Las universidades públicas, “marca Madrid” Cristina Monge

Entre muchas otras señales del maremágnum en el que nos sitúa el regreso de Donald Trump a La Casa Blanca, no es menor la que plantea la posible salida de Estados Unidos de la OTAN. Lo que unos ven con esperanza, creyendo que así los miembros de la Unión Europea nos veríamos más libres, otros lo perciben con inquietud, por considerar que eso nos dejaría indefensos frente a Rusia. En un intento por aclarar su posición, achacando de paso a los medios de comunicación europeos un comportamiento histérico y demandando un generalizado incremento de los gastos de defensa hasta el 5% del PIB de cada uno de sus miembros, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, ha insistido en su primera visita a la sede de la OTAN que EEUU seguirá en la Alianza Atlántica.
Si se repasa la evolución del denominado vínculo trasatlántico desde el final de la Guerra Fría, es inmediato concluir que la suerte de sus aliados europeos ha ido perdiendo peso en la agenda de las diferentes administraciones estadounidenses, tanto republicanas como demócratas. En términos positivos, cabría argumentar que esa deriva responde al hecho de que la prolongada convivencia pacífica dentro del marco de la Alianza (y de la Unión Europea) entre antiguos enemigos ha descartado la guerra entre ellos y, por tanto, ya no sería tan necesario el papel aglutinador y hasta pacificador que Washington ha desempeñado durante décadas. Europa, con la evidente excepción de los Balcanes, se habría convertido en un continente menos conflictivo y más capaz de gestionar sus propias controversias sin recurrir a la violencia y, en consecuencia, no sería ya tan necesaria la atención estadounidense. En términos más realistas, la emergencia de China como principal rival estratégico explica –ya desde los tiempos del “pivote Asia-Pacífico” formulado en 2012 por Hillary Clinton como secretaria de Estado bajo la presidencia de Barack Obama– la intención de los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca de reducir la huella estadounidense en Europa para poder concretar más esfuerzos en hacer frente a quien aspira a convertirse en el nuevo hegemón mundial.
Para Washington la OTAN ha sido el instrumento principal para evitar que surja en el continente europeo una potencia que pueda rivalizar con su poder y para garantizar sus intereses económicos
Un giro que ahora se hace más evidente en el contexto de la guerra en Ucrania, con Trump empeñado en hacer claudicar a Zelenski ante Putin, dejando de paso a la Unión Europea fuera de juego, al proclamar el inminente fin de la ayuda militar a Kiev y su negativa a otorgar garantías de seguridad a quien corre el claro peligro de perder buena parte de su propio territorio. En todo caso, no cabe interpretar ese giro como la señal inequívoca de que Trump va a decidir la retirada de la Alianza. Además de servir hasta 1991 para contener a la Unión Soviética, por el temor a que Europa occidental quedara bajo la órbita soviética, para Washington la OTAN ha sido (y sigue siendo) el instrumento principal para evitar que surja en el continente europeo una potencia que pueda rivalizar con su poder y para garantizar sus intereses económicos. Por eso Trump puede insultar a sus hasta hoy aliados europeos, decirles que animará a Putin para que haga lo que quiera con los que no cumplan con el compromiso de aumentar su gasto de defensa y amenazarlos con la retirada de la cobertura que su paraguas nuclear les ha proporcionado desde los peores tiempos de la confrontación bipolar de la Guerra Fría. Pero carece de sentido que decida renunciar a una palanca que le sirve tanto en el terreno político-militar como en el económico.
Gracias a la OTAN, EEUU cuenta con un marco de relaciones que le permite subordinar a esos mismos aliados a su dictado en la medida en que, en última instancia, es el garante de su seguridad ante amenazas que ninguno de los países europeos, ni juntos ni mucho menos por separado, están en condiciones de neutralizar con sus propios medios. Pero es que, además, esa misma condición de líder indiscutido le permite gozar de una enorme ventaja como su principal suministrador de material de defensa. Los aliados europeos, en definitiva, constituyen un atractivo mercado cautivo, sin margen de maniobra a medio plazo para cubrir sus necesidades echando mano de sus propias capacidades industriales. Buen ejemplo de todo ello es la exigencia de Trump para que esos mismos aliados –ahora reconvertidos en meros clientes y quizás muy pronto en adversarios– compren a Estados Unidos más gas y más armas.
Lo que queda por ver a partir de esa incómoda realidad es cómo van a reaccionar los países miembros de la Unión Europea. Pronto, con ocasión de la cumbre de la OTAN que se celebrará a finales de junio en La Haya, tendremos la oportunidad de comprobar hasta dónde llegan unos y otros. Rubio ya ha reiterado en la mencionada visita a Bruselas que todos los miembros de la OTAN deben aumentar hasta el 5% del PIB su gasto de defensa. Los aliados europeos, por su parte, no parecen concebir que pueda haber vida más allá de la OTAN. Mientras tanto, la Europa de la defensa y la autonomía estratégica corre el riesgo de no salir nunca del mundo de las fantasías.
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