Adrien Brody estremece con 'The Brutalist', un prodigio en la mejor tradición del Hollywood clásico

Nos hallamos, no hay duda, ante una película grande. El metraje de The Brutalist alcanza los 215 minutos dividido en una obertura, dos actos y un epílogo. Los actos están separados por un intermedio. La película está rodada asimismo en VistaVision, formato de celuloide acuñado por Paramount en la década de los 50 como competidor para el panorámico que ofrecía entonces el Cinemascope. Se dejó de emplear muy pronto, ante la dificultad de que las salas se ajustaran a sus requisitos de proyección. El rostro impenetrable, western dirigido y protagonizado por Marlon Brando, había sido hasta ahora la última película rodada íntegramente con VistaVision, en 1961.
Y aquí tenemos The Brutalist, cuyo hilo argumental fluye a través de más de 30 años de historia geopolítica. Tal grandeza hay en su mera descripción, que es tentador ceñirse a ella al reparar en que la película se titula como se titula y narra las desventuras de un arquitecto. ¿No se ajusta el “brutalismo” de The Brutalist a esa ambición monumental? ¿No serviría como guía puestos a aclarar las intenciones de Brady Corbet como director? Estamos hablando de un arquitecto, de EEUU, y al igual que pasó con la Megalópolis de Coppola hace unos meses, podemos acordarnos del objetivismo de Ayn Rand. De El manantial como aval de una grandeza individual, egoísta.
Solo que sería inadecuado. Incorrecto, de hecho. La escuela arquitectónica a la que pertenecen las creaciones de László Tóth (Adrien Brody como refugiado húngaro que busca hacer fortuna en la proverbial tierra de las oportunidades) no se ajusta a principios de ornamentación y grandes alturas como sí podrían suscribir el gótico o las corrientes maximalistas. Lo de brutalismo no viene de “brutal”, sino de “en bruto”. Sin abalorios, tal y como es. Es una escuela que se inició en Gran Bretaña como vía de reconstrucción urbana tras la II Guerra Mundial, buscando un pragmatismo en línea directa con la Bauhaus y su preocupación por que la forma fuera inseparable de la función.
Esta línea vertebra la propia trayectoria profesional del protagonista de The Brutalist, justamente habiendo estudiado en aquella institución de la República de Weimar antes del advenimiento nazi para, a su llegada a EEUU, mutar el estilo y preferir no ocultar nada en sus construcciones. El personaje de Brody decide entonces que sea visible el hormigón, sin capas ni pintura, asegurando a quien le pregunta que en eso radica la esencia de su oficio: la presentación es la construcción, la explicación de lo que se es. La verdad revelada al mismo tiempo que se conjura.
En esta concepción las cuestiones relacionales del espacio —poder definirse a través de dónde y qué le rodea— pierden peso, y entonces sí nos toparíamos con una metáfora arquitectónica que pueda describir The Brutalist de cabo a rabo. Que, de hecho, englobe la corta pero deslumbrante carrera de Brady Corbet como cineasta: siempre reticente a la gramática habitual de plano/contraplano/plano general para resolver sus escenas. En The Brutalist no hay mucho de eso, lo que implica que es difícil relacionar a los personajes con su entorno y que la narración fluya diáfana y legible a partir de un consenso espacial. The Brutalist apuesta por la confusión desde su obertura, acaso la escena más estremecedora del último cine estadounidense.
Es una escena donde sucede algo similar a la introducción de El padrino: Parte II —para abordar The Brutalist hay que citar a Coppola al menos dos veces—: un inmigrante llega a Ellis Island tras esquivar la muerte y le recibe la Estatua de la Libertad. Solo que, en la versión de Corbet, este hallazgo se consuma en un plano secuencia donde la cámara no se despega de Brody, y la mezcla de su angustia combinada con la voz en off de la esposa a la que ha tenido que abandonar en la Vieja Europa culmina con una la visión efectiva de la dama de la antorcha… temblorosa y volteada.
A lo largo de estos infartantes minutos ha sonado con intensidad la banda sonora de Daniel Blumberg, integrada casi enteramente por variaciones de tres notas sin que por eso deje de sobrecoger y garantizar que las imágenes nos absorban. Es un pasaje ominoso, claro, pero también y ante todo revelador. Busca demoler las convenciones que, dentro de la tradición cinematográfica a la que responde —hollywoodiense y europea a la vez, habiendo aprendido Corbet de maestros como Von Trier o Haneke a base de actuar en sus películas—, habrían favorecido un relato concreto.
Ese relato es la historia del siglo XX. ¿Y qué quiere hacer Corbet con ella? Pues evidentemente exhibirla “en bruto”, mostrar su hormigón, revelar una constitución verdadera de forma simultánea a que vaya tomando cuerpo. Es un propósito ambicioso pero Corbet ya quiso hacer algo similar en La infancia de un líder y Vox Lux: imaginar las décadas que cimentaron nuestro presente como una convulsa simbiosis de traumas que dieron pie a ideologías, inercias culturales y traumas nuevos. Entre estas ideologías podemos encontrar el dichoso objetivismo randiano, pero dado la vuelta. Como la Estatua de la Libertad.
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Decía Walter Benjamin que “todo documento de civilización es a la vez un documento de barbarie” y en esta frecuencia sitúa The Brutalist su mirada a los EEUU de mediados del siglo XX. Con el desdichado Tóth como punto de vista, la película desenmascara las imposturas de un relato que no solo es fundacional para Occidente sino también —en una reverberación del Holocausto que nos lleva orgánicamente a la articulación del Estado de Israel— condición de posibilidad para los crímenes de hoy. El racismo y la voluntad de poder de las élites —representadas por el personaje de Guy Pearce en otra construcción espléndida— envuelve a los personajes de Brody y Felicity Jones, inseparables de ese hormigón que el arquitecto utiliza para su expresión artística.
Expresión mutilada culturalmente, históricamente, por ese poder que The Brutalist radiografía sin ahorrarse violencia. Conduciendo, quizá, a algún giro vulgar en el segundo bloque, y sin por lo demás negarse a sí misma un nuevo tipo de grandeza. Una grandeza que no está deshumanizada —la intimidad de la escritura entre Brody y Jones es la que finalmente cala más profundo—, y desde luego tampoco es nostálgica. No reclama, al menos no directamente, que el cine debería conservar el carácter de correlato histórico que nadie le disputó durante el siglo XX.
Corbet ha explicado que solo quería el VistaVision para ajustarse a la época en la que se ambienta la mayor parte de la historia. Unido este gesto a lamentables coyunturas de la contemporaneidad —como el criticado uso de la Inteligencia Artificial para ciertos aspectos de la producción—, The Brutalist no mueve a pensarla como una película “de las que ya no se hacen”. Es, en realidad y ferozmente, una película que solo es posible ahora. De una urgencia y una lucidez que suplica, exige, que su medio esté a la altura de los tiempos.