Verónica Barcina

En la ciudad, quien más y quien menos había oído hablar de Isidoro. La realidad y la ficción se habían fusionado para elaborar una leyenda en torno a su vida y un mito alrededor de su persona. Octogenario como Alfonso, desde su “jubilación” había suscitado un lamentable debate entre las personas de su quinta sobre su salud mental que afectaba a la fábula tejida como biografía popular durante tantos años y que valía para un par de generaciones.

Apareció en los 70 con el puño levantado y la lengua levantando alarmas en los poderes, pasiones en los trabajadores y fervores en el imaginario popular. Pese a su juventud, su palabra bastaba para parar una fábrica, llenar los parques de reivindicaciones o cortar la carretera nacional en plena dictadura, desafiando al gobernador, a grises, civiles, jueces y curas. Tanto hablaron, tanto escribieron de él, tantas gestas le atribuyeron, tantos logros le adjudicaron que a los 40 parecía haber superado en hitos históricos a Carlomagno.

“No ha cambiado ahora, siempre fue así —abrió la partida Antonio”. Ángel puso la seis tres con un murmullo: “Y pensar que lo creímos…”. Manolo dobló a tres cuando intervino una mirona, “Era muy guapo, se llevaba a las mujeres de calle”, y él respondió con un agrio comentario: “Apoyado por la gente humilde, no dudó en hacerle la cama al dinero”. Alfonso colocó la seis cuatro callado y Miguel alzó la voz desde la barra aprovechando que no había más clientes: “¡No olvidéis cuando montó patrullas de encapuchados para limpiar la ciudad de chorizos!”“¡Ni cuando puso la seguridad en manos de una multinacional! —respondió otro mirón”. Antonio colocó la cuatro pito y sentenció: “Ni fue ni es trigo limpio”.

Su mano izquierda no sabía lo que hacía su derecha... Isidoro se libró alegando que él no conocía los hechos: otros pagaron

En los 90, en pleno apogeo de su fama y su poder, Isidoro se dejaba caer por Casa Manolo de tarde en tarde. En esos años ya disponía de asesor de imagen y una taberna recién inaugurada por un exiliado retornado de Suiza en un barrio obrero era publicidad que no cabía desaprovechar. En las paredes, enmarcadas, convivían con el “cu–cu” fotos de cuando Manolo atendía el negocio y alguna más reciente colocada por Manolo. Estaban Zubizarreta, Abraham Olano, Juanito Valderrama, Ismael Serrano, Almodóvar, Rossy de Palma… pero ninguna de Isidoro, a pesar de que los flashes lo escoltaban a todos los sitios.

“Un rojo —se lamentaba Ángel con la tres cinco— ...durante años dio el pego haciendo el papel de rojo”“¡Coño!, hasta los suyos se lo creyeron —puso la cinco dos Manolo”. “Ya te digo —habló, ahora sí, Alfonso con la pito dos— hasta el día que renegó del marxismo siguió pareciendo rojo”. Estaba claro que, esa tarde, la clientela pertenecía a una de las generaciones damnificadas por el fraude ideológico de Isidoro, a excepción de Miguel.

Su mano izquierda no sabía lo que hacía su derecha, por eso no se enteró de las elevadas sumas de dinero no justificado que manejaban los suyos, ni de la ingeniería contable que cuadraba facturas y conceptos facturados, ni de los ciudadanos secuestrados, torturados, asesinados y enterrados en cal viva por sus patrullas a las que se les fue de las manos el escarmiento. Isidoro se libró alegando que él no conocía los hechos: otros pagaron.

La partida registraba un contundente cuarenta y ocho a siete a favor de Ángel y Alfonso que acabó siete minutos después en cincuenta a siete. La tarde había animado a la clientela que ya ocupaba medio aforo en las mesas y en la barra. Más tarde, zapeando para buscar un partido de fútbol sala, apareció Isidoro en un programa junto al bufón de derechas que lo presentaba. Elevó el volumen y todo el mundo pudo oír el enésimo ataque senil al que fuera su partido. “¡¡Mira el estómago agradecido…!! —gritó una clienta— ¡¡¡Sinvergüenza!!!”.

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Verónica Barcina es socia de infoLibre

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