Desde la casa roja

La educación es un derecho de los niños

Aroa Moreno

Veo la fotografía de una clase de niñas en la ciudad portuaria de Hedeidah, en Yemen. Las veo inclinadas sobre sus pupitres porque una de las paredes del aula ha sido casi destruida por completo tras los bombardeos de Arabia Saudí en 2017. En otra imagen, unos niños desplazados dan clase en un granero del área rebelde de Darea, al sur de Siria. El sol se cuela por los vanos de la pared y les alumbra sentados sobre piedras porque allí no hay sillas. En otra escuela de Hazima, al norte de Raqqa, la pared está acribillada de agujeros de bala de la guerra. Cuando los niños regresaron a su escuela, todo estaba destruido. Un millón de niñas africanas, embarazadas durante la pandemia, nuestra pandemia, no serán admitidas en las escuelas.

Veo todo esto sentada en mi cama de primer mundo, unas horas antes del amanecer a este lado del Mediterráneo, después de preparar una mochila y antes de llevar a mi hijo a su primer día de colegio después de seis meses en casa. Intento despojarme de las estructuras de pensamiento que, viendo estas imágenes, me ayudan a entender por qué es importante que regresen todos los niños a clase. Por qué la educación les salva y por qué no vale que solo acudan al colegio los que no tienen más remedio. Intento no darme cuenta de por qué estas fotografías me ponen en mi sitio, me aterrizan. Y, cuando todavía tengo dudas, cuando puedo echarme aún atrás, pienso que esto no es algo que hago por mí, que no lo hago para tener tiempo para escribir, que la educación de mi hijo no es un derecho mío, es suyo. Que va al colegio por él y por todos sus compañeros. Que lo único que me toca como madre es morirme de miedo unos metros por detrás.

La vuelta al colegio, con las cifras de trasmisión comunitaria que tienen algunas regiones de España, puede tener consecuencias imprevisibles. A la clase de mi hijo, ayer fueron solamente la mitad. Y no me extraña. Nada es seguro por más que nos lo repitan. Gobernar es elegir, es priorizar, y este país ha elegido un camino que, de nuevo, ha dejado a los niños atrás. Los mensajes son claros por todos los flancos y medios, en esto parecen por primera vez de acuerdo: “Familias, la escuela es segura, confíen”. Pero lo único que es seguro es que los padres tienen que reintegrarse a sus puestos. Y para ello, es necesario que obviemos los graves errores que se han cometido este verano para llegar a septiembre exponiendo a los pequeños. Sobre sus hombros no va sólo una pesada mochila donde llevan y traen cada día libros y enseres que no se pueden quedar en el colegio porque el aula debe estar vacía para la desinfección, también cargan la incertidumbre de un regreso inseguro en el que nadie parecía pensar cuando se priorizaron la apertura de fronteras al turismo masivo, la reactivación del ocio nocturno o la posibilidad urgente de tomarse ese imprescindible café en las terrazas del centro de la ciudad.

¿Qué país queremos ser? Ya sabemos que no somos el que tiene una educación pública dotada de recursos para hacer frente a una contrariedad, ni el que entiende que el acceso a la escuela es el único motor de transformación. Tanto el Gobierno central como los regionales deberían garantizar ese derecho a la educación ejercido en las condiciones más seguras. Y que esa educación, además, debería ser digna. Y que, para que sea digna, no deberíamos mandar a los niños a escuelas con inseguridad, a colegios que han tenido que modificar rutinas y libertades y que en nada se parecen a las escuelas que dejaron atrás. Sálvese quien pueda. El éxodo de los que pueden permitírselo hacia la educación privada ha comenzado.

Ayer, en la puerta del colegio, un niño se saltó la fila y la distancia y se abrazó a las piernas de su profesora, a la que no veía desde hace medio año y a la que se le cayeron las lágrimas sobre la mascarilla. Porque por debajo de todos los velos, también estaba la emoción indómita, la suya de niños y la nuestra de adultos atemorizados, eso que nos hace temblar y revela lo que siempre ha sido verdadero e importante. A eso me agarro.

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