Los libros

Un supuesto pasado

Un hombre bajo el agua, de Juan Manuel Gil.

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Una literatura que es capaz de cuestionar esos cimientos sobre los que se sostiene nuestra noción de realidad y de fantasía, y lo hace con la sutileza de una estética dilatada a lo largo de una historia cuya tensión nunca decae, y mantiene el interés durante el tiempo que sostenemos el libro, merece la pena que sea tenida en cuenta. Incluso el hecho de aprender a desdoblarse, a mirarse desde fuera y a construir ficción con el material de la vida cotidiana resulta, sin lugar a dudas, uno de los mayores desafíos de la escritura a que un narrador pueda someter su obra. Juan Manuel Gil (Almería, 1979) ha supeditado su narrativa a un exigente proceso creativo que iniciaba con Inopia (2009), una primera novela que proponía una experimentación transparente, un arriesgado texto de perspectivas narrativas variadas que debe leerse con una mirada múltiple. Este primer libro era un ejemplo de relato fragmentario, con esa híbrida imbricación que propone una nueva técnica en el terreno arquitectónico de la narración o de aquellos otros géneros literarios cuya frontera aún estamos lejos de delimitar, textos construidos con una variedad formal y con una técnica, una estilística y una temática que, desde el punto de vista narrativo, se mueven entre el relato, más o menos extenso, y la novela, e incluyen temas tan característicos como las relaciones humanas y la sumisión que delimitan el conflicto de identidad. Textos que rozan esa locura incluso que lleva a los personajes a la soledad, la incomunicación y el miedo, un terror físico que condiciona al ser humano. Juan Manuel Gil buscó el encuentro de los tiempos y de las voces en Mi padre y yo (2012), un delicioso e irónico western, e insistió en un nuevo espacio narrativo en la turbadora Las islas vertebradas (2017), una novela repleta de preguntas y sin las respuestas que más convienen, pero construida con mucho acierto. Se entendía como una inteligente narración en torno a la fragilidad y las muchas contradicciones humanas que, temáticamente, y sin un atisbo de buen quehacer, hubiera desembocado en un realismo sociológico al uso por cuanto le ocurre a Martín de Juan, un personaje que en su huida se esconde entre las sombras y las luces que proyectan las imágenes de la isla que con algo de suerte pueda convertirse para él en su única salvación.

Un hombre bajo el agua (2019), su última entrega, es una novela que busca descubrir, en la reminiscencia prestada del pasado y de los amigos, la recuperación de la memoria real, un episodio que verdaderamente sucedió durante su adolescencia. El protagonista, de nombre Juan Manuel, encuentra en una balsa de riego el cadáver de Eduardo, un hecho que se convierte en un acontecimiento a nivel personal y vecinal que, sin saberlo, marcará el resto de su vida, una obsesión constante que dibujará en el niño el perfil del adulto del mañana, pero que sobre todo dejará atrás definitivamente la infancia. La balsa se convierte ese componente simbólico que le devuelve, una y otra vez, a ese sentimiento de dolor y de angustia, a una turbulenta relación con quienes convive el ya adulto Juan Manuel y cuyo recuerdo amplifica la sensación de desasosiego, de irrealidad y de oscuridad que, a modo de relato escrito, transmite cuando intenta reconstruir la historia.

En esta novela nada es verdad, y por consiguiente nada es mentira y todo pudo haber pasado como lo cuenta el narrador, y esa es la sensación que el lector va percibiendo a medida que se reconstruye ese complicado y extraño puzle en que se traducen los recuerdos de una adolescencia esquiva y atormentada por miles de piezas salpicadas de unos minutos, de unas horas, de unas semanas, de unos meses, e incluso el angustiado peso de los recuerdos con el paso de los años. En este sentido, la memoria, tanto la propia como la de los demás, se convierte en ese evidente material de reciclaje que el escritor intenta hilvanar para transformar en un relato un suceso marcado por la incertidumbre y el desarraigo que, acertadamente, ofrece múltiples lecturas y una no menos inquietante interpretación. Con el efectivo e interesante diálogo al que somete a la infancia frente a la edad adulta, el narrador-escritor Juan Manuel Gil ofrece, de alguna manera, a lo largo de todo el texto, una revisión o examen de la niñez desde la perspectiva de la madurez, una mirada nada complaciente, lejos de otras muchas recreaciones de una infancia inocente y feliz, retratada como el espacio de alegría y de amor que desde siempre hemos añorado y que, como es obvio, ya nunca volveremos a disfrutar a lo largo del resto de nuestra vida. El paisaje social y geográfico descrito de la adolescencia del protagonista muestra esa sociedad de barrios, en otro tiempo callejera, humilde y en ocasiones festiva porque los niños aún jugaban en la calle, los vecinos tomaban el fresco en las puertas de sus casas y en las comunidades, las de toda la vida, y se establecían inclasificables relaciones que iban más allá de las familiares en muchos casos. Quizá este aspecto se convierta en una añoranza porque, además, no existe una premeditación interesada, se retrata un espacio sencillo: el autor ha querido rescatar aquella sociedad a través de la mirada vertida por quienes le ayudan en sus pesquisas, y se puntualiza definitivamente en la línea que servirá de argumento de sus recuerdos.

El narrador almeriense ha conseguido que la denominada autoficción, género en auge, se convierta en una excelente novela que se sustenta en la memoria y en los recuerdos, aunque nos cabe imaginar, como buenos lectores, que en demasiadas ocasiones la historia a contar no coincide con lo realmente vivido o sucedido. Quizá porque en este caso, Juan Manuel Gil ha planteado en su texto si a lo largo de nuestra existencia no hacemos otra cosa que recuperar una memoria y contar aquello con lo que sentirnos bien, agradecidos, a salvo, y al menos no despreciados. La escritura actúa entonces como un espacio de búsqueda sobre el pasado, porque quien recuerda y narra desea encontrar el momento en que todo empezó a cambiar, es decir, el punto en el que algo se quebró o se fastidió para siempre; solo así avanzará sobre la realidad. Su propósito queda abducido por la ambición de un realismo a ultranza, y ese haz de pecados acumulados con el paso de los años solo podrán salvarlo con su capacidad para responder a las muchas preguntas que son ciertas e importan en el mundo de la literatura. _____

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Las islas vertebradas | Mapa para inventariar una isla

Pedro M. Domene es escritor.

 

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