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Elena y Sonia

Una piscina de bolas, un castillo hinchable, un bar para las familias y la merienda. En la planta superior del único centro comercial de la ciudad se celebran ahora los cumpleaños infantiles. Todo está organizado: puedes tomarte una cerveza de espaldas a los juegos, podrías si fueras capaz. Un escenario así es un valioso expositor antropológico de los niños y niñas, pero también de quienes los crían. Hay pequeños que en cinco minutos ya se han hecho sangre, pequeños que salen enteros de milagro y pequeños que agarran un panda de peluche y la gozan sin exponer al microinfarto al adulto que les acompaña. Hay adultos que están dentro encima de sus hijos, adultos que miran desde la barrera pero no dejan de mirar y adultos que se desprenden durante esas horas, que son cuatro. 

Era nuestra primera vez y estuve por supuesto varios días antes imaginando escenarios. Pensé que sería incapaz de alejarme y supe que no podría perderlo de vista. Mi hijo de tres años me salvó de mí misma: enseguida se fue para las bolas de colores y siguió discurriendo por los espacios más inofensivos sin soltar un panda de peluche. Contemplé una vez más que somos un poco la misma persona: iba a disfrutar de todo lo que ese lugar ofrecía hasta que apagaran las luces, pero sin tomar el mínimo riesgo. Mi hijo no me iba a necesitar: ahora tenía que decidir qué hacer con esas cuatro horas además de tenerlo en la mira. 

Yo no había estado nunca en un cumpleaños de niños de tres y cuatro años. Cuando era pequeña, los cumples no empezaban hasta los siete u ocho y eran distintos. En las fotos del primero que yo celebré, en la planta baja de ese mismo centro comercial, no hay padres ni madres más que la mía detrás de la cámara. No éramos una clase entera, sino unos diez. Hay un niño y una niña vestidos de domingo, los demás están en chándal, que parece más apropiado para el juego de tubos que se ve a la derecha. El niño y la niña somos mi vecino y yo: nuestras familias venían del pueblo y en el pueblo eso era una fiesta de guardar. Tenemos una foto todos con la estatua de Ronald McDonald: en los noventa de provincias aquel lugar era algo parecido a la modernidad.

Le deseé y le prometí que haré todo lo posible por contener mis impulsos trashumantes y darle lo que yo siempre eché en falta: haber crecido con la misma gente desde muy pequeña

Unos días después del primer cumpleaños grupal de mi hijo, quedé para cenar con dos de las niñas que flanqueaban a Ronald en aquella foto. Las primeras mujeres a las que admiré. Elena y Sonia eran como la reina del pop de Amaia Montero: cantas, actúas y pintas, escribes poemas, todo lo haces bien. Y además eran, como lo fueron en esa noche estupenda de reencuentro, personas muy majas. Media hora antes de la cita, con la confianza que asumes sobre alguien que conoció tu habitación de pequeña, les pedí por favor si me podían traer una cazadora o un foulard porque había salido de casa con sol por la mañana a reportear en mangas de camisa y se me había echado encima una noche esteparia criminal. Y esa chaqueta y las horas con ellas abrazaron como solo abrazan a veces las cosas antiguas. 

Lo intenté, pero no fui capaz de tomar una cerveza en aquel bar de espaldas a mi hijo en ese recinto lleno de más extraños que conocidos donde no paraba de entrar y salir gente. Con mi mejor desdoble, interactué con los padres y madres con los que iba coincidiendo, cumplí con presentarme a una compañera de mi madre y al final envidié un poco al padre que ya es mi amigo. También es periodista y estaba de guardia y tenía asegurado eso que da el periodismo: un pase para estar en los sitios sin estarlo del todo. Terminé sentada en el suelo al otro lado de la barrera, porque ese hijo que es igual que yo no iba a salir de ahí hasta que nos echaran. Le deseé y le prometí que haré todo lo posible por contener mis impulsos trashumantes y darle lo que yo siempre eché en falta: haber crecido con la misma gente desde muy pequeña. Y si no lo consigo, ojalá que al menos cuando tenga mi edad pueda compartir secreto y lagarto con su Sonia y Elena y sentir que todo tiene continuidad aunque a veces no lo parezca. 

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