Algunos lo llaman
necroturismo, un término que no es del agrado de
Francisco Javier Rodríguez Barberán. Este historiador del arte y profesor titular de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla es quizá el mayor experto de nuestro país en arquitectura funeraria. “No me gustaría que los cementerios se convirtieran en un destino turístico
de moda, para gente que busca
experiencias singulares, antes de que se haga una seria reflexión sobre
su valor patrimonial”.
Sucede que, cada vez más, en las
rutas turísticas incluimos visitas a estas “ciudades de los muertos”, que eso y no otra cosa significa la palabra
necrópolis, cautivados a veces por la fama de quienes en ellas reposan, atraídos otras por la monumentalidad, atrapados también por el colorido o la morbosidad de los ritos que allí se perpetúan.
Y así, vamos a París y no dejamos de hacernos un selfi en el
Père Lachaise a los pies de la tumba de Jim Morrison, una posibilidad entre tantas de celebridades (Wilde, Delacroix, Modigliani…) que pudieron ser sepultadas allí porque, como dijo Napoleón, “todos los ciudadanos tienen derecho a ser enterrados independientemente de su raza o su religión”.
O viajamos hasta Moscú e incluimos en nuestra ruta una parada en
Novodévichi, donde reposan los restos del poeta Vladimir Mayakovski y los del presidente Boris Yeltsin, junto a los de otros
héroes y heroínas de la Unión Soviética y Rusia, en ocasiones bajo monumentos que les representan trabajando o evocan su profesión.
Una riqueza dormida
Mencionábamos más arriba el término
necrópolis, si bien el utilizado ahora es el más aséptico y amable
cementerio, palabra cuyo origen encontramos en el griego bizantino
κοιμητήριον, koimētḗrion: propiamente,
dormitorio. El lugar del sueño eterno.
“Mi interés por los cementerios viene de mucho tiempo atrás, de mediados de los ochenta para ser más preciso, y realmente me atrajo su singularidad y la escasez, por no hablar de ausencia, de estudios sobre los mismos”, explica Rodríguez Barberán. Visto con perspectiva, sigue siendo aún un patrimonio pendiente, un
patrimonio periférico, que no ha encontrado reconocimiento social, un interés serio por parte de administraciones y agentes de la cultura. “Me atrae la singularidad de los cementerios, cuyo valor no depende de su tamaño o de la riqueza artística, sino de
muchos otros valores que tienen que ver con la historia, la arquitectura y las artes, la antropología, la naturaleza, etc”.
Pequeñas grandes joyas como el
Cementerio Redondo de Sayalonga, en Málaga, el único con base octogonal de toda España, donde el visitante inquieto encontrará triángulos, pirámides truncadas y escalinatas de tres peldaños, símbolos todos ellos de su condición masónica, revelada por el historiador local Valentín Fernández.
Porque los cementerios son tan variados como lo son las culturas en las que se asientan. “Hoy nos sentimos con total naturalidad ante las tumbas del pasado –Antigüedad, Edades Media y Moderna– pero nos cuesta trabajo acercarnos respetuosamente a los espacios de la muerte que han marcado
el mundo contemporáneo”, dice el experto.
En ocasiones, la naturalidad es tanta que, como sucede en el cementerio
Divanyolu, de Estambul, las lápidas acaban integradas en establecimiento donde los clientes disfrutan con toda la calma de tés y cachimbas.
Al cabo, los cementerios, como el resto de las construcciones humanas, son testimonio de quienes los crearon, y ofrecen una extraordinaria diversidad. Dentro de un continente, nación o región podemos encontrar “formas muy variadas para definir los cementerios: no es lo mismo una necrópolis de una gran ciudad que
un pequeño cementerio rural, un cementerio en un territorio con un clima húmedo que en la sequedad de un desierto…”. Rodríguez Barberán subraya que
las variantes son enormes; además, se ha producido una evolución histórica desde finales del siglo XVIII, fecha en que comienzan a edificarse los cementerios como los conocemos ahora, hasta nuestros días.
Inevitablemente, esos escenarios magníficos tenían que atraer la atención de quienes, viajeros o turistas, serpentean el mundo en busca de conocimiento, o de experiencias. La oferta es amplia, el curioso encuentra información sobre los actos que en ellos se celebran proporcionada por
revistas especializadas, puede
planificar rutas que le permitirán admirar “el arte, la historia, la arquitectura, la naturaleza y el patrimonio en un entorno pacífico y verdadero” o entrar en páginas web que agrupan, explican y contextualizan los “cementerios significativos” (en
este caso, de Europa).
Y esta es nuestra propuesta para este verano.
Recorrer cementerios significativos. La nuestra es una selección caprichosa, muy personal. Iremos a Bolonia, para visitar
La Certosa (y rendir tributo a Farinelli y a Lucio Dalla); el Cementerio
Alegre de Sapanta, en Rumanía (y deleitarnos ante la propuesta y el ingenio de su creador, Stan Ioan Patras); el
Cementerio Americano de Normandía (en este año, del 75 aniversario del desembarco) y al
Cementerio de Niembro, en Asturias (que es, además, un espectacular escenario cinematográfico). Para terminar, haremos un salto hasta Japón y visitaremos el
Cementerio de Okunoin (donde tradición y modernidad se funden en un espacio intemporal).
Les pedimos que nos acompañen porque los destinos merecen la pena, y porque los cementerios, que parecen la
representación máxima de la permanencia, están saliendo de nuestras vidas. Explica Rodríguez Barberán que desde finales del siglo XVIII comenzó a definirse lo que los historiadores de la muerte han denominado “exilio de los muertos”. “Primero salieron de las ciudades por razones de progreso higiénico-sanitario para ubicarse extramuros, pero poco a poco, y de modo muy especial en las sociedades desarrolladas,
la cercanía de la muerte se hizo incómoda. La visita periódica a los cementerios solo pervive en pequeñas comunidades donde la tradición y el recuerdo a los mayores tiene gran peso. Lo normal es que, a medida que una sociedad se va
modernizando se quiere que la muerte vaya quedando más y más lejos”.
El nuestro es uno de los países donde aún se mantiene la celebración del primero de noviembre, si bien “con menos impacto que en el pasado, y desde luego nada tiene que ver, por ejemplo, con el culto a los muertos que ha pervivido, por ejemplo, en muchas
naciones de Iberoamérica”. Por otro lado, el fenómeno de la cremación ha ganado mucho terreno. Por a o por b, debido al poco interés que los cementerios suscitan, “en general, cuando se actúa en ellos suele hacerse de modo rutinario, como si se hiciera en un conjunto sin personalidad, cuando se trata de
inmensos depósitos de memoria. También esto conecta con otro tema: son poquísimo los cementerios que cuentan con una protección patrimonial sólida, con planes directores que garanticen su conservación como patrimonio y su actividad continuada”, denuncia el experto.
Llegados a este punto, le preguntamos en qué medida convertirlos en un reclamo turístico ayuda a preservarlos. Nos corrige: “Yo no los veo como un
reclamo, sino como un
gran activo patrimonial”. En su opinión, lo primero es convertirlos en un patrimonio como el industrial o el patrimonio moderno, por citar los más recientemente reconocidos, “y una vez que la sociedad haya asumido esto llegará el momento de analizar hasta qué punto son compatibles los cementerios con el turismo tal cual hoy lo conocemos”. No le gustaría, por tanto, que ocurriera como en las ciudades históricas, amenazadas “por un turismo que crece a veces sin tener en cuenta un criterio básico, la
sostenibilidad”.
Sea como fuere, más allá del turismo, los cementerios pueden ser utilizados “
desde el respeto, ya que este concepto que vuelve a aparecer me parece fundamental cuando se habla de este tema” como recurso para la educación, ya que en ellos “es posible leer la historia de la ciudad y sus habitantes, las transformaciones de la sociedad, la evolución de la arquitectura y las artes, etc.”.
Ése es el espíritu que nos anima. ¿Nos acompañan?