Los tres virus

Carlos López-Keller

“Nos invaden, ¿pero no te das cuenta?, los inmigrantes, el islam, ¿no lo ves?, están por todas partes”. Desde la terraza donde estábamos sentados, yo miraba las casas vacías, los locales abandonados, los recuerdos de las viejas tiendas de mi pueblo; según la Wikipedia, ha perdido la mitad de población desde 1990. Sin embargo, el gran problema, dice, es que nos invaden. No lo vimos venir. 

La entronización de Trump en Estados Unidos pone en cuestión las bases mismas de la democracia, que no consiste, como se simplifica habitualmente, en el principio “una persona, un voto” sino en el más complejo “una persona, una persona”: cada persona es un ser humano y debe ser tratada como tal, por encima de los votos, por encima de las supuestas democracias. Toda persona debe ser respetada, atendida y promovida en igualdad de condiciones, con independencia de su origen, nacionalidad o religión. 

¿Pero qué pasa en una democracia cuando la mayoría comienza a actuar infestada por un virus que olvida este principio? Pues que deja de ser una democracia y pasa a ser una dictadura donde se vota. 

Pongamos que el virus se llama capital y los votantes, debidamente hipnotizados por un péndulo que hace ‘tik-tok”, reniegan del cambio climático y de la igualdad de género, mientras abrazan la energía nuclear y petrolera; unos votantes empobrecidos que votan a favor de un Estado empobrecido que no les provea de servicios públicos; unos votantes felices de que no se les suban las pensiones ni el salario mínimo, que creen que sus enemigos son la gente todavía más pobre, los inmigrantes aún más míseros, ¡en especial, los niños!, mientras los ricos que manejan el péndulo del mesmerismo les saquean los bolsillos. 

Pongamos que el virus se llama religión, y los votantes, imbuidos en ideas neolíticas que se resisten a desaparecer, se consideran los elegidos por un dios omnipotente (que puede pero, al parecer, no quiere) y llegan a sostener que el creador de trillones de estrellas les prometió un trozo de terreno aquí para ellos solos; unos votantes que reniegan del otro y apuestan democráticamente por una política genocida contra quienes creen en otra deidad diferente, un dios menor menos civilizado que el suyo propio.

Pongamos que el virus se llama nación, y los votantes, acunados por himnos y banderas, se tienen por dueños exclusivos de la tierra que pisan y, de la misma forma que los perros van marcando a orinazos los lindes de sus dominios, así deciden ellos democráticamente elevar muros y fronteras siempre, por supuesto, después de haber esquilmado las naciones vecinas; unas fronteras que no dejan pasar a los desahuciados, pero permeables a los productos que el capital les encarga a precio de ganga.

Pongamos que hemos sucumbido a los tres virus al mismo tiempo, y nos han convencido para recelar del nacido fuera, del nacido pobre y del nacido creyente en otros dioses. Al mismo tiempo, amamos al dueño del capital, al prodigio del hombre que año tras año nos va arrebatando dinero, pagándonos de menos o cobrándonos de más. ¡Qué lúcidos, qué gran visión empresarial! ¿O dónde creen ustedes que estaban el año anterior los 2.800 millones de euros que Amancio Ortega recibió el año pasado? Álvarez-Pallete, tras subir año tras año los precios de Movistar, se retirará con una morterada absurda de millones que le permitirá, qué sé yo, dormir en una cama de un kilómetro cuadrado.

Pongamos que hemos sucumbido a los tres virus al mismo tiempo, y nos han convencido para recelar del nacido fuera, del nacido pobre y del nacido creyente en otros dioses

Mientras tanto, una generación entera no podrá comprarse un piso ni tener un trabajo mejor que el de sus padres, pero a los votantes ya no les importa nada. Estamos literalmente atrapados en las redes de estos plutócratas que van acumulando el poder, el dinero y el prestigio que estamos dispuestos a regalarles. Los que hoy aclaman a Trump en la Casa Blanca no esperan ya sentarse a la mesa de la prosperidad, sino bracear en la corriente votando para que se expulse al vecino y se reduzca así el número de quienes recogen las migas que caen de la mesa. En palabras de El Roto, somos ternerillos felices de haber invertido nuestro dinero, comprando acciones del matadero. 

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Carlos López-Keller es socio de infoLibre.

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