diestra y siniestra y se dedicó a repartir a los dos lados para venderse a sí mismo como “el cambio con experiencia”.

Es cierto que Pablo Iglesias afrontaba el doble reto de superar la debilidad que mostró ante Rivera en el programa de Évole y a la vez confrontar con Pedro Sánchez capacidad y propuestas que convenzan a parte del electorado socialista que Podemos necesita para, si no asaltar los cielos, al menos tomar posiciones en el Purgatorio. Con Rivera ya había hecho el rodaje el pasado viernes en la Universidad Carlos III; con Sánchez, se esforzó en ocupar el espacio de “la verdadera izquierda” y en remarcar la diferencia entre “lo que dice el PSOE en la oposición y lo que hace cuando gobierna”, un punto que Iglesias exprime con tanta insistencia como Rivera. Se recreó el líder de Podemos en el reproche al PSOE por sus favores a las elites económicas y por las puertas giratorias utilizadas por decenas de sus dirigentes, aunque concretó ejemplos erróneos al citar a Trinidad Jiménez (que no está en Telefónica, por ahora) o al no actualizar la renuncia de Felipe González a Gas Natural (“por aburrimiento”). Del mismo modo que la ausencia de Rajoy dejaba terreno a Rivera por la derecha, la ausencia (por no haber sido invitado) de Alberto Garzón en el debate facilitaba a Iglesias la representación de toda la franja a la izquierda del PSOE. Si alguien compara el discurso de Iglesias en la noche del lunes con el de la Asamblea de Vistalegre hace poco más de un año, se asombrará de la evolución desde la ruptura a la reforma, desde el rechazo al “régimen del 78” al “orgullo por lo que consiguieron nuestros abuelos”.

Es cierto que el debate fue ágil, entretenido, a ratos interesante en la contraposición de propuestas económicas, fiscales, sobre el modelo territorial, sobre el terrorismo yihadista o sobre medidas contra la corrupción. Pero a uno le sorprende que a estas alturas se destaque como elogio que apenas leían papeles, que se sabían los programas (salvo algún que otro error no grave) o que demostraron posibilidades de acuerdos en asuntos trascendentes como la Educación, la Sanidad, la reforma del Senado, la ley electoral o algunas reformas constitucionales… De hecho los tres defienden blindar en la Constitución los derechos sociales. Si después del 15-M y de tres años de funerales por la “vieja política” aún nos sorprende que los candidatos hagan propuestas concretas o estén dispuestos a reformar un sistema agonizante es que ni nosotros mismos nos creemos la urgente necesidad del “cambio”.

Catalá tilda de “cierta intolerancia” que no se aceptara la presencia de Santamaría en el debate de 'El País'

Catalá tilda de “cierta intolerancia” que no se aceptara la presencia de Sáenz de Santamaría en el debate de 'El País'

¿Y por qué uno no se suma al entusiasmo colectivo tras un debate calificado de “vivo”, “espontáneo”, “abierto”, “escaparate de una nueva era”? Pues porque, siendo más o menos cierto todo eso, sigue percibiéndose un problema serio de credibilidad. Vivimos tiempos no ya líquidos sino catódicos. Tiempos espectaculares en los que el descubrimiento político del Mediterráneo es fagocitado a las dos horas por el descubrimiento político del Atlántico. Tiempos en los que un espectador atento sospecha que en cada bloque de contenidos del ciberdebate había tanto o más artificio que sinceridad o solvencia argumental; más necesidad de contentar a un sector de votantes potenciales que de hilvanar una hoja de ruta para España, aun a costa de no convencer nunca a parte de los propios votantes. Tiempos en los que se intuye que desde la política se confunde al “pueblo” con el “público”. No se explica de otro modo que los tres rostros y voces de la “nueva política” cayeran en el cansino y nauseabundo “¡y tú más!” al abordar el bloque sobre corrupción. A dos semanas y media del 20D, no se trata sólo de elegir entre vieja y nueva política, sino sobre todo entre buena y mala política.

Uno no se suma al entusiasmo porque cree que lo más decepcionante no es que Rajoy rechazara estar en este ciberdebate o que envíe a Soraya Sáenz de Santamaría al debate siguiente y sólo acepte “lo que siempre se ha hecho”, es decir un cara a cara con el (por ahora) jefe de la oposición. Lo más decepcionante es que a la misma hora del ciberdebate, Rajoy presumía en Tele5 de haber sido "muy duro" con la corrupción. Lo más decepcionante es que no hayan sido Sánchez, Rivera, Iglesias… quienes se negaran a debatir con Rajoy mientras este no asuma su responsabilidad política en el caso Bárcenas y en los obstáculos que desde el PP han torpedeado la investigación de la corrupción.

Este ciberdebate, cuyo público no es exactamente el electorado del 20D sino un espectro muy concreto del mismo, ha sido un hito muy interesante en la comunicación política. Pero será fagocitado por el interés que suscite el siguiente espectáculo programado. Mientras tanto, la marmórea realidad aparecía, también a la misma hora, en El Intermedio de La Sexta, en el rostro y en la voz de Aurelia, madre de un dependiente.

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