Un horizonte al que dirigirse: memoria y futuro de nuestra izquierda

Finales de enero de 2020. Pablo Iglesias, que acaba de ser nombrado vicepresidente, sube a sus redes un artículo al que acompaña con un entresacado: “Las guerras culturales se ganan subiendo el salario mínimo, haciendo respetar las leyes laborales, luchando contra el machismo y la homofobia, en definitiva, otorgando dignidad y certezas a la vida de la mayoría de la población”. En esas fechas el nuevo Ejecutivo acaba de comenzar su marcha, el PP y Vox han dejado clara cuál va a ser su línea discursiva a partir del debate de investidura: apostar todo a radicalizar a su electorado tachando de ilegítimo al Gobierno. Cuando escribo ese artículo tengo claro que el enfrentamiento va a ser sin cuartel, utilizando métodos lícitos pero también inconfesables, con toda la potencia que la trama ultra tiene en sus resortes económicos y comunicativos. También que la única manera de ganar la confrontación es llevar a cabo una política de izquierdas sin contemplaciones, es decir, trabajo, vivienda y servicios públicos más la defensa de los derechos civiles, contra un maremagnum de rojigualdas, retórica del caos e identitarismos excluyentes. El virus, en enero de 2020, era aún una enfermedad china de origen desconocido.

Cómo llegamos hasta aquí

Algo empezó a cambiar hace un par de años, algo que conviene señalar frente a la memoria débil o interesada. Sin embargo, durante un tiempo hablar de trabajo, de clases o utilizar incluso el propio término izquierda situaba, a quien lo hiciera, como un nostálgico del siglo XX que “no entendía” qué era el progresismo de nuestra época. Entre los años 2010 a 2014 lo que mandaba dentro de la teoría progresista eran las multitudes transversales, una indignación espontánea donde palabras como sindicato, organización o convenio producían urticaria. Triunfó toda la zarandaja de nuevos conceptos en torno a la organización digital, la participación y la horizontalidad. Había que “hackear” las elecciones, “tomar” la huelga y articularse al margen de líderes y partidos “tradicionales”, también los de izquierdas. Había una generación de jóvenes enfadada con una crisis económica que les había hurtado el futuro brillante que el ladrillazo les había prometido. No nos representan: el PP en las elecciones de mayo y noviembre de 2011 consiguió la mayor concentración de poder que un partido ha tenido nunca en España.

De 2014 a 2017 Podemos se hizo el centro de la política española. Obtiene buenos resultados electorales en las europeas, una serie de marcas blancas hacen lo propio en las autonómicas y municipales de 2015. Podemos dice que no es de derechas ni de izquierdas, se esfuerza en “seducir” al “pueblo” mediante el carisma y el relato, rehúye el conflicto en aspectos como el feminismo o la monarquía. Quieren llegar a la Moncloa o ser decisivos para la formación de Gobierno lo antes posible y para ello sólo quieren encarnar “lo nuevo contra lo viejo”. Con los sindicatos prefieren no reunirse porque son “régimen”. El trabajo sigue completamente ausente de la ecuación. Pero aquello funciona por un tiempo, ese en el que la impugnación a lo existente y unos líderes sin hipotecas representan para mucha gente la palabra “cambio”. “Lo que había no ha funcionado y queremos otra cosa” parece escucharse en la izquierda. Se quedan a menos de 350.000 votos de superar al PSOE.

Guerra interna, que no concierne a este artículo. A Iglesias no le queda más remedio que hacerse de izquierdas y firmar con Garzón el pacto de los botellines para que no le quiten el partido. Los resultados empiezan a empeorar poco a poco. La izquierda más ortodoxa no le perdona a Iglesias los desplantes. Errejón comienza a pensar su marcha. Todos tienen una excusa para explicar el 2016: unos que una campaña de sonrisas no moviliza, otros que la vuelta de la izquierda tampoco lo hace. Nadie parece pensar en que el aparato mediático se ha puesto en marcha, que las repeticiones electorales desmovilizan, pero que, sobre todo, el combustible de la impugnación se empieza a terminar. Demasiadas manifestaciones, demasiados “Sí se puede”, sin que se vean resultados concretos.

La política fuera de lo institucional ha quedado vacía, la mayoría de jóvenes activistas han pasado a ser diputados, concejales o asesores. El feminismo, que lleva su propia dinámica, ocupa el vacío. Se empieza a sentir el tremor nostálgico de encontrar de nuevo la pureza de las plazas. Lo LGTB es el nuevo 15M, el ecologismo es el nuevo 15M, una cola en el Corte Inglés es el nuevo 15M. El sujeto político se ha convertido en un sujeto publicitario capaz de destacar en el mercado de la representación. Sobre 2018 importa más pensar cómo decimos lo que pensamos que lo que pensamos, y más allá, cómo lo hacemos. En España sigue habiendo huelgas, cierre de industrias, salarios en caída libre, un destrozo a la negociación colectiva. Sigue siendo un tema absolutamente secundario, en la institución y en la calle.

Por el otro lado, Ciudadanos parece más fuerte que nunca, tampoco son de derechas ni de izquierdas, son lo nuevo contra lo viejo y, además, beben ginebra rosa. Su propuesta no impugna, dice ser sensata y enfocada a la gestión. Encajan bien con una nueva clase media, por ingresos o por aspiraciones. Es su mundo y han venido a conquistarlo. En 2014 también aparece un partido que está a punto de colarse en el Parlamento Europeo, se llama Vox. Por aquel entonces eran simplemente rebotados reaccionarios del PP. En los siguientes años aprenden de todos los populismos de derecha que están en auge en Europa y Norteamérica. Falta el catalizador. El otoño rojigualdo de 2017, que siguió al intento independentista catalán, es la clave. Rivera ve la posibilidad de dar el sorpasso al PP. Sentará las bases para que el debate público gire en torno a los temas que interesan a Vox. Casado hace lo propio a partir de su liderazgo tras la moción de censura de 2018: la fosa séptica de la corrupción ha reventado. Pedro Sánchez, que ha renacido tras sobrevivir a las intrigas palaciegas de Ferraz, es presidente.

En 2019 volvemos a tener dos elecciones. No es que los partidos no sepan ponerse de acuerdo, es que existe la consigna de evitar a toda costa que Unidas Podemos entre en el Gobierno, tanto que ese verano la estabilidad de la propia coalición de izquierdas peligra. Todo el mundo está exhausto, líderes, militantes, votantes. Iglesias es el único que cree en mantener la apuesta hasta el final, en una reunión de la dirección de IU ese verano se escucha: “Está fuera de control”. In extremis se consigue el objetivo. En esas dos campañas la impugnación ya no es contra el 78 o lo viejo, sino contra banqueros y magnates de la comunicación. Puede que muchos estén agotados de ese larguísimo ciclo que había comenzado diez años atrás. Pero Vox estaba al acecho y había que lograr poner un freno al peligro. Es la última gran hazaña.

¿Qué es gobernar?

Finales de abril de 2020. La primera ola empieza a controlarse. Escribo como advertencia para la izquierda:

Si algo ha tenido de aprovechable esta catástrofe, que no de bueno, es que hemos pelado la vida de superficialidades, también la acción política. Hemos estado seis semanas hablando de trabajo, de la importancia de los servicios públicos, de impuestos, del papel del Estado como máquina de orden y como resorte transformador, de vivienda, de especulación, de precios, de inmigración, de la Unión Europea, de que la comida no aparece en nuestro plato sola, de la contaminación ausente, de la violencia machista, de la inutilidad del libre mercado, y de la clase trabajadora. Hasta un presidente del Gobierno, del PSOE, se permite nombrarla como tal en sus alocuciones a la nación. Tengan cuidado, las inercias y los intereses profesionales siguen ahí, y algunos, que se han tirado seis semanas como boxeadores sonados, han recuperado el aliento para decir "adultocentrismo". O lo que toque. Aprendan, no dejen que les vuelvan a dar gato por liebre.

La pandemia nos dio la vuelta a la vida y eso tuvo unos efectos políticos. Lo que algunos advertimos, a veces con cierto éxito, otras encontrando una notable hostilidad, estaba sucediendo. Una ministra empieza a despuntar, Yolanda Díaz: la ministra de Trabajo. Los sindicatos, tras poner toda su maquinaria en marcha en los peores momentos del confinamiento, empiezan a notar una subida de afiliación. Ante la incertidumbre buscamos un sitio en el que guarecernos, un trabajo estable parece un buen lugar para hacerlo.

Esa búsqueda de estabilidad opera en la izquierda, pero también en la derecha y los ultras, que la encaran de una forma bien diferente: con enemigos narrativos, menas y okupas, al asalto del buen ciudadano. Con un nacionalismo español que se pretende casa ante los nacionalismos que disgregan al país. También añadiendo el concepto de libertad a la ecuación, contra las normas sanitarias, también contra lo políticamente correcto. Ayuso aparece como la líder que sabe sacar partido en este clima de desconcierto: a más batallas culturales en el eje de la certidumbre, más brilla la patrona de Sol.

Pero algo más inquietante que la izquierda no sabe explicar. Cómo pasar del momento de impugnación al momento de Gobierno. De la calle o los platós de televisión al Consejo de Ministros. De enfrentarse al régimen del 78 a ser parte del mismo. De proponer máximos a negociar posibilidades. De criticar a gestionar. De señalar cuáles son los motivos para el estrechamiento de los límites de la política a tener que buscar maneras para ampliarlos. La ecuación no es sencilla: en ochenta años no ha habido ministros de un partido a la izquierda del PSOE en un Gobierno. La última vez que alguien intentó alterar el orden de clase, la derecha montó una guerra civil. No está de más recordarlo para los que les sobran arrojo digital o recetas infalibles. No está de más constatar que, si el pacto de Gobierno va cumpliendo sus objetivos, pero existe desencanto entre los votantes, es que algo no se ha explicado correctamente.

La derecha ha sabido aprovechar la sensación de miedo mediante guerras culturales en torno a la libertad o enemigos más ficticios que reales

A la izquierda también le pesan las cicatrices internas. Hay más opciones electorales en la izquierda que masa crítica para llenar las urnas. Demasiada vendetta, demasiado ex-podemos con ganas de sentenciar en las redes o las tertulias. Demasiados cargos cuya experiencia fue saltar de una manifestación en 2011 a la alta política, muchos cuadros con experiencia jubilados anticipadamente. Y muchos afiliados, especialmente en partidos como el PCE, que sienten que la coalición Unidas Podemos es algo en lo que no tienen ni voz ni voto. Un lugar en la Carrera de San Jerónimo donde las decisiones se toman por arriba sin mayor criterio que los deseos de Iglesias y de un grupo de notables a su alrededor. Algunos de esos afiliados le tienen más ganas a sus actuales dirigentes que a la extrema derecha, por triste y ridículo que suene. Hay ganas de que arda todo, al principio sotto voce, en momentos más recientes ya a gritos.

A eso se le suma un desfase territorial. UP intenta crecer pegada a lo cercano pero la estrategia de marcas blancas de 2015 dejó un reino de Taifas. Se pierden comunidades enteras como Galicia, se retrocede en la mayoría de ellas, los ayuntamientos del Cambio son historia. Más allá de la labor concreta en cada lugar, sin el impulso de la ola de indignación que llenó a la sociedad española la pasada década, todo vuelve al redil. Y en el redil quien manda es quien tiene militancia sobre el terreno. Militancia o redes clientelares, depende del concepto de la acción política que tenga cada uno. Tener alcaldes y concejales y un suelo de parlamentarios autonómicos te hace tener ojos y oídos en todo el país, un vínculo directo con el problema que aún no ha sido detectado en Madrid. Si les escuchas, claro está.

Iglesias sale del Gobierno, en una mezcla de cansancio personal y cálculo político. Dentro, en la institucionalidad, se ve atado. Los ataques que ha recibido le han abrasado como líder de su espacio. Intenta de nuevo la hazaña en las elecciones de Madrid. Ayuso lleva las de ganar, agitando una mezcla de altas dosis reaccionarias conjugada con la levedad de un libertarianismo de cañas y tapas. Iglesias opone la carga de la brigada ligera que le funcionó en otras ocasiones: impugnar lo existente sin ser un outsider no resulta igual de efectivo. A la gente le da igual la horizontalidad o ser reconocidos en sus múltiples variables identitarias. Les vale con que alguien les diga que todo va a ir bien, que va a cuidarles de los malos y que va a haber más pasta para el que esté listo. Es la respuesta reaccionaria a la incertidumbre de la pandemia. De la pandemia y de más de diez años de sobresaltos. “Déjame de historias y dámelo hecho”, escucha Ayuso mientras que piensa en la Moncloa.

¿Y ahora, qué?

Hay un espectáculo más deleznable que el de ver correr a la izquierda como pollos sin cabeza tras una derrota: ver a la izquierda aprovechar el desconcierto para cobrarse todas sus cuentas pendientes. Seguro que en las elecciones de Castilla y León los malos resultados de Unidas Podemos se explican por gran cantidad de elementos propios de estos comicios. Pero, en términos generales, esta narración de lo acontecido hasta hoy ha tenido algo de importancia.

Escribía el 10 de noviembre que “el tiempo de lo nuevo contra lo viejo ha pasado. Jugamos en un campo de certezas contra incertidumbres, de igualdad contra diferencia, de esperanza contra miedo. Y ahí lo que importa no es tener sólo una buena pirueta narrativa, sino un proyecto con gravedad”.

El 17 de noviembre: “una generación fue golpeada por la Gran Recesión al comienzo de su vida adulta y ahora ha visto desequilibrarse todo, nuevamente, con la pandemia. Y ahí, cuando tus votantes entran en el epígrafe del desencanto, es cuando hay que tener cuidado”.

El 21 de diciembre: “son precisamente estos tres puntos, personalismo frente a organización, fetiche comunicativo contra militancia y batalla cultural frente a movilización por cuestiones económicas, los puntos esenciales que se deberían poner encima de la mesa con prontitud y claridad. Lo demás, nombres, caras y denominaciones, son secundarios”.

El 28 de diciembre: “este extraño revuelo en torno a la reforma laboral realmente viene inducido por los que consideran que este Gobierno es una derrota para la mitología construida en torno al 15M, aquella que daba por acabado precisamente al trabajo como eje de la izquierda: en política ninguna antipatía suele ser casual. Nuestro momento merece menos nostalgia y más hechos, entender que aquel quinquenio del descontento, 2010-2014, abrió las puertas a una nueva etapa. Otra, indisolublemente unida a la pandemia y sus consecuencias comienza ahora. Un país que hoy requiere de asideros firmes y de política útil más que de eslóganes imaginativos, discusiones teóricas bizarras y cambios que nunca acaban de materializarse. Insisto: la España de 2011 no es la de 2021. Hay amenazas que no convendría tomarse a broma. Hay trenes que no pasan dos veces”.

Y el 4 de enero que “la labor de la izquierda no será sólo proporcionar certezas y soluciones, hacer virtud de la política útil, sino encontrar la manera de contar que su papel tiene un sentido y un horizonte al que dirigirse: la esperanza es la suma de confianza más un destino. No se trata de rendirse a lo posible, sino de ampliar los límites que nos impiden llegar a lo necesario”.

En estos últimos meses, a riesgo de ser pesado, les he intentado advertir de algo. Uno, que lo que funcionó en la izquierda la pasada década no tiene por qué funcionar en esta. Dos, que la pandemia ha variado muchas cosas, situando en primer término la necesidad de seguridad. Tres, que la derecha ha sabido aprovechar la sensación de miedo mediante guerras culturales en torno a la libertad o enemigos más ficticios que reales. Cuatro, que existe una frustración en el votante progresista que ya no se conjura con el miedo a Vox o el “Sí, se puede”. Cinco, que la izquierda sólo puede tener éxito en este contexto siendo la valedora de la política útil. Seis, que la política útil se lleva mal con la impugnación, sobre todo si eres parte de la institucionalidad. Siete, que más allá de nombres y marcas, el problema es pensar en términos de nombres y marcas, y no en ideas y militantes. Ocho, que existe un cansancio generacional que requiere saber identificar los éxitos de los fracasos: sobre el derrotismo no crece más que el desencanto. Nueve, que lo que venga no se va a dirimir en discusiones teóricas digitales entre activistas, sino en procesos que tomen los problemas concretos de los profesionales y las soluciones que aporten. Y diez, que por desgracia no basta sólo con la política útil, sino que hay que volver a reivindicar la política identificando lo que sucede con una forma concreta de hacer que suceda.

El sentido y el horizonte al que dirigirse. En la pasada década tuvimos el sentido de la indignación y el horizonte del cambio, por muy difuso y abstracto que fuera este. Hoy la derecha tiene el sentido de la conservación y un horizonte de venganza contra los que se atrevieron a llegar demasiado lejos, en el Congreso y en la calle. ¿Y la izquierda? ¿Sabrá identificar la izquierda que su sentido es la seguridad mediante la igualdad? ¿Cuál es su horizonte? ¿Cuál es la manera de convertir los avances materiales en algo sentimentalmente emocionante, en algo que reúna a muchas personas diferentes en un objetivo común?

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