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Proxenetismo y trata de personas: la confesión de cinco actrices convulsiona la industria del porno en Francia

Mathieu L. y Pascal O. © Captura de Instagram.

Lénaïg Bredoux | Youmni Kezzouf | Valentine Oberti (Mediapart)

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Quiere hablar para que nadie lo haga “por ella”. Amelia (nombre supuesto) es una de las denunciantes que han llevado a la Justicia a la apertura de una investigación por “tráfico agravado de personas”, “violación” y “proxenetismo agravado” que sacude la industria pornográfica francesa. La mujer, de 28 años, rememora lo sucedido mientras, como único signo visible de nerviosismo, se enrosca el cabello entre los dedos.

Se ve a sí misma como una denunciante. “Las cosas avanzan únicamente porque hay gente que se atreve a hablar. Por eso estoy aquí hoy, no pretendo decir que voy a cambiar el mundo, pero sé de lo que hablo”, asegura, una tarde de noviembre, en una oficina de París.

Amelia espera que sus “palabras cuenten”, pero no sabe si la sociedad la acogerá. Ha renunciado a prestar declaración a cara descubierta –tiempo después de nuestra primera entrevista, accede a ser grabada y a la difusión de extractos de dichas grabaciones, con la voz distorsionada. Teme “represalias”. “No creo que la sociedad esté lista para escuchar lo que pasó”, afirma, por la manera en que la industria del porno ha dado forma a los deseos y al discurso. “La gente no quiere ver”.

La historia de Amelia, sin embargo, le ha sucedido a varias jóvenes más –las denunciantes son cinco– y sale a la luz poco después de las revelaciones publicadas en The New York Times sobre la plataforma Pornhub, el sitio pornográfico más grande del mundo que se ha visto abocado a retirar millones de vídeos. A veces, su testimonio resulta difícil de escuchar.

Su historia comienza en 2015. “En torno a 2015”. Amelia a menudo olvida las fechas. “En términos de cronología, hay cosas que he querido olvidar. Para mí, incluso hoy, es como si hubiera ocurrido ayer”.

Amelia vive en una ciudad mediana en Seine-Saint-Denis, no sabe realmente qué hacer con su vida. Francesa de origen marroquí, con padres “muy cultos”, interrumpió una escolaridad brillante. Trabaja como educadora deportiva. Pero se aburre. “Quería evolucionar, quería hacer algo con mi vida”. También tiene una tremenda falta de confianza en sí misma. “Tengo defectos”, dice.

“Había llegado al punto en que deseaba un cambio físico completo. Pensaba que la única solución en mi vida era ser como la sociedad quiere que sean las mujeres. Pensé en la cirugía [estética]”, deja caer Amelia.

Cada vez que lo dice, lucha por librarse de un sentimiento de vergüenza o, al menos, de incomodidad. Pero Amelia se parece a millones de mujeres jóvenes de su edad, adolescentes o adultas en ciernes, en un momento de sus vidas en el que son particularmente vulnerables.

Oyó hablar por primera vez del escorting a una de sus amigas. Terminó por aceptar contactar, a través de un “perfil de Facebook”, con una mujer, que tejerá una relación virtual con Amelia “durante meses, todos los días”.

“Hablaba conmigo continuamente. No elige a sus víctimas por accidente. Es como si llenase un vacío. Se convirtió en una confidente”, cuenta durante dos horas y media la denunciante, que dice haber sido víctima de trata de personas. El perfil de Facebook le habla de sus servicios de escort, del dinero que gana, le enseña billetes, le tienta con varios miles de euros. “Banaliza, hace las cosas divertidas”.

Así que, con el paso de los meses, Amelia da el paso: “Al principio era reacia, luego curiosa y terminas diciendo 'por qué no'. Ese ‘por qué no’ se materializa una noche, en un hotel de provincias. Después de meses de conversaciones diarias en Facebook, aceptó acostarse con un extraño, luego con él y con un amigo, a cambio de dinero.

Aceptó “lo mínimo” y rechazó la zoofilia y la sodomía, que supuestamente le propusieron y que le habría reportado más dinero. Las indicaciones que le dio el organizador de la cita, según Amelia, fueron: tan pronto como llegues frente al hotel, debes besar a la persona que la espera, para no atraer sospechas.

Se rompe un nuevo dique. “Nunca he besado a un hombre con el que nunca he hablado antes. Hace saltar una barrera dentro de nosotros. Franqueas algo... Ya no hay marcha atrás. Se trata del comienzo”.

Además de este sentimiento de dejar de pertenecerse plenamente a sí mismo, se añade la conciencia de lo prohibido, el miedo a lo ilegal.

Después de tener sexo con el hombre que la esperaba –que, según Amelia, es la misma persona del perfil femenino de Facebook– habría recibido un mensaje: debía dejar la zona lo antes posible, la Policía estaba de camino y el mensajero que se suponía que le daría su dinero no podía ir.

Amelia regresa a la región de París. “Hacía las cosas mecánicamente. Piensas entonces que te las vas a arreglar, que vas a ser fuerte”. Pero esa noche, “es el primer acto que destruye tus cimientos, que ya no eran muy sólidos”. “Te sientes sucia”, dice Amelia.

En casa, el perfil de Facebook sigue tranquilizándola, precisa. Y le propone grabar “vídeos íntimos”, como “entre amigos”, para plataformas que sólo son accesibles “en Canadá”. Nunca usa el término “pornografía”. Habla de intercambio, de libertinaje, pero filmado.

De nuevo, “todo es banal, todo es normal. No hay profundidad. Ni siquiera has dicho a lo que te ofrece. Y si dices no, recibes la propuesta del mismo modo”.

En torno a un mes después, siempre según Amelia, participa en su primer rodaje. Habrá cinco en total, en tres días, en un intervalo de un mes y medio. En cada ocasión, se acusa al productor conocido como Pascal OP de estar al frente. A su lado, en dos ocasiones, se encuentra otro productor conocido, que responde al sobrenombre de Matta Hadix. Amelia se dirige a ellos por su nombres oficiales Pascal Ollitrault y Mathieu Lauret.

Hace tiempo que ha anochecido y Amelia cuenta con voz clara escenas de una enorme brutalidad. Las palabras precisas, sin grandilocuencias. Se disculpa ante nosotros –“no sé lo que supone escuchar una historia así”– y se explica.

“Sigo pensando que ahora, a cierta distancia [de los hechos], no puedo entrar en lo que podría haber sido y en lo que puedo vivir. El olvido de las fechas y el distanciamiento siguen siendo las secuelas a día de hoy. Pero no es algo que hago a propósito".

La primera escena que cuenta Amelia ya lo dice todo; se siente zarandeada, de un lado a otro, no sabe nada de antemano, descubre sobre la marcha quién está allí, qué tiene que hacer ella. Si la mujer llega a pedir una peluca, se la habrían negado. "Todos los hombres llevan pasamontañas”, cuenta Amelia. Dice que rechaza la penetración anal, la padece. “Dices que no, pero no les importa, a nadie le importa”.

“Soy un despojo, me dejo guiar, no tengo ganas de nada, pero hay que hacerlo. Sigo las instrucciones. No me preguntaron antes. Y de todos modos, cuando pregunto antes, no responden...”.

En el medio de una escena, quien esté sosteniendo la cámara pasa al otro lado. “No se presenta, no dice lo que hace”, cuenta ella. Otro hombre –el dueño del apartamento donde está filmando, recuerda– se masturba delante de ella; se oyen “comentarios sexistas”. “Te sorprenden para que todo vaya bien, cada vez mejor”.

Amelia describe un doble mecanismo: “A lo largo del proceso, en cada paso, te dices a ti misma que no puedes dar marcha atrás. Es un pozo, poco a poco, bajas un piso y la luz se apaga”.

Amelia filmó un gang-bang, una práctica en la que hay tres hombres y una sola mujer. En su caso, eran cuatro, cuenta. “No sé quiénes son los hombres que me van a violar. Quién va a hacer qué. En todo momento, llevan pasamontañas”.

También grabó un bukkake, una práctica extrema con la que se designa a la eyaculación de varios hombres en la cara de una mujer. “No se sabe cuántos tipos vienen 20, 30, 60... Recuerdo haber preguntado, nunca recibí una respuesta. Estamos arriba, no bajamos hasta que están todos en círculo. Cuando bajamos las escaleras, se graba. Así que tienes que seguir adelante... no puedes dar marcha atrás”.

En cada ocasión, Amelia firmó un contrato, después de las escenas. Le pagaron unos cientos de euros. Contratos que, ha sabido después, no valen nada. Pero “te atan”, añade la joven. “Es psicológico”.

“Un mes, un mes y medio” después de la primera escena, descubre que los vídeos se pueden ver en internet; su vida da un nuevo giro. Ya no se atreve a salir de casa, ir de compras. Los hombres la reconocen por la calle. Dos de ellos la llaman en la calle. Tiene que mudarse. Corta todo contacto con sus amigos. Su novio recibe llamadas anónimas. Ya no consigue trabajar. Pierde su propia estima y la de su cuerpo. Se viste con “ropa holgada”, huye del sexo.

“Mi vida se para. Durante años perdí la confianza en mí misma. Todo lo bueno que había en mí lo utilizaron. Lo destruyeron”.

De manera regular, en los últimos años, ha tenido que reclamar la eliminación de vídeos de las plataformas pornográficas en las que reaparece a cada cierto tiempo. Es consciente de ello cuando se encuentra con ciertas miradas en la calle, dice.

Pasado el susto, comienza la lucha de Amelia. Una “lucha” de cuatro años, en la que poco a poco irá desentrañando la “estratagema” de la que se hace llamar la víctima, a ponerle nombre a sus vivencias; “tardé cuatro años en denominarlo violación”. “Cuatro años” durante los cuales se encontró con muchas puertas cerradas y con una Justicia muda durante mucho tiempo.

No obtiene respuesta. Continúa, su vida está en juego. Amelia va a la recepción del Tribunal. Varias veces pregunta si hay novedades. La remiten al colegio de abogados. La persona que la recibe aquel día le dice: “Señora es un contrato, no hay nada que hacer, tenía que haberlo pensado antes”.

Entonces la comisaría de su ciudad la llama, tiene una cita con un policía para una entrevista –el abogado de Amelia no encontrará ningún rastro de dicha entrevista; todo parece estar al margen del proceso–. La joven asegura que se le dice una vez más que la Justicia no puede hacer nada por ella. “No hay delito”, le dijo el policía.

Finalmente, a través del Mouvement du Nid, conocido por su lucha contra la prostitución, Amelia se verá finalmente acompañada, legal y psicológicamente.

“Por primera vez, me siento escuchada”. Como parte personada en la causa que los gendarmes abrieron en marzo y que ha permitido la apertura de una investigación judicial.

A mediados de octubre, el perfil de Facebook, también acusado de ser el cliente falso, J. D., y el productor Pascal OP pasaban a estar en prisión preventiva. Se les acusa de “violación”, “proxenetismo agravado” y “trata agravada de personas”. El sitio web de Pascal OP –frenchbukkake.fr– ahora es inaccesible.

El productor apodado Mat Hadix y N.T.T., asistente de Pascal OP, también se encuentran acusados y bajo supervisión judicial por los mismos cargos. Todos gozan de la presunción de inocencia y la mayoría niega los cargos que se les imputan.

Contactados por Mediapart (socio editorial de infoLibre), tres de los abogados no respondieron (véase la Caja Negra). Sólo el abogado de Mathieu Lauret, el letrado Wilner, recordó que si bien su cliente “mutualizaba los gastos” con Pascal OP, “no rodaba las mismas escenas” que éste y se habría contentado con “porno tradicional”. Además, no estaba presente durante las escenas, según el letrado.

Amelia termina por soltar el mechón de pelo que agarraba con los dedos. Su voz no ha temblado. O muy poco. Sus palabras provocan silencio a su alrededor. Dice: “He sufrido la triple pena. La estafa, la gente nos miente; la violación. Y, después, una vida destruida”. A los 28 años, se construye una nueva.

Traducción: Mariola Moreno

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