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Lo que importa son las personas

Francisco Goya Santesteban

La globalización ha hecho que, en cualquier rincón del mundo, cualquier persona que tenga acceso a una conexión y a un ordenador pueda enterarse instantáneamente de todo lo que sucede en cualquier otra parte. El mundo se ha hecho mucho más estrecho y pequeño y ya no parecen tener demasiado sentido unas fronteras trazadas en un mapa y que, a menudo han sido trazadas como consecuencia de guerras y destrucción.

La Unión Europea –que surgió como idea para evitar una nueva devastación humana y que se configuró en un primer momento como un sistema fundamentalmente de intercambio comercial, económico y de personas– y los acuerdos de las potencias vencedoras (Breton Woods) facilitaron en un primer momento la implantación y extensión de un Estado de Bienestar en Europa, que ha pervivido con altos y bajos hasta la primera década del siglo XXI.

El actual modelo económico imperante basado en el individuo, en las capacidades de cada uno, en la competencia agresiva con el único fin de acumular más, de generar más de sobreexplotar la tierra y los recursos, ya no es sostenible y ha conducido fundamentalmente a una mayor desigualdad.

Parece legítimo que cada persona desee progresar, mejorar, tener un trabajo cada vez mejor y mejor pagado con menos horas: queremos tener la seguridad y la comodidad, y también la libertad para ir dónde nos apetezca, disponer de nuestro tiempo y nuestro dinero sin que nada ni nadie nos lo impida. Mucho menos si se dispone de poder o riqueza. Pero, ¿es aceptable el progreso de unos cuantos a costa de la mayoría, que lleva consigo el sufrimiento de los que menos tienen? ¿Nos lo podemos permitir como sociedad?

La tecnología es el medio que el ser humano ha encontrado buscando lo anterior: una tecnología que mejora la productividad, que ha multiplicado el desarrollo de casi todos los países, pero que como consecuencia inmediata genera una destrucción importante de puestos de trabajo, al menos en el mundo desarrollado occidental y por tanto mucha mayor precariedad para un mayor número de personas lo que a su vez genera mayor presión sobre el sistema social de los países y rechazo al inmigrante, al diferente. No nos gustan los okupas, pero tampoco aceptamos a los menas. A quienes vienen a ganarse la vida y recoger nuestros campos los tratamos en condiciones miserables, como si fuesen ciudadanos de segunda o de tercera, pero esperamos que vuelvan en la campaña siguiente.

La tecnología, usada por quienes tienen el poder, nos controla: ahora es posible saber prácticamente cualquier cosa de cada uno de nosotros, e incluso nosotros mismos consciente e inconscientemente alimentamos ese proceso interactuando en las redes. Todos estamos muchísimo más expuestos, aunque mucho más las personas públicas, que deberán encajar la crítica por lo que hagan, asumir sus responsabilidades y afrontar las consecuencias de sus actos. La rendición de cuentas, la transparencia, la información veraz, antes que la desinformación o las campañas de insultos gratuitos, que no favorecen la credibilidad de nuestros políticos y seguramente se volverán en contra de quienes los produzcan.

Tener tantas posibilidades hace que las relaciones que parecen mucho más ricas, más extensas, sean en realidad mucho más frías y limitadas. El miedo, la inseguridad, el desconocimiento o simplemente el tratar de conservar nuestros privilegios nos hacen querer cerrar fronteras, que los inmigrantes no vengan, que cada persona no pueda vivir su identidad como desee, que nuestros mayores se queden confinados en residencias gestionadas buscando la mayor rentabilidad económica posible, que quienes no son (somos) productivos dependan de la profesional y el cuidado de unos profesionales de los que solo nos acordamos en momentos de crisis extrema.

Las leyes de las que una sociedad democrática se dota y que deben ser para todos, las uso a mi conveniencia y si no me sirven las cambio o si no puedo cambiarlas no las cumplo, dicen algunos. Quienes ostentan el poder y la representación son quienes tienen una mayor obligación de trasparencia: cuanto más alta es su posición, más exigible resulta la honestidad en la información que se transmite.

La solidaridad es uno de los valores del ser humano, pero no puede depender de la voluntad individual de las personas. Por eso, para progresar como sociedad, debemos continuar avanzando en la construcción de sociedades más igualitarias donde todos tengan cabida sea cual sea su color, su religión, su identidad o sus capacidades. Cada persona es valiosa en sí misma, en lugar de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestros privilegios, valores y costumbres, aceptemos la riqueza que nos aporta la persona a nuestro lado. Lo que importa son las personas y sus actos, no su color o sus apellidos.

La globalización ha hecho que, en cualquier rincón del mundo, cualquier persona que tenga acceso a una conexión y a un ordenador pueda enterarse instantáneamente de todo lo que sucede en cualquier otra parte. El mundo se ha hecho mucho más estrecho y pequeño y ya no parecen tener demasiado sentido unas fronteras trazadas en un mapa y que, a menudo han sido trazadas como consecuencia de guerras y destrucción.

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