A la carga

El contrato social se ha roto

Todo el mundo anda muy revuelto con las últimas encuestas. El bipartidismo tradicional del sistema político español parece hecho trizas. El domingo pasado, Metroscopia colocaba a Podemos en cabeza, con un 27% (después de haberle dado tan solo el 13% un mes antes, una diferencia tan grande que revela más un cambio arbitrario en los métodos de estimación que un cambio social verdadero). Pero este miércoles el CIS anunció una intención directa del 17,6% a Podemos y una estimación del 22,5%. Se rompe así la tendencia de muchos institutos de opinión que trataban de minimizar el avance de Podemos.

¿Qué está pasando? Apelar a los escándalos de corrupción resulta muy tentador, pero hay mucho más. El ascenso de Podemos se explica sobre todo por la fuerte erosión del “contrato social” que ha estado en vigor en nuestro país desde el inicio de la democracia. Las políticas que se han puesto en práctica durante la crisis están acabando con el esquema básico de justicia que hace posible la convivencia social y política en un país. Se han pisoteado derechos y se han cometido graves injusticias y abusos que minan la confianza tanto en el sistema económico como en las instituciones de la democracia representativa.

El “contrato social” es una ficción inventada por los filósofos. Aunque en el mundo real nadie firma un pliego de condiciones para vivir en sociedad, las sociedades funcionan sobre una base de expectativas mutuas acerca de los derechos y obligaciones de la gente que hacen las veces de un “contrato”. Muchas de las acciones que llevamos a cabo en sociedad (reciclar, pagar impuestos, no molestar a los vecinos, cumplir con las tareas laborales, no colarse, votar en las elecciones, no encender un fuego en el campo, etc., etc., etc.) son en parte voluntarias y en parte consecuencia de la coacción. El Estado, desde luego, impone castigos a aquellos que incumplen las leyes, pero buena parte de la cooperación que engrasa los rodamientos de la vida en común se debe más bien a las normas difusas de reciprocidad y justicia que hay en toda sociedad civilizada.

El “contrato social” no es, pues, sino una fórmula para referirse al esquema básico de justicia que está implícito en los intercambios que rigen en la vida pública. En la medida en que los otros cumplan su parte, nosotros cumplimos la nuestra. Cuando se rompen las reglas de reciprocidad, el esquema de justicia se resquebraja.

¿Qué razones hay para pensar que hoy el contrato no es más que papel mojado? Desde 2010, las élites económicas y políticas del país han fallado estrepitosamente en su respuesta a la crisis. Las reformas que se han ido aprobando, así como los ajustes y recortes aplicados, han pasado por alto toda consideración sobre justicia y reciprocidad. No me refiero solo a los partidos políticos que han estado en el poder, sino también a toda esa legión de economistas y analistas que pensaron que con consolidación fiscal y reformas estructurales se podían resolver los problemas del país. Muchos de ellos, visto el desastre provocado, ahora se desentienden de sus apuestas pasadas y, con total descaro, se presentan en estos momentos como críticos de las políticas de austeridad, pero las hemerotecas están ahí para mostrar que la very serious people acogió con entusiasmo las políticas de ajuste.

Hace cuatro años, el consenso del establishment español era que hacía falta políticos a los que no les temblara el pulso, políticos que se olvidaran de la opinión pública y que aplicaran el bisturí sin anestesia. Bastaba leer la prensa en papel (de La Razón a El País, con la honrosa excepción del extinto Público) para encontrar por todas partes una larga lista de reformas que había que imponer, quisiera la gente o no. Se trataba de un reformismo de inspiración tecnocrática, basado en la aceptación acrítica de las políticas procedentes de la UE, que no prestaba atención alguna a la sostenibilidad política y social de las medidas que se aprobaban (las reformas son sostenibles cuando tienen un grado de suficiente de aceptación entre la ciudadanía, de manera que pueden ser aprobadas y aplicadas sin excesivas resistencias).

Se reformó el mercado de trabajo (dos veces). Se reformaron y recortaron sustancialmente las pensiones (otras dos veces). Se salvó a las entidades financieras en apuros. Se procedió a la devaluación interna. Se rebajó la inversión pública y se recortaron los servicios sociales, con el desmantelamiento de los servicios de dependencia entre otras muchas consecuencias fatales.

Todo esto nos ha llevado a un aumento inusitado de la desigualdad y de la exclusión social, a una tasa de paro del 24%, a la condena de las cohortes más jóvenes al precariado, a la aparición de la pobreza infantil. El sector público está seriamente amenazado, con sueldos en la administración propios de un país tercermundista y servicios sociales cuestionados por el deterioro generalizado de su calidad.

Los datos de opinión pública muestran que la gente percibe un reparto profundamente injusto de los sacrificios durante la crisis. Puede sonar demagógico, pero desgraciadamente es cierto: el Estado ha salvado a los bancos en apuros y ha librado a las grandes empresas de sus obligaciones fiscales mientras dejaba caer a las familias más vulnerables. Ni siquiera el ominoso asunto de los desahucios se ha resuelto. La caída salarial, especialmente pronunciada entre los trabajadores de baja cualificación, se ha agravado con aumentos generalizados de impuestos.

Por si todo esto no fuera suficiente, afloran escándalos de corrupción que agudizan aún más la decepción de la ciudadanía. Aunque sabíamos que a nivel local la corrupción está muy repartida, a mucho nos ha pillado por sorpresa descubrir que el partido de la derecha, el Partido Popular, ha operado como una red criminal con contabilidad en negro, fraude fiscal, blanqueo de dinero y contratos públicos a cambio de donaciones ilegales. Hasta la sala en la que se reúne todas las semanas la cúpula del PP se pagó con dinero negro.

Llegados a este punto, mucha gente se está plantando. La injusticia es demasiado palmaria. No es asunto de “ira”, de emociones desbordadas, como ha titulado algún periódico. Se ha tirado demasiado de la cuerda y una parte importante de la ciudadanía siente que el contrato social se ha roto.

El país necesita cambios profundos, pero estos sólo se podrán realizar si se restablece la confianza entre la gente y el sistema, es decir, si se pacta un nuevo contrato social. Aquí se ha intentado introducir las reformas por las bravas, sin querer compensar a los grupos más afectados por las mismas. Desde 2010, las políticas se han hecho al margen de los ciudadanos. Y las mismas élites y grupos de poder que han apoyado o protagonizado el programa económico de estos últimos años, se alarman ahora porque surge un grupo en los márgenes del sistema que amenaza la estabilidad de los partidos tradicionales. Acusan a Podemos de populistas, de tener propuestas delirantes, pero las críticas que hagan se las llevará el viento mientras no reconozcan su responsabilidad en la catástrofe de estos años.

Nada cabe esperar del PP a estas alturas. Es un partido achicharrado por la corrupción y la ineficacia. En cuanto al PSOE, puede todavía escapar del agujero en el que se ha metido durante estos años si entiende la causa de su actual descrédito y plantea un nuevo pacto con la ciudadanía. Para recuperar la confianza, no le valdrá presentarse como un “mal menor” frente a las incertidumbres y temores que Podemos despierta. Al establishment es lo que le gustaría, pero no funcionará. Es imprescindible ir más lejos. Sólo planteando un nuevo esquema de justicia que dé una esperanza fundada a los más golpeados por la crisis podrá el PSOE remontar el vuelo.

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