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Rabia, resignación y cansancio: una semana en el epicentro de la catástrofe

Todo lo que era intocable hasta que dejó de serlo, incluso la energía

En la última década y media se nos han amontonado los cisnes negros; fenómenos definidos por el economista Nassim Nicholas Taleb como aquellos que son altamente improbables pero que, de producirse, acaban teniendo un impacto capaz de cambiar el curso de las cosas. Generan, además, lo que llama “predictibilidad retrospectiva”; es decir, que una vez suceden, se toma consciencia de que se podían haber evitado y se crean teorías que explican por qué eran inevitables. No sólo los economistas son expertos en explicar el pasado. También estrategas, politólogos, ingenieras…

En 2008 una crisis financiera, que sólo en círculos muy pequeños de la periferia se vio venir, arrasó con décadas de progreso económico continuo en Occidente. y las políticas de cohesión social en Europa se vieron sustituidas por una austeridad que acabó abonando la desigualdad y socavando la confianza en la democracia. El modelo de sociedad europea, cuyas bases compartían socialdemócratas y democratacristianos, y que parecía intocable, cayó sepultado bajo la troika. Aún no nos hemos recuperado de aquello.

Cuando parecía que la desigualdad empezaba a menguar, la pandemia asestó un golpe de realidad a Occidente: un modelo de globalización repleto de riesgos traídos por la desindustrialización, la externalización y la deslocalización, dejó en evidencia a la todopoderosa Europa. El neoliberalismo, que se había convertido en el nuevo credo, saltó por los aires con el anuncio de mancomunar la deuda, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, y distintas herramientas de protección social. Elementos todos ellos que volvían a poner en valor la potencia de lo público para dirigir lo común, orientar inversiones privadas y alinear al conjunto de la sociedad en objetivos de progreso. Fue entonces cuando se empezó a hablar de autonomía estratégica.

Apenas la última ola había empezado a remitir, Putin materializó la amenaza que jamás pensamos que dejaría de serlo, llevándose por delante esa idea del Viejo Continente instalado en la paz y la seguridad

Apenas la última ola había empezado a remitir, Putin materializó la amenaza que jamás pensamos que dejaría de serlo, llevándose por delante esa idea del Viejo Continente instalado en la paz y la seguridad, y con ella reinstaurando de golpe los paradigmas realistas de las relaciones internacionales. Hoy, en Europa, volvemos a hablar de armamento, estrategias militares y economía de guerra. Confieso que soy de las que no saben nada de nada de todo esto, así que está tocando estudiar.

Tres cisnes negros que han cambiado de un plumazo cosas que parecían intocables, y todos ellos han tenido momentos donde la pelota se movía por el alero pudiendo caer de un lado u otro. La crisis financiera del 2008 podía haber servido para hacer más Europa –o más España– apostando por la igualdad y la cohesión social, pero la partida la ganó la ortodoxia neoliberal. La pandemia podía haber dinamitado las aspiraciones comunitarias dejando a cada Estado que saliera del atolladero como pudiera o apretando más las tuercas, como pretendían los frugales, pero se apostó por los sistemas de protección social, una vez constatado el enorme importe de la factura de no haberlo hecho en la crisis anterior. Ahora la invasión de Ucrania nos sitúa también en un punto de inflexión de temas que parecían inmutables, y cuya batalla se está librando ante nuestros ojos.

Uno de ellos, de carácter enormemente estratégico, es el de la energía. Ha tenido que ser una guerra la que pusiera en evidencia que el modelo energético, altamente dependiente de los combustibles fósiles, procedentes de países como Rusia o Argelia, supone una enorme amenaza para la seguridad en dos sentidos: porque nos hace depender de intereses ajenos y por su enorme contribución al cambio climático que ya nos está matando. Se podría hablar largo y tendido de las intenciones con que Alemania ha apostado estas últimas décadas por el gas ruso y de cómo así pretendían establecer una serie de dependencias mutuas que impidiera que Putin diera un mal paso; pero ya lo ha dado. En cualquier caso, la Unión Europea se ha comprometido a disminuir un 55% sus emisiones para 2030 y alcanzar la neutralidad climática en 2050.

La guerra nos ha hecho darnos de bruces con la realidad y se empieza a considerar, ahora sí, que hay que acelerar los cambios en el modelo energético para conseguir la autonomía estratégica en este sentido. Ahora bien, este objetivo debe aliarse con otro mayor que los europeos habíamos asumido previamente: liderar la lucha contra el cambio climático. El cambio de modelo, por tanto, no debería ser sustituir unos proveedores de gas por otros, sino, en el menor tiempo posible, conseguir el objetivo de 100% renovables y avanzar en eficiencia.

Una cosa es el corto –o inmediato– plazo, que debe concentrarse en bajar el precio de la energía para los consumidores, y otra el modelo al que hay que ir acercándose cuanto antes mejor. En el corto, al fin, en Europa se empiezan a tomar en consideración las propuestas que España planteó ya en septiembre y que entonces se miraron con desdén. El anuncio de Pedro Sánchez de iniciar una ronda con todos los jefes de estado de la Unión para consensuar estas medidas de cara al Consejo de los días 24 y 25 de marzo da una señal muy potente en esta dirección. Lo que parecía intocable, de nuevo, está dejando de serlo.

En el medio plazo, el proceso de descarbonización debe avanzar con todas las medidas de transición justas necesarias, compensando a las personas y territorios que salgan perjudicados de dicha transición. La economía europea, la competitividad de las empresas y el poder adquisitivo de la ciudadanía no pueden quedar expuestos a los vaivenes de un elemento como el gas, que ahora mismo es utilizado como arma de guerra, además de servir a Putin para financiarla. Echen un ojo a este contador digital del Centro de Investigación en Energía y Aire Limpio que va mostrando lo que la UE va pagando a Rusia por gas, petróleo y carbón desde el 24 de febrero, fecha del comienzo de la invasión. A la hora de terminar estas líneas, ya supera los 11.000 millones de euros.

Qué pena que haya tenido que venir una guerra para tomar conciencia de lo que ya era evidente: que el modelo energético basado en combustibles fósiles nos hace dependientes de socios poco fiables, nos deja en una situación de enorme inseguridad, y nos mata a través de la crisis climática, de la que es el principal responsable. Aunque solo sea por hacer de la necesidad virtud, es hora de acelerar la transición ecológica.

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