IDEAS PROPIAS

Trump, el antidemócrata en jefe

No se trata (todavía) de compararlo directamente con los dictadores y autócratas que pululan por todos los rincones del planeta, sino con los gobernantes de los Estados democráticos, entre los que todavía cabe incluir a Estados Unidos. En los apenas nueve meses que lleva en el cargo, Donald Trump ha dado sobradas muestras de una deriva antidemocrática altamente inquietante, tanto en clave nacional como a escala mundial.

Ya antes de su victoria electoral afirmaba que soñaba con ser un dictador al menos por un día y tener los generales que Hitler tenía en su época. Un tenebroso aviso a navegantes que, desde su regreso a la Casa Blanca, ha ido llenando de contenido con decisiones que no solamente alimentan la polarización (y la violencia política) que hoy define a la sociedad estadounidense, sino que apuntan directamente contra los pilares fundamentales de toda democracia. Ahí están, por ejemplo, sus esfuerzos para dificultar el derecho de voto a minorías que entiende que no simpatizan con sus planteamientos, para rediseñar las circunscripciones electorales con la obvia intención de inclinar la balanza a su favor en las próximas elecciones, o para subordinar a las universidades a su dictado. Unos movimientos que hacen pensar que su sueño de continuar en la Casa Blanca más allá de enero de 2029 no es una mera balandronada, sino un plan político que desprecia los límites recogidos en la Constitución (dos mandatos).

Es, no lo olvidemos, el dirigente que remató su anterior mandato con un golpe de Estado afortunadamente fracasado y que ahora se afana en vengarse personalmente de quienes considera responsables de su derrota electoral, incluyendo al jefe del Estado Mayor, Mike Miller, que rechazó sacar a las tropas a las calles para dar un vuelco a los resultados electorales, y al fiscal especial, Jack Smith, encargado precisamente de la causa golpista contra Trump. El mismo que ahora está castigando con el cese a funcionarios de diferentes niveles en el Departamento de Estado y en los servicios de inteligencia, poblándolos de serviles y leales a toda prueba.

En esa misma línea hay que añadir su empeño en utilizar a las fuerzas armadas, especialmente a la Guardia Nacional, para atender tareas que por definición son propias de las instancias policiales. Con el falso argumento de una inseguridad ciudadana que no se corresponde con los datos reales, Trump está desplegando contingentes militares en diferentes ciudades que, no por casualidad, están bajo la responsabilidad de políticos demócratas. De ese modo, no solo busca identificar a sus rivales políticos como incapaces de mantener la ley y el orden, sino –mucho más allá– de normalizar la presencia de militares en las calles y de ensayar lo que, siguiendo esta senda, podría acabar siendo un nuevo golpe de Estado si los resultados de las elecciones de noviembre de 2028 no le resultan favorables.

Antes de su victoria electoral, Trump afirmaba que soñaba con ser un dictador al menos por un día y tener los generales que Hitler tenía en su época. Un tenebroso aviso a navegantes.

De ese modo hay que entender su discurso a los 800 generales y almirantes reunidos en la base militar de Quantico (Virginia) el pasado 30 de septiembre. Con el añadido de las palabras de Pete Hegseth –su flamante ministro de la Guerra, una vez que ha cambiado el nombre de Departamento de Defensa al Pentágono–, Trump ha demandado a sus militares una mayor concentración para hacer frente a la “guerra interior”. Una guerra que identifica al movimiento antifascista como una organización terrorista, niega el cambio climático, aborrece lo políticamente correcto y, en definitiva, asume la necesidad de contar con “guerreros” (no “defensores”), entre los que no caben las mujeres, para hacer frente por todos los medios a todo aquello que choque con su iluminada visión MAGA.

Por si eso no fuera suficientemente alarmante, en el frente exterior Trump tampoco oculta sus simpatías por todo autócrata que comulgue con sus ideas, al tiempo que muestra su desprecio por los que no parecen dispuestos a amoldarse a sus esquemas. Y, si se tiene en cuenta la variedad de instrumentos y palancas comerciales, financieras, diplomáticas y militares que puede emplear Washington, eso significa que Trump tiene un considerable poder para manipular comportamientos y actitudes de muchos actores políticos más allá de sus fronteras. Así se constata en sus esfuerzos para desmantelar el marco institucional internacional, molesto para sus ansias imperialistas y unilateralistas, desmarcándose de acuerdos multilaterales y saliéndose de organizaciones internacionales como el Acuerdo de París (cambio climático), la UNESCO o la OMS.

Y de momento, con una actitud que supone un grave error estratégico, la respuesta generalizada, tanto en el propio Estados Unidos (¿dónde están los demócratas?) como a nivel mundial, sigue siendo la del apaciguamiento y las muestras de sumisión servil (la cumbre de la OTAN del pasado mes de junio fue un buen ejemplo), esperando a que el tiempo pase y confiando ilusoriamente en que, tras Trump, todo volverá a la normalidad. Y luego nos lamentaremos de no haber reaccionado de manera más asertiva.

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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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