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El fisco episcopal

Rouco Varela

Juan G. Bedoya

Antes que los datos, la teoría. Los obispos, que saben latín, hacen campaña cada año por estas fechas para excitar a sus fieles a marcar una equis (X) confesional en las declaraciones de la renta (IRPF). Es el fisco episcopal. En el Imperio romano, el fisco (fiscus, en latín) era un canasto en el que se separaba, de los impuestos generales para los gastos públicos, la parte destinada a pagar los fastos del emperador, su familia y su corte. A esa porción se la conocía como el fiscus imperial. Hoy, aquel cesto ha derivado en vocablos como carga fiscal o fiscalidad.   

El imaginario popular suele decir que el dinero es muy católico. Los obispos no se esfuerzan por desmentirlo. La Iglesia de los pobres, como suele presentarse, tiene una pobreza millonaria. Unas veces son escándalos en un llamado Banco del Vaticano; otras, los lujosos áticos que habitan cardenales (Tarcisio Bertone en Roma; Antonio María Rouco en Madrid); otras, imágenes de un electricista que cuenta, para quedárselos, fajos de billetes de 500 euros guardados en cofres en la catedral de Santiago de Compostela con la misma desidia (“clamorosa desidia”, sentenció un juez) con que se custodiaba el Códice Calixtino, también afanado por el operario.  

Los obispos habitan en palacios y no se recatan en pugnar por dinero ante las autoridades del Estado, cada año, con millonarias campañas de publicidad (cuatro millones de euros este año) para aumentar sus ingresos a costa del erario público. El papa Francisco ha clamado que duele ver a un obispo con el último modelo de coche. “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres! San Pedro no tenía cuenta en el banco. Tenemos que ser coherentes con la pobreza. Es una gran incongruencia que el primer interés de una institución parroquial o educativa sea el dinero”, proclamó poco después de acceder al pontificado, hace tres años, ante 6.000 seminaristas y novicias reunidos en el Vaticano.

“¡Hagan lío!”, ha pedido a sus obispos. En España, el lío se arma en torno a los privilegios de su Iglesia, que no paran de jalearse desde varios frentes, unas veces por la enseñanza del catolicismo en las escuelas con profesores elegidos por los obispos, pero pagados por el Estado (sus salarios suman 600 millones por curso y enseñan religión y moral católica con el mismo rango que las matemáticas); o por miles de inmatriculaciones a su nombre de bienes que hasta entonces eran del pueblo.

“La religión es un negocio muy rentable”, sostiene Europa Laica, la organización que combate en primera línea la opacidad de las finanzas del catolicismo. Sus dirigentes, Francisco Delgado y Juan José Picó, han presentaron el pasado abril el Dossier 2016 lamentando que los datos de la asignación fiscal en favor de la Iglesia católica “sean comunicados a la opinión pública a través de la Conferencia Episcopal y no por la Agencia Tributaria, que es quien debería hacerlo, como responsable del erario público”. Añaden: “La Constitución proclama que 'ninguna confesión tendrá carácter estatal', pero 38 años después las relaciones del Estado con la Iglesia católica no sólo siguen con la misma orientación que durante el franquismo, sino que en el terreno económico se ha producido un incremento considerable a su favor. A través de estas casillas se están detrayendo 250 millones para la Iglesia católica y otros 280 para fines sociales, de los cuales unos 100 millones van a organizaciones de la citada iglesia”.

Europa Laica cifra en 11.000 millones el dinero que la Iglesia católica recibe del Estado. No son el producto de unos privilegios, sino simples derechos, replican los obispos. Se justifican con los cinco acuerdos concordados entre España y el Vaticano en 1976 y 1979. Cuando varios partidos, quizás mayoría ahora en el Congreso, proponen la revisión o supresión de esos acuerdos, los obispos se sobresaltan. Atribuyen esas posiciones a un anticlericalismo trasnochado, incluso se sienten perseguidos. “Quieren acabar con la Iglesia, quieren expulsar a Dios de las escuelas”,  claman, como si Dios ya no tuviera el poder de estar en todas partes, como dice la doctrina.

Para hacer el recuento de los dineros que la Iglesia católica recibe del Estado hay que acudir, como poco, a una treintena de ventanillas públicas (se tiene suerte si en la inmensa mayoría solo replican con un 'vuelva usted mañana'). La conclusión es que la Iglesia, como organización económica, es un ciempiés. La Conferencia Episcopal Española (CEE) está obligada a justificar cada año ante el Gobierno en qué gasta los 250,56 millones detraídos del IRPF por Hacienda en 2015. Lo hace de forma tan dispersa que hay que emplear decenas de horas para obtener una aproximación a la realidad. No basta con la llamada Memoria Justificativa de Actividades que la CEE entrega a los medios de comunicación (en sus 30 páginas se detalla hasta el número de comuniones que imparten sus 22.833 parroquias, pero no lo que invierten, por ejemplo, en la televisión católica). Hay que rebuscar en las 10.000 páginas depositadas en varios tomos en el Ministerio de Justicia, previa petición a través del portal de transparencia, y desbrozar los gastos que se pagan con lo obtenido por el IRPF, frente a los que se justifican con otras subvenciones públicas.

De toda esa información se deduce que, en contra de lo que se afirma en la propaganda episcopal –la mayor parte va a Cáritas y a otras organizaciones de fines sociales, dicen-, el grueso de ese dinero se destina a pagar la estructura de la CEE, el culto y el clero (salarios de obispos y sacerdotes), o a financiar las facultades eclesiásticas. También salen de ese canasto seis millones para la televisión 13TV; 162.522 euros para campañas contra el aborto; cien mil para beatificar a mártires de la guerra civil, y una gruesa partida genérica para  “actividades pastorales nacionales” (7,7 millones).

“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, dijo el fundador cristiano, según sus biógrafos. Es la posición que impulsó el concilio Vaticano II. En España debió suponer el fin del nacionalcatolicismo. No fue posible. Como dice un teólogo, “España es hoy un Estado aconfesional con querida”. Si el Estado se proclama aconfesional en su Constitución, no puede pagar los salarios de curas y obispos, ni financiar la enseñanza del catolicismo (pura catequesis) en las escuelas, sin desmentir el mandato constitucional.

La Iglesia romana ya no es un poder fáctico en España, como solía decirse, pero sí una poderosísima potencia económica, cultural, educativa e incluso inmobiliaria, por delante, con creces, de cualquier otra organización, si exceptuamos, como es lógico, al Estado. Pero es el Estado, a través de sus administraciones central, autonómica, provincial y municipal, quien sostiene la mayoría de esos bienes y servicios mediante los presupuestos de varios ministerios: Educación, Cultura, Defensa, Sanidad, Trabajo y Asuntos Sociales. También de las consejerías equivalentes de los gobiernos autónomos.

Un paraíso fiscal completo

Es en el campo de la asistencia social y de la caridad, y en el sector de la enseñanza, donde las organizaciones católicas reciben más dinero del Estado, en torno a 6.900 millones. Por ejemplo, el Ministerio de Educación y las respectivas consejerías autonómicas sostienen el sistema de conciertos escolares (2.601 colegios católicos, 1.441.753 alumnos y 123.229 trabajadores), con algo más de 4.300 millones.

Otra fuente de gasto de gran envergadura a cargo del Estado son los hospitales (68), ambulatorios (57) y guarderías (264); las casas de ancianos, inválidos o disminuidos psíquicos (801); los orfanatos o centros especiales de reeducación (325) y “otros centros de caridad y sociales” (717). El Estado paga también la nómina de los capellanes hospitalarios (510 a tiempo completo y 297 a tiempo parcial), de los capellanes penitenciarios (130), más los sueldos de los capellanes castrenses, a cuyo frente está un arzobispo elegido por el rey y que ostenta el grado de general de División. Total, otros 50 millones de euros.  

Capítulo aparte son las subvenciones o ayudas directas a la Iglesia para mantener su ingente patrimonio artístico e inmobiliario: 280 museos, 130 catedrales o colegiatas con cabildo y 865 monasterios. La partida asciende a 600 millones. En ocasiones, el Estado ha pagado incluso la construcción de templos. Es el caso de la Comunidad y el Ayuntamiento madrileños, que ayudaron en 1997 con unos 750 millones de pesetas (124,5 millones de euros) a la finalización de la catedral de La Almudena.

La privilegiada relación de la Iglesia católica con el Estado culmina en el campo de la fiscalidad, donde disfruta de un paraíso fiscal casi completo: está exenta del impuesto de bienes inmuebles (IBI), de sociedades, de transmisiones, de actos jurídicos documentados… Cuando se hace la suma global de lo que aporta, aquí y allá, el Estado a las arcas católicas, nadie puede calcular lo que habría que añadir por esa situación paradisiaca. Algunos expertos señalan por alto: 2.000 millones más. En cambio, la Conferencia Episcopal insiste en que sus 35.000 entidades con personalidad jurídica ahorran al Estado en torno a 30.000 millones. “Cada euro que se invierte en la Iglesia rinde como 2,35 euros en su servicio equivalente en el mercado”, afirma el vicesecretario de Asuntos Económicos de la CEE y presidente de la cadena de radios COPE, Fernando Giménez Barriocanal.

La geografía religiosa española, batida por fuertes corrientes de secularización, indica que algo más de la mitad de los españoles (el 52%) se declara católico practicante, de éstos sólo el 15% de forma activa. Otro 32% se dice católico no practicante, y entre un 15% y un 20% se proclama no religioso, agnóstico o ateo. El 2% practica otra religión. Estas cifras saltan hacia arriba en las encuestas realizadas por la propia Iglesia católica, pero los hechos son testarudos: sólo el 40% de los españoles cita la religión como influyente en sus decisiones. Se va perfilando, así, un nuevo tipo de católico por libre, según la terminología del sociólogo Juan González-Anleo.

La consecuencia es que baja el número de católicos que va a misa o que se confiesa regularmente (el 76% que dice haberse confesado semanalmente en su infancia afirma ahora, el 73%, no hacerlo nunca o casi nunca), y muy pocos cumplen las normas dictadas por los prelados en materia moral. Así, el 71% está en desacuerdo con la Iglesia por condenar los métodos anticonceptivos; el 64% la critica por rechazar el divorcio e incluso un 53% no está de acuerdo en que el papa condene el aborto. La consecuencia es que apenas el 35% asigna a la Iglesia la cuota correspondiente del IRPF.

Algunas verdades que mienten

“Tu X es mi fuerza”, dice la propaganda episcopal, que se expone como publicidad en los principales medios de comunicación. Contiene mensajes muy diversos, pero dos son constantes. Dice el primero: “Hay gente que piensa que el Estado financia a la Iglesia. No es así. No hay ninguna asignación en los Presupuestos del Estado para el sostenimiento de la Iglesia. Con la modificación del sistema de asignación tributaria, la Iglesia recibe el 0,7% de los impuestos de aquellos que marcan la casilla en su declaración de la renta. Es como si el Estado cogiera el dinero con una mano y, respetando la voluntad de los contribuyentes, lo diera a la Iglesia con la otra. Las otras fuentes de ingresos son colectas, donaciones, legados y un largo etcétera. Por lo tanto, la Iglesia no se financia a través del Estado. Son los cristianos los que, sin ningún tipo de obligación, aportan lo que buenamente pueden”. El segundo mensaje propagandístico afirma que “la Iglesia no tiene ningún régimen fiscal especial distinto a otras instituciones o único para ella”.

Son verdades que mienten. No es verdad que esos ingresos de la Conferencia Episcopal, en una de cuyas cuentas corrientes ingresa Hacienda este año 250,56 millones, repartidos en 12 mensualidades, procedan del bolsillo fiscal de los católicos. El católico no paga impuestos para su Iglesia. Lo que hace en su IRPF es pedir a Hacienda que un 0,7% de su cuota se entregue al episcopado. Es decir, no paga ni una peseta más al fisco que ateos, protestantes, musulmanes, judíos o mormones. Curiosamente, esta es la idea fuerza en la publicidad episcopal: “Ni pagas más, ni te devuelven menos”. Ellos mismos se desmienten.

Importantes teólogos y numerosas organizaciones de base (Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, foro de curas, redes cristianas, iglesias populares y otras...) abominan de ese sistema de financiación, en línea con la idea del papa Francisco de vivir en una iglesia pobre para los pobres. “Los Acuerdos de 1979 consagran para la Iglesia católica numerosos privilegios, lesionan seriamente los derechos de españoles que tienen otras creencias u  otras convicciones filosóficas, y lastran de forma grave el genuino sentido del cristianismo, a través del contradictorio proceder de la Iglesia católica, motivo de escándalo para muchos”, escribieron en el año 2014 al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, reclamando poner fin “al actual sistema de sumisión de la Iglesia católica ante el Estado”.

Tampoco es cierto que las demás religiones tengan el mismo sistema fiscal, los mismos privilegios, que la romana. Peor aún, lo tienen prohibido en los acuerdos firmados con el Estado por los protestantes, los judíos y los musulmanes, tres de las seis confesiones consideradas de “notorio arraigo” (las otras son Testigos de Jehová, budistas y mormones). Reciben dinero de Hacienda (1,2 millones a repartir), pero en forma de subvenciones para proyectos educativos, culturales o de integración social, con la prohibición de destinar ese dinero a salarios de clérigos o a culto.

Esta situación de privilegio fiscal de los obispos ha sido subrayada por la Audiencia Nacional en una sentencia de 25 de mayo de 2015, en un pleito por vulneración de derechos fundamentales planteado por la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE) contra la Agencia Tributaria. El citado organismo del Ministerio de Hacienda había denegado abrir a los fieles de FEREDE la posibilidad de colocar también en el impreso de su IRPF la equis correspondiente, para asignar el 0,7% de su cuota fiscal a su religión. La Audiencia Nacional sentenció que tal privilegio es exclusivo de la Iglesia católica “en virtud de los acuerdos entre el Estado español y el Estado de la Santa Sede”.

Cuando la CEE negoció con el Gobierno de Felipe González a partir de 1983 el sistema de la equis en el IRPF, los obispos acordaron que sería provisional, a la espera de encontrar ellos mismos el modo de autofinanciarse, de acuerdo con lo firmado en el Acuerdo sobre Asuntos Económico de 1979, tan generoso como el muy beneficioso Concordato de 1953, cuando la dictadura franquista proclamaba que la Iglesia católica era la única religión verdadera de la nación y una “sociedad perfecta”.  Dice el Acuerdo de 1979, en el artículo 2.4: “La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”.

El fracaso del impuesto religioso

De aquel compromiso no queda nada, a causa del antológico fracaso del llamado impuesto religioso. Los obispos pensaron entonces que, si un 95% de los españoles son católicos, según sus datos, buena parte de los contribuyentes marcaría la equis en el IRPF en favor de su Iglesia. Nunca lo hicieron más del 35%, con la particularidad de que es en las regiones más ricas donde los porcentajes se derrumban por debajo del 20%. Son, por ejemplo, los casos de Cataluña y del País Vasco, frente a porcentajes muy por encima del 40% en Andalucía o Castilla-La Mancha. Se trata de la “proverbial tacañería del católico español para con su Iglesia”, constata el historiador William J. Callahan, un experto en el tema.  

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Los obispos bebieron muchos años del cáliz de la decepción fiscal, sobre todo porque cada año Hacienda les aportaba fondos complementarios mediante una llamada “dotación” (la dote, como novias en tiempos caducos). La experiencia de décadas les decía que nunca lograrían la comprometida autofinanciación, pero ni siquiera un sustento adecuado con el sistema pactado en 1988. Así que pidieron dos cosas, que los gobiernos de Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar no aceptaron. Reclamaron elevar la cuota en el IRPF de sus fieles un 37% (del 0,52% al redondo 0,7%), para incrementar la recaudación hasta los 250 millones, más o menos (de sus estadísticas, observadas durante años, obtenían la certeza de esas cifras), y que se les liberase del compromiso de autofinanciarse.

Zapatero, hasta entonces acusado por los prelados de peligroso anticlerical laicista, accedió.  Peor aún. Aquel Gobierno socialista, además de liberar a los prelados de aquella promesa legal y de incrementarles el privilegio fiscal ese 37%, acordó la reforma mediante un simple “canje de notas” entre el Ministerio de Exteriores y la Nunciatura (Embajada) del Vaticano en Madrid. Firmaron sendas notas el ministro Miguel Ángel Moratinos y el nuncio del momento, el arzobispo (hoy cardenal) Manuel Monteiro de Castro. En cambio, los Acuerdos con el Estado vaticano tienen rango de ley orgánica. Tan fructífero gesto para con los obispos no libró al presidente Rodríguez Zapatero de las acusaciones de laicista y anticlerical. Como dice el poeta, les dio un pedazo y se lo tomaron entero.

*Juan G. Bedoya es periodista especializado en información religiosa.Juan G. Bedoya

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