Angelina Jolie es ‘María Callas’ en un acercamiento tan bello como tedioso a los últimos días de la diva

Había quien deseaba en su día que fuera Britney Spears, pero ha sido María Callas quien finalmente concluye la trilogía de Pablo Larraín sobre mujeres icónicas cuyo tormento define épocas. Y, casi tan interesante como atender al diálogo de María Callas con las películas precedentes —Jackie sobre Jackie Kennedy y Spencer sobre Lady Di—, lo es el hecho de recordar que no es la primera “trilogía conceptual” que acaba Larraín. De hecho este cineasta chileno se dio a conocer internacionalmente por otra trilogía que concentró sus primeros esfuerzos y que tampoco tiene nombre oficial, si bien se centraba por entero en la dictadura de Augusto Pinochet.
El cine de Larraín ha cambiado mucho entretanto. Justo hablando de Pinochet era llamativo cómo antes de María Callas había querido cimentar con Netflix una lujosa sátira reimaginando al militar como un vampiro en El Conde, fracasando estrepitosamente en el intento. Larraín, más que un cineasta político, es alguien interesado en las deformaciones de entendimiento colectivo a las que puede conducir el filtrado de la política, lo que le abocaba en El Conde a una interminable ristra de burlas y ocurrencias pseudohistóricas previamente embalsamadas. A las concepciones por fuerza inmovilistas de la sátira —donde la losa del discurso siempre aplasta a los personajes— se le sumaba el desinterés por atender qué había más allá de la impronta mediática de Pinochet.
Con lo que a El Conde ni le preocupaban las consecuencias socioeconómicas que el golpe de estado de Chile de 1973 había tenido para el mundo —siendo el primer gran laboratorio neoliberal— ni la injerencia de los Estados Unidos como padres fundadores. Quizá porque, y esta quizá sea la carencia esencial de la voz de Larraín, no dejaba de buscar los Oscar que los Estados Unidos le pudieran dar. La cuestión es que El Conde, si bien una película terrible, compartía temas con aquella primera trilogía con Pinochet como centro, integrada por Tony Manero, Post Mortem y No. Una afirmación habitual sobre ella es que solo No trata abiertamente las travesuras del Conde Pinochet.
¿Es así? Tony Manero y Post Mortem son en efecto parábolas, protagonizadas por personajes alienados —un tipo obsesionado con John Travolta, un funcionario de la morgue obsesionado con su vecina— sobre los que reverberan los crímenes de la dictadura chilena, de forma que su creación y escritura vuelvan a plegarse, como todo lo que rodeaba a El Conde, al signo discursivo. Frente a estas películas No es más directa y trata un episodio histórico —el plebiscito de 1988 para sacar a Pinochet del gobierno—, aunque eso no implica una distancia drástica con lo tratado antes.
Porque la preocupación de No venía a ser, en realidad, estudiar la necesidad de los relatos mediáticos para mover la historia, dando a través de la campaña promocional por el “no” que movía la trama las condiciones de posibilidad de Tony Manero y Post Mortem. Era una declaración de intenciones retrospectiva, por decirlo así. Una justificación del pensamiento que antes había movido a Larraín —de propina, una justificación anticipatoria de El Conde y otras pelis posteriores—, así que esta es más o menos la relación que María Callas establece con las entregas previas de la trilogía de las mujeres atormentadas. Jackie y Spencer se explican a través de María Callas.
Jackie Kennedy incluso aparece en María Callas. Aunque no la interprete Natalie Portman, era forzoso traerla de vuelta por su vínculo con la cantante de ópera, habiendo compartido como amante al millonario Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer en la película). Es un detalle anecdótico si bien ilustrativo de la coherencia del proyecto de Larraín, que en María Callas da continuidad al enfoque básico de la “saga” de abordar toda una vida a partir de una única partícula de la misma. El asesinato de JFK y el fin de semana en el que Lady Di decidió alejarse de la familia real británica conducen a los últimos días de vida de María Callas en París, en 1977.
Estos últimos días se diferencian de las vivencias de Jackie y Lady Di en que, bueno, fueron bastante tranquilos. María Callas ya estaba retirada de los escenarios, su voz convalecía, y no tenía mucho que hacer aparte de pasear a través de sus recuerdos en la única compañía de sus sirvientes —Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher— y las drogas. En el piso de París donde sucede buena parte de la mínima trama Larraín emplea una gramática claustrofóbica semejante a la de sus películas anteriores. En este caso, sin embargo, el apego por las paredes del lugar de reclusión carece de violencia y no oprime a la protagonista. No le obliga a tomar decisiones como a Jackie y a Diana, sino que dispone un plácido espacio de reflexión.
Esto explica que María Callas sea tanto una película despiadadamente aburrida como un retrato más hábil y sensible que aquellos que formulaban Jackie y Spencer. Liberada de la urgencia de la historia, relegados sus sufrimientos más ruidosos al pasado, María Callas se limita a envejecer y a dejarse llevar serenamente por la melancolía. Larraín trabaja desde ese punto de partida con la artillería habitual de flashbacks e ideas efectistas —el periodista con el que se imagina hablando la protagonista… llamado Mandrax, como los medicamentos que toma— y sigue regodeándose groseramente en el esteticismo vacuo, pero las particularidades del material lo elevan y terminan por emitir una visión empática. Incluso bondadosa.
María Callas se sirve de estas coordenadas y de la delicada entrega de Angelina Jolie interpretando a la cantante para favorecer la inmersión psicológica más solvente que haya realizado Larraín durante su largo proyecto. El material, que sobre el papel podría parecer soso e irrelevante —y seguramente lo sea—, ayuda a contener de cabo a rabo una subjetividad particular, y el mayor logro de María Callas en ese sentido es su ajuste a la perspectiva de la diva. ¿Cómo piensa una diva?, ¿cómo funciona la cabeza de una figura tan adorada y alejada del mundo, cuyo talento desafía
cualquier comprensión terrenal? Pues seguramente se acerque mucho a como lo muestra Larraín: con teatralidad visceral, impostura y un equilibrismo imposible entre lo sublime y lo ridículo.
En la figura de la diva Larraín halla entonces lo que fue No para su trilogía pinochetista: la imagen primigenia, la productora original de esos símbolos tan enrevesados y aparatosos que en efecto representan historia cultural a través de hablar únicamente de sí mismos. Es lícito entonces mostrar desdén por el hallazgo, al no dejar de suponer una útil excusa para abismarse en lo cosmético —una excusa, en fin, para el irregular y a menudo irritante cine de Larraín—, y a la vez María Callas resulta extrañamente satisfactoria por mostrar, en definitiva, a un cineasta que tiene las cosas claras.