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Fernando Pérez Martínez

Una fosa es, entre otras cosas, un agujero dentro de la tierra destinado a ser rellenado con restos humanos. También en fontanería se llama así al espacio destinado a recibir residuos fecales, por lo general situada en el punto más bajo del circuito séptico. Fue un accidente imprevisible que se mezclasen ambos conceptos. Yo digo que en el relato que escuché cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Según explicaba un jubilado que decía haber pertenecido a la unidad militar de élite conocida popularmente como la Guardia Mora, visiblemente emocionado no se sabe si por las libaciones y la falta de costumbre, o por la viveza de los recuerdos que le oprimían en tan señalada jornada. Prosiguió la narración fantástica que según afirmó le trasladó su yerno, empleado de mantenimiento en las dependencias monacales de la comunidad religiosa y la basílica horadada en la Sierra de Guadarrama:

El mausoleo está edificado sobre la roca viva del risco de la Nava, y, como es de dominio público, en el granito, por su propia constitución, se abren grietas con los cambios de temperatura, el paso del tiempo y los pequeños seísmos sólo detectados por los sismógrafos del servicio nacional sismológico del l.G.N. Algo de esto propició la ruptura del colector que recibía las aguas negras de los aseos de las celdas de los monjes y la previsible fuga y estancamiento de las aguas residuales hacia el punto más bajo de la basílica que resultó ser la tumba del dictador, encharcando desde hace años el fondo de la sepultura, sumergiendo el ataúd entre veinte y treinta centímetros en aquella accidental e inopinada fosa séptica.

Una fosa es, entre otras cosas, un agujero dentro de la tierra destinado a ser rellenado con restos humanos. También en fontanería se llama así al espacio destinado a recibir residuos fecales

Así ha permanecido recibiendo el contenido de los colectores que provienen del humano desahogo digestivo de la comunidad monacal. Desde hace décadas, a juzgar por el deterioro de las maderas nobles con que se construyó el ataúd.

Puede usted valorar el estupor de los operarios de la funeraria primero, y de los familiares, testigos, guardaespaldas, agentes judiciales y autoridades cuando se encontraron que la pestilencia que en mayor o menor grado todos esperaban no era producto de la descomposición de tejidos humanos, sino de la acumulación de detritus fecales procedente del sarcófago macerado en ellos. Todos y cada uno de los austeros monjes, desde el prior más frugal hasta el último de los miembros más hambrones de la congregación encargada de rezar y velar por el descanso eterno del famoso finado llevaban, sin saberlo, vertiendo aguas mayores y menores desde que se produjo la ruptura de la fontanería sanitaria hasta aquella misma mañana en la fosa donde reposaban los restos del dictador, porque al no ocasionar daños visibles en la estructura no se detectó la avería.

El equipo de operarios que se disponía a entrar en la fosa una vez retirada la ciclópea losa que la cerraba, dieron un paso atrás como un solo hombre. Nadie se atrevía a poner en palabras la involuntaria profanación perpetrada por los severos frailes, hasta que uno de los empleados reclamó: iun técnicol, para que diese explicación a la repulsiva visión que les puso las tripas boca abajo y para que impartiese instrucciones según las que proceder. Tras un minuto de desbarajuste los miembros de la familia que asomaron la cabeza al borde de la sepultura se retiraban horrorizados balbuceando: iprofanación! , iterroristas!, entre destempladas voces de desconcierto, dirigiendo miradas vidriosas cargadas de rencor hacia las autoridades que permanecían retiradas buscando pasar desapercibidas durante las tareas de apertura de la tumba previas a la exhumación.

Con rapidez se introdujo una tabla bajo el ataúd para asegurar que no perdiese su carga durante la extracción y conducción de los ilustres restos a un helicóptero

El hombre de severo traje oscuro se separó de sus compañeros y fue a enterarse de qué había producido la espantada y barullo en operarios y parientes. Salió pálido, conteniendo la respiración, apretando los labios y las aletas de la nariz, acercándose a paso vivo al grupo de autoridades responsables de velar por la eficiencia del dispositivo diseñado. lntercambió cuchicheos con sus atónitos compañeros, que pasaron rápidamente a verificar el informe verbal depuesto y acto seguido, tras breve deliberación, se impartieron nuevas órdenes ejecutivas a los operarios de la empresa de pompas fúnebres, que en menos que se tarda en decirlo se enfundaron en ropa hermética e integral y procedieron unos a meter sus botas blancas de hule chapoteando en el fermento orgánico para comprobar si la caja resistiría ser izada y otro salió disparado en dirección a la puerta que comunica la basílica con las dependencias del monasterio para impedir que se vaciasen más cisternas durante lo que durase la operación de rescate del féretro de entre la ciénaga de aguas fecales. Con rapidez se introdujo una tabla bajo el ataúd para asegurar que no perdiese su carga durante la extracción y conducción de los ilustres restos a un helicóptero.

Tras ocultar el estado de descomposición de las maderas nobles con que fue construida la caja docenas de años antes, envolviéndola en un forro de ataúd, la comitiva familiar contemplaba con horror que la porosa estructura que contenía a su familiar, macerada tantos años en aquel maloliente légamo fecal, no paraba de destilar sobre la tabla que servía de improvisadas andas. Alguien ajeno al grupo de familiares alzó la voz para reclamar compostura mientras se sustituía el primer forro empapado por otro nuevo apremiando: cuanto menos tardemos en sacarlo más posibilidades hay de no tener que dar enojosas explicaciones sobre la indecencia descubierta. Así que los descendientes designados días antes para conducir el féretro a hombros se resignaron formando la comitiva, con atenuado entusiasmo y fueron tomando posiciones ante la evidencia de que el retraso en el bizarro y arrogante traslado aumentaba las posibilidades de que aquello tuviera mal final. Tras conminar con palabras destempladas, plagadas de histéricas amenazas con el averno judicial a los presentes, exhortando a guardar silencio sobre la inmunda sorpresa, se aprestaron a recibir el maltrecho y embebido embalaje.

Cuando alguien dio la voz de marcha, se abrió la pomposa hoja de la enorme puerta de la basílica mientras el cortejo aplastado por el peso de su carga iniciaba con pasitos cortos reteniendo el deseo de salir corriendo y acabar cuanto antes. Contuvieron la respiración mientras la humedad calaba el paño negro de sus solemnes abrigos.

La verdad provoca tal estremecimiento séptico que nadie querrá mancharse dando verosimilitud a la narración. Algo así oí al pensionista de la Guardia Mora contar a quien quisiera enterarse...

En el exterior las cámaras captaron la escena que buscaban. Las respiraciones contenidas proporcionaban expresión a los rostros que confundirían con el esfuerzo, la emoción, el gesto acorde con el protocolario momento. La calidad de los espesos paños con que confeccionaron los abrigos de los deudos absorbió eficazmente cuanto líquido empapaba las maderas podridas filtrándose a través de guantes y ropas de los porteadores. Fue lo que vieron los espectadores desde el otro lado de la pantalla de sus televisores. La verdad provoca tal estremecimiento séptico que nadie querrá mancharse dando verosimilitud a la narración. Algo así oí al pensionista de la Guardia Mora contar a quien quisiera enterarse...

La aristocrática y angulosa Carmen Polo se dejaba cortejar por el comandantín africanista destinado en la guarnición de Oviedo, contra el criterio de la familia de la novia, que le consideraba un partido mediocre, del estilo de un torero. El comandantín, si bien físicamente era poca cosa, había sabido gestionar con habilidad no exenta del pertinente peloteo la simpatía que el rey Alfonso XIII le dispensó, dado su predicamento en la prensa madrileña en elogiosas a la par que épicas crónicas bélicas muy del agrado de los lectores de la época, propiciadas, según fuentes solventes, por el interesado. La distinción real llegó al punto de significarse como padrino de su boda, si no del todo, lo hizo mediante un general del Tercio.

Dispuesta a compensar a la familia por el disgusto que representó su noviazgo con el pseudo torerín, ascendido a teniente coronel por méritos y habilidades ya manifestadas en entrevistas y reportajes, y su interesada relación con el monarca, desarrolló un particular síndrome de Diógenes.

La aristocracia de finales del XIX manifestaba su poder y riqueza inspirada en los tesoros de la cueva de Alí Babá, vajillas de metales nobles, cofres rebosantes de piedras preciosas entre las que sobresalían ristras de perlas de albura centelleante irisadas de reflejos nacarados de delicadas y sutiles coloraciones en aguas hechiceras capaces de hipnotizar las miradas. La codicia de Carmen sucumbió a esta debilidad quedando patente en el sobrenombre que recibiría en el futuro: la Collares, y en el terror entre el gremio de joyería de las localidades que visitaba dado el habitual saqueo de las mejores piezas, a su criterio, de las vitrinas, que dejaba tiritando, de los establecimientos que frecuentaba en calidad de dictadora-caudilla consorte, sin reparar en el, para ella, insignificante detalle de abonar las piezas de su agrado y que hacía de su propiedad sin más trámites.

La codicia y el ansia de acumulación de riquezas se manifestaba en el sueño pueril de ambos de reposar sobre perfumados colchones de brocado y áureas filigranas de oro envueltos en aromas de almizcle y bergamota, dándose la circunstancia de que, a su muerte, ambos compartirían similar envoltorio en sendas fosas en que fueron inhumados, en tiempo y espacios diferentes. El uno macerado durante más de cuarenta años, en el suntuoso y faraónico mausoleo que se hizo construir, sumergido en el resultado de copiosas digestiones de mozallones benedictinos tras la ingesta de berza y otros manjares. Ella, más modestamente, en el panteón familiar, construido sobre la red de aguas negras que desaloja el producto de menestrales digestiones, que en fecha indeterminada empaparon hasta dejar inmerso féretro y contenido en la misma materia desalojada por los vecinos rústicos o refinados, toscos o pulidos, de Mingorrubio o El Pardo, por tiempo indeterminado.

Y así se cumplieron los deseos de la pareja de compartir lecho eterno. No era exactamente lo imaginado pero al menos compartieron aromas y texturas.

Siempre he defendido el derecho a profesar íntimamente la superstición que más se acomode o sea del agrado de cada cual. Como no soy dado a creer en las casualidades, prefiero considerar que el destino, sea esto lo que fuere, ha ejercido lo que comúnmente se conoce como justicia poética para compensación, regocijo o simple divertimento de los millares de víctimas y damnificados por el paso por este mundo de tan desagradable pareja.

Tal cual diría un clérigo al uso: Descansen eternamente en el lecho a que sus merecimientos hizo acreedores.

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Fernando Pérez Martínez es socio de infoLibre.

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