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De novelas y supercherías

Gonzalo de Miguel Renedo

Con las novelas malas pasa lo que con esas barras baratas de pan, que si las sueltas en el aire se quedarían flotando, tal es su inconsistencia. Se habla mucho de la crisis de la novela, pero debería hablarse más bien de la crisis de la buena novela. Las malas se sostienen en cartel desde que el género nació a la vida moderna, allá, en un lugar de La Mancha. Hablar de novelas es hablar, en muchos casos, de rollos narrados, por mucha promoción millonaria que las ensalce. Nadie podría imaginar lo contrario, es decir, que todas ellas representen piezas esenciales del siglo, monumentos de nuestro tiempo o hitos imprescindibles para comprender el momento que nos ha tocado vivir, tal y como aseguran sus editores, cubriéndose bien las espaldas en sus cuidadas cubiertas.

De lo que no cabe duda es de que la inmensa mayoría no será nada por mérito propio, quiero decir que morirá sin haber nacido.

Una persona no dispone de todo el tiempo del mundo para leerlo todo. En España, ni siquiera para leer algo. Mostrándonos generosos, es posible que leyera unos cien libros en su vida, menguada cifra que obliga a la discriminación negativa. Deberíamos reservar a las obras maestras una parte principal de nuestra disponibilidad, apartando una pequeña ración para los candidatos a la posteridad. Un equitativo 90/10 sería ideal: noventa para los consagrados, diez para los aspirantes. Lo inquietante, sin embargo, es que los lectores invierten los factores, cayendo inevitablemente en brazos de la palabra superflua, lo que confirma la denuncia de Nabokov: “En el mundo de la basura, no es el libro lo que proporciona el éxito, sino los lectores”.

Si ciertas novelas pesan algo, o son niebla vaporosa que traspasa sin calar hasta el tuétano, constituye un enigma cuya solución no encontraremos en los diversos idiomas en que han sido traducidas, ni tampoco en el testimonio venal de quien ve calamares gigantes donde sólo hay borrones en su tinta. ¡Qué pena de tinteros vacíos! Para muestra, un Zafón, autor siempre de moda, quien afirma que la novela es como un beso: inexplicable. Nada de eso, salvo que pretenda dárnosla con queso. La novela, si acaso, es un recital de puñetazos, “cuya calidad debería juzgarse por el tiempo que luego uno tarda en recuperarse” (Flaubert). Resulta evidente que, salvo cuatro pesos pesados, son los púgiles escuchimizados, incluyendo, a mi juicio, a encumbrados sin causa como Pérez-Reverte o Marías, quienes pegan fuerte en el cuadrilátero de la narrativa vendida. Y es preciso revolverse con un gancho contra esta corriente de mistificación editorial que devora nuestra intimidad con sus caricias retóricas y que entontece al público con su deporte preferido: el lanzamiento de ladrillo. El lector no debería prostituir su intelecto, por raquítico que ande, ni canjear su tiempo por migajas hueras. Hay que desterrar esa bollería industrial de las letras que nos consume y atacar cumbres más altas, como La montaña mágica. No hay escasez de buen género que justifique la fea inclinación hacia la novedad despilfarrada. Sepan los lectores, además, que las novelas de verdad, como los vinos excelentes, una vez que airean sus propiedades embelesan a cuantos las rodean, con la ventaja añadida de que permanecen siempre, al revés que un Vega Sicilia, que se pierde sin remisión.

Ortega y Gasset escribió que la esencia de lo novelesco no está en lo que pasa, sino en lo que no es “pasar algo”. Si en muchas novelas se prescindiera del relleno, novelas en esqueleto las llamaba Unamuno, los invertebrados dominarían la fauna literaria. Con todo, algún postizo implantado en sus solapas consigue vertebrar sus figuras deshuesadas, haciéndola triunfar y pasar por lo que no son. Y ese éxito injusto de lo vacío sobre lo valioso nos humilla, lo mismo que en el trabajo lo hace el ascenso inmerecido de la mediocridad rampante. Vale. _____________________

Gonzalo de Miguel Renedo es socio de infoLibre

Con las novelas malas pasa lo que con esas barras baratas de pan, que si las sueltas en el aire se quedarían flotando, tal es su inconsistencia. Se habla mucho de la crisis de la novela, pero debería hablarse más bien de la crisis de la buena novela. Las malas se sostienen en cartel desde que el género nació a la vida moderna, allá, en un lugar de La Mancha. Hablar de novelas es hablar, en muchos casos, de rollos narrados, por mucha promoción millonaria que las ensalce. Nadie podría imaginar lo contrario, es decir, que todas ellas representen piezas esenciales del siglo, monumentos de nuestro tiempo o hitos imprescindibles para comprender el momento que nos ha tocado vivir, tal y como aseguran sus editores, cubriéndose bien las espaldas en sus cuidadas cubiertas.

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