Cómo les va la vida, o esas cosas
Los íntimos (Memoria del pan y las rosas)
Marta Sanz
Anagrama (2024 - 502 páginas)
No encendí la luz; había una luna tan brillante que me veía la cara nítidamente en el espejo.
A Javier Maqua y Gloria Berrocal
Empiezo esta historia con un párrafo que es como una declaración de intenciones: "Saber contar no son sólo palabras bien dosificadas en el tiempo interno de una narración. También es demora en el espacio. Imagen. Imprevisibles aproximaciones a las maneras de decir. Se haga lo que se haga, hay que hacerlo con el orgullo de que se va a hacer bien. Con honestidad". Repito la palabra: honestidad. No convertir la escritura en una más de las fake news, como se llama ahora a las mentiras. Las mentiras en el periodismo (o lo que sea eso de los bulos) se detecta pronto. Sobre todo si prestas una miaja de atención para que no te timen. Más complicado lo tenemos cuando nos clavan en el corazón la estaca de Drácula al leer una novela. O un poema (¡ay, señor!, miedo me dan los poemas de ahora, tan calladitos ellos, tan limpitos). O un libro que discurre (qué palabra tan horrible) por derroteros (pues mira que ésta) inclasificables (anda pues: ésta suena a archivos de la CIA o los que guarda como oro en paño el comisario Villarejo).
Bueno, esta introducción, a la que quise inútilmente dar el tono de Broncano en La 1 de las llamadas televisiones públicas, viene a cuento del último libro de Marta Sanz que acabo de leer: Los íntimos. Como dije antes: difícil de clasificar. Diario. Memorias. Literatura de viajes. Una versión actualizada de Les Liaisons dangereuses. El recuento, a la hora del insomnio, de los miedos que nos suenan en las tripas cuando no hay nadie al lado que nos tape con una mantita en el invierno o nos arrulle con una canción de cuna las noches de tormenta. Sea lo que sea, como queda dicho en el párrafo que abre esta historia basada en los hechos reales que se cuentan en el libro de Marta Sanz, lo que siempre destaca en su escritura es la honestidad. La escritura decente, como me gusta decir de la literatura y el periodismo. Ave extraña esa de la decencia cuando juntamos tres palabras seguidas y a la que llegamos a la cuarta ya estamos pactando lo que sea con esRadio, Okdiario o García Ferreras.
Escribe Marta Sanz un libro lleno de gente. Cruces de caminos donde tiene lugar la vida. Muchas vidas. Pasea con algunas de esas vidas. Eso sí. Yo no me atrevería a salir con algunas de ellas por miedo a que me clavaran un cuchillo por la espalda. Cosas mías, claro. Con otras hasta sería capaz de tragarme entero un concierto de Oasis (¡horror: dicen que vuelven!) y no desfallecer en el intento. Hay mucha gente buena en las páginas de Los íntimos. Una advertencia: salgo yo en varias ocasiones. Pero se fíen ustedes o no de esto que escribo, les juro que no me mueve la vanidad en esta hora, sino poder escribir que la lectura de este libro me ha enseñado a estar en el mundo de otra manera. A mirar lo que me rodea de una forma distinta a la de antes. Seguramente a ser más generoso (y mira que lo soy, así en general hablando) de lo que pensaba que era. Porque he leído Los íntimos como un espectador ajeno a lo que cuenta, como si no fuera yo quien sale a ratos en este viaje largo y nada cansado por sitios llenos de gente, de conversaciones entrañables, de reconocerme en eso que cuando Marta Sanz asistía a la Escuela de Letras, en Madrid, comentaba con Constantino Bértolo: "Eran ganas de saber y de vivir". Nunca fui a una escuela de letras. Ahora hay escuelas de esas por todas partes. Mi escuela tuvo a Silver Kane de profesor titular y luego a otros de su estirpe. Las novelitas del Oeste. No había otras en casa. Lo he dicho mil veces y lo voy a seguir diciendo. Otros y otras se inflaron a desayunos con Borges y Virginia Woolf. Alla cada cual con sus cosas. Yo, con las mías.
A vueltas con la ficción
Un espectador ajeno, decía antes. He sido durante la lectura un atento espía, como sospecha la escritora que lo son Edurne Portela y José Ovejero, su pareja amiga del alma. Porque hay algo fundamental en este libro: la ironía. Tomar distancia pero sin que esa distancia suponga escurrir el bulto cuando hay que asomarse al abismo y ponerse a llorar de pena o a pegar tiros. "La esencia son los ojos", escribe Olvido García Valdés, a la que tanto leo y tanto quiero. Con esos ojos he leído el libro de Marta Sanz que traigo a las páginas galácticas de infoLibre y sus Diablos Azules. Yo no hago crítica literaria (¡que me libre quien sea de tamaño atrevimiento!). Tampoco escribo reseñas, que es lo que abunda aunque a veces se confundan pretenciosamente con la crítica literaria. Simplemente cuento una historia para añadirla a la que se cuenta en los libros sobre los que escribo. Más o menos eso dice que hace Marta Sanz cuando escribe sobre libros que no son los suyos. Le cuesta hablar mal de esos libros. Selecciona los rasgos mejores de su escritura. A nadie le gusta que le corten el cuello en novecientas palabras. Soy de la escuela de Marta Sanz. Hablo de los libros que me gustan. Selecciono lo mejor de los que tal vez no me han gustado tanto. "Leo con microscopio y con tomavistas. Extraigo lo mejor de cada libro. Nunca abandono una lectura. Soy una mema. Una sentimental. Opero con la moral infantil de no tratar a nadie como no me gustaría que me trataran a mí": de esa escuela lectora vengo, en ella sigo. Y aún un detalle más: si alguien les pasa un original o un libro ya editado para que lo lean, y les exige su autor o autora que al final de la lectura les den su veredicto sin esconder nada, cuídense muy mucho de decir algo en contra de ese libro, ni se atrevan a cambiar una coma de sitio: si hacen eso se habrán ganado de por vida un enemigo más peligroso que Jesse James para la Agencia Pinkerton y los jerifaltes que le pagaban para su captura. Lo de Jesse James y la Pinkerton no lo dice Marta Sanz, pero lo otro sí. Es cosecha suya la idea. Yo añado la épica del western para que la idea tenga un punto más intercultural (¿se dice así?). ¿O se dice transversal? Me pierdo. Demasiado lío.
Por una memoria que no sea una engañifa
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Algo que me ha captado de inmediato. Otra conversación con Bértolo. Creo que es él quien dice: "La ficción es verdad". Y tanto que lo es. Harto estoy de esa gente que usa la ficción para inflarse a contar mentiras. Lo de la verosimilitud es un cuento chino. No sé quién se inventó eso, pero es un cuento chino. O escribimos la verdad o mentimos como cosacos. Tampoco sé por qué aludimos a los cosacos, como si en aquella época ya hubieran nacido las redes, Miguel Ángel Rodríguez y Borja Sémper. Disloques del tiempo en los tiempos de la Física Cuántica. Yo qué sé. Hay también un momento mágico (uno más de los tantos) en Los íntimos. Cuando alude a las voces que nos acompañan en el camino de la vida (¡toma ripio!): "No es verdad que olvidamos las voces de quienes murieron. Las voces no desaparecen nunca: reconoceríamos la voz de nuestras muertas, de nuestros muertos amados, en cualquier lugar en el que las volviésemos a oír. Las buscaríamos frenéticamente entre el bullicio". Y habla de la poeta Ángela Figuera, del poeta Rafael Alberti, del actor Jaime Blanch, de la actriz Maite Blasco (¡Maite, que te quiero, lo sabes!). Esas voces que necesitamos como el agua. Me vienen al pelo unos versos de Ángela Figuera Aymerich: "Señor, guarda tus ángeles contigo. / Son demasiado puros para mí. Me dan miedo". Y descuelgo de esos versos la palabra miedo. Ya estoy acabando esto que escribo sobre Los íntimos, el reciente libro de Marta Sanz. Paso al último párrafo.
De las cervezas y el miedo
Entre tantas historias contadas con esa decencia desde la que encara Marta Sanz su escritura, me quedo con dos detalles. Seguramente de los más insignificantes. Uno: cuando un grupo de jóvenes, de muy jóvenes, casi unos críos, le regalan, tras su charla en un Instituto, "un cestito con frutas que ha preparado su madre". Touché. En mi primera visita a la Universidad de Konstanz, después de mi conferencia o lo que fuera, se levantó de la última fila un tipo con rastas, rubio pero a lo Bob Marley, que yo había percibido como que pasaba de todo. Y me entregó el regalo de la clase: dos botellas de cerveza seguramente de una marca especial en esa tierra. Me las bebí, claro. Pero los dos envases, ni reciclados ni hostias. Están bien a la vista, en el mueble más grande de la casa. Y Joshi, aquel joven de las rastas que se levantó de la última fila, es hoy uno de mis mejores amigos. La magia. Y un día, años después, allá que nos fuimos él, Steffi y yo mismo a andar como patos por la nieve de la Selva Negra. El otro detalle grabado a fuego lento en mi lectura tiene que ver precisamente con el miedo que yo sacaba de los versos de Ángela Figuera: a partir de algo que dijo o escribió Lourdes Ortiz, esa escritora que deberíamos leer sin excusa ninguna, escribe Marta Sanz: "Ojalá, si alguna vez tengo miedo en mi casa de noche, pueda llamar a alguien por teléfono". A veces, no siempre, pero sí a veces, un libro puede ser esa llamada. En las dos direcciones. Desde donde se escribe y desde donde se lee. Lean ustedes Los íntimos. Y a ver si les salta el buzón de voz o alguien que desde el otro lado les pregunta cómo les va la vida, o esas cosas…
* Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.