Samanta Schweblin y la insoportable levedad del ser

Samanta Schweblin.

Las rondas a esa inquietante extrañeza que linda con lo siniestro son comunes a cierta tradición rioplatense que nos ha dado más de un siglo de frutos admirables. A ella pertenecen autores tan imprescindibles como Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares —incluso, a su manera, la heterodoxa chilena María Luisa Bombal, que escribió en los años treinta en Buenos Aires—, y después Julio Cortázar y otros, hasta llegar a nombres tan actuales como los de Mariana Enriquez, Dolores Reyes o Selva Almada. En esa genealogía se sitúa Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978), que en su breve e intensa andadura ha logrado reconocimientos tan destacados como el premio Casa de las Américas en Cuba o el José Donoso en Chile.

Schweblin es autora de dos novelas —Distancia de rescate (2014, Premio Tigre Juan) y Kentukis (2018)—, si bien su reino es sobre todo el del cuento, como corresponde a esa tradición en que se integra. El núcleo del disturbio (2002) y Pájaros en la boca (2009) son sus dos primeros fabularios, y les siguió Siete casas vacías (2015, National Book Award y Premio Ribera del Duero) —al que Brenda Navarro parece rendir homenaje con Casas vacías en 2019—. En esa estela se sitúa el que publica este año, El buen mal, un título ya en sí turbador, con ese oxímoron que nos advierte de cómo asoma el daño donde menos lo esperamos. Un libro recorrido por personajes que son como polillas que danzan alrededor del fuego, deslumbradas por su luz y su lumbre, y descuidadas de los peligros que les deparan sus llamas.

El tono de la obra lo anuncia el epígrafe inicial, de Silvina Ocampo: "Lo raro siempre es más cierto". Ese fulgor de la extrañeza cotidiana condiciona el desarrollo de sus seis historias, y se muestra desde el inicio escalofriante de la primera, donde una mujer se hunde en las aguas con piedras atadas a la cintura, en una acción despojada de dramatismo y contada además con aliento poético: "me pregunto cuánto tardaré en perder el conocimiento. Algas, cardúmenes de ojos plateados, plancton flotando como brillantina". La situación dejará pronto traslucir inquietudes tan comunes y familiares como la frustración matrimonial o el tedio y el vacío existencial, en medio de un olor obsesivo a algas y barro que no es más que un memento mori, un nombrar la podredumbre de la muerte, que es sin embargo un imán irresistible, como lo pueden ser el mal y la abyección, con su oscuro magnetismo, a lo largo de todo el libro.

En el resto de los relatos, los azares convocan inesperados infortunios, nos hacen trampas alevosas, acechan desde espacios fantasmales, y cada historia se convierte en un laberinto de difícil salida, donde la muerte voluntaria puede señalar un camino posible para huir del infierno, una ruta de liberación frente a las derrotas diarias. Y los animales —gatos, caballos, conejos— tendrán a menudo un papel destacado. Entre los personajes de esa extraña cotidianidad se incluyen escritores, con su mundo de tensiones y sus estancias en residencias para la creación que pueden verse como centros para fabricar libros, distantes de la romantización de esas tareas en épocas pasadas.

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De todos los relatos, probablemente el más logrado e intenso sea El ojo en la garganta. Lo domina el sentimiento de culpa, que se adueña de las conciencias y las atenaza de un modo doloroso. Su narrador es un muchacho que ha sufrido un grave accidente —por la intoxicación con una diminuta pila de litio—, y a través de su mirada se radiografía el hondo drama familiar que eso desencadena. La obsesión de sus padres llega a rozar la locura, y el conjunto supone una historia brutal e inolvidable, donde se entrelazan la ternura, la rabia y la desesperación. También destaca La mujer de Atlántida, donde dos niñas cuidan de una poeta que se ha entregado a la autodestrucción, y acaban hondamente tocadas por su destino. Hay un leitmotiv que recorre el libro y es el de las pequeñas muertes cotidianas, perturbadoras e inaplazables, a veces temidas y a veces deseadas. Y las tramas se desovillan a través de un estilo delicado, sobrio y sugestivo: "toda ella olía otra vez a mar, a alcohol y a caracoles muertos".

El buen mal supone una nueva y sólida contribución al género del cuento, que en el canon de América Latina alcanza una alta dimensión, y que aún no tiene en nuestro país la atención que merece, arrinconado habitualmente por el protagonismo de la novela. En cada uno de sus seis microcosmos se contienen vidas que palpitan con toda su verdad, y que hablan de la locura, la soledad o el (des)amor, y del dédalo de secretos y peligros que anida en el espacio de la confianza y la calma, en el refugio de la intimidad y el hogar. Schweblin maneja con maestría los tiempos y también la psicología de sus personajes, y sondea su interior para desvelar la infinita fragilidad del ser humano, a merced de turbadoras fuerzas invisibles y torturado por la culpa y el destino, o por los peligros que rondan a los seres que aman. Seis historias, en fin, donde la violencia, el mal y la abyección acechan desde los rincones y momentos más familiares, más inocuos en apariencia, y les hielan la sangre a unos personajes que se ven zarandeados brutalmente, como hojas al viento, hasta quedar vibrando en el lector como una cicatriz, más allá de la lectura.  

* Selena Millares es escritora, sus últimos libros son 'Lámpara de madrugada' y 'Matrioska'. También es autora de las novelas 'El faro y la noche' y 'La isla del fin del mundo'.

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