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El décimo vagón del tren (a Almudena Grandes)

Pablo López Camiña

El día que el poeta enviudó, llovía fuertemente y las vías del tren estaban cortadas en el paso de la cordillera. Era como un presagio. A la muerte le gusta hacer ese tipo de cosas. O quizás solo fuese un cínico cliché de la naturaleza. El caso es que el poeta la amaba, como solo sabe hacer quien de verdad ha conocido el amor. Y yo pensé inmediatamente en mis padres, que estaban atrapados en aquel tren de regreso a casa. Volvían de Madrid, la ciudad que los unió. Creo que les hubiese gustado estar allí unos días más, acompañando al poeta desde el confortable anonimato del lector y en el amargo compañerismo de la pérdida. Minutos más tarde me doy cuenta de que estoy equivocado y me los imagino nostálgicos, mirando al abismo de la oscuridad tras la ventana, en silencio. Quizás mi padre, que es muy organizado, se pusiese a hacer líneas verticales con el dedo en el empañado cristal del vagón, para recordar a cada ilustre que les ha dejado en los últimos tiempos, después de haberlos acompañado durante tantos años en libros, canciones y militancias. Esas personas bondadosas cuyas historias me contaban y después dejaban flotando en el ambiente de mi casa, como dientes de león en primavera. En mi estúpida rebeldía, en aquel momento ignoré la obra de casi todos, pero encontré un patrón que se repetía: la importancia de sus valores éticos; su compromiso. Ahora, cada muerte de sus iconos abofetea a mi pasado. Me insulto a mí mismo y lloro la pérdida como si yo fuese ellos, como si me hubiesen acompañado en mi vida como lo hicieron en la de ellos.

Mientras esperaba noticias de mis padres, me fui bajo la lluvia hasta la estación de trenes. Me senté en un húmedo banco, con las manos en los bolsillos y el paraguas haciendo un inmenso charco bajo mis pies. Pensé que la muerte es el tren para el que todos tenemos billete y al que nosotros –fieles siervos de la parca– siempre estamos esperando en el andén. Es un tren que nunca perdemos, aunque no sepamos sus horarios. Durante mi espera, veo pasar varios trenes de cercanías. La gente sube y baja de los vagones. Desde mi banco observo que todos los trenes son iguales, ¿cómo distinguir el de la muerte? Quizás se esconda en uno de los vagones, agazapada, oculta por una mascarilla negra. Como toda empresa ferroviaria, seguro que la muerte tiene varios tipos de vagones: el primero el de los tiranos, siempre pegados al poder de la locomotora; del segundo al quinto, para los magnates, que no es que sean muchos, pero habrán comprado varios para tener más espacio, con sus sillones y sus whiskies; los tres siguientes están reservados para los que pasamos por la vida como una hormiga en su hormiguero, esenciales pero discretos. El noveno vagón está ocupado por la gente buena, la que tiene principios morales, la que, si tiene diez minutos para ayudar a otros, dedica quince, porque ya mirará lo suyo en otro momento. Cualquiera sabe que Almudena está en el último. A remolque de una humanidad cada vez menos humana. Poniéndole freno a la muerte. Mirándola a sus cuencas vacías. Y la muerte, asustada, le dirá: «Almudena, tu alegría y tu coraje me han vencido. Adelante, pasa al décimo vagón, el de los inmortales».

Esa noche, cuando el poeta enviudó, sus libros, con el lomo de luto, se apoyaban los unos a los otros, dándose el pésame, abrazándose, entrelazando sus poemas con las novelas de ella. Un suave viento entraba en silencio por la ventana y balanceaba las hojas verdes de la pequeña hiedra, que caían por la estantería. Así, las hojas se confundían y no sabían si pertenecían ya a la planta o a los libros; si hacían fotosíntesis o poesía, si limpiaban el aire de la casa o la Historia de España.

Pablo López Camiña es socio de infoLibre

El día que el poeta enviudó, llovía fuertemente y las vías del tren estaban cortadas en el paso de la cordillera. Era como un presagio. A la muerte le gusta hacer ese tipo de cosas. O quizás solo fuese un cínico cliché de la naturaleza. El caso es que el poeta la amaba, como solo sabe hacer quien de verdad ha conocido el amor. Y yo pensé inmediatamente en mis padres, que estaban atrapados en aquel tren de regreso a casa. Volvían de Madrid, la ciudad que los unió. Creo que les hubiese gustado estar allí unos días más, acompañando al poeta desde el confortable anonimato del lector y en el amargo compañerismo de la pérdida. Minutos más tarde me doy cuenta de que estoy equivocado y me los imagino nostálgicos, mirando al abismo de la oscuridad tras la ventana, en silencio. Quizás mi padre, que es muy organizado, se pusiese a hacer líneas verticales con el dedo en el empañado cristal del vagón, para recordar a cada ilustre que les ha dejado en los últimos tiempos, después de haberlos acompañado durante tantos años en libros, canciones y militancias. Esas personas bondadosas cuyas historias me contaban y después dejaban flotando en el ambiente de mi casa, como dientes de león en primavera. En mi estúpida rebeldía, en aquel momento ignoré la obra de casi todos, pero encontré un patrón que se repetía: la importancia de sus valores éticos; su compromiso. Ahora, cada muerte de sus iconos abofetea a mi pasado. Me insulto a mí mismo y lloro la pérdida como si yo fuese ellos, como si me hubiesen acompañado en mi vida como lo hicieron en la de ellos.

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