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Gaza: silencio culpable y reminiscencias coloniales

Una mujer llora desconsolada en un funeral en Gaza este martes.

Carine Fouteau

Un pueblo está muriendo ante nuestros propios ojos, y miramos hacia otro lado. Un año después del injustificable ataque de Hamás contra familias israelíes, Oriente Próximo arde en proporciones nunca vistas hasta ahora.

El 7 de octubre de 2023 fueron cometidos crímenes de guerra en forma de asesinato y secuestro de civiles por hombres armados que querían demostrar a Israel y al mundo, de la forma más brutal posible, que estaban dispuestos a todo, incluso al sacrificio de palestinos y a una conflagración regional, para liberar Gaza y destruir a su enemigo.

Inmediatamente se puso de nuevo en marcha un ciclo infernal de represalias, con el apoyo “incondicional” de varios países occidentales, entre ellos Francia, a pesar de que parecía claro que el uso de la fuerza militar sólo podía ser indiscriminado y desproporcionado. En nombre de la “legítima defensa” de Israel, han muerto bajo las bombas más de 40.000 gazatíes, convirtiendo esta guerra en una de las más mortíferas del siglo XXI.

Hay que tener en cuenta la magnitud de este desastre que no sólo ha segado vidas, sino también una memoria, una cultura y un futuro, con la destrucción de escuelas, hospitales, redes de agua y electricidad, ayuda humanitaria, museos, campos y comercios.

El 26 de enero de 2024, el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ) reconoció la existencia de un “riesgo real e inminente de que se cause un daño irreparable” a los habitantes de Gaza y ordenó a Israel “tomar todas las medidas a su alcance para impedir la comisión [...] de cualquier acto” de genocidio.

El 20 de mayo de 2024, el fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional (TPI) anunció que había presentado una solicitud de orden de detención internacional contra el primer ministro Benjamin Netanyahu y el ministro de Defensa Yoav Gallant por “crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad”.

El 12 de junio de 2024, la Comisión Especial de Investigación de la ONU, creada tras la guerra de once días de mayo de 2021, acusó a Israel de “crímenes contra la humanidad de exterminio, asesinato, persecución por motivos de género de hombres y niños palestinos, traslado forzoso, tortura y trato inhumano y cruel”.

A pesar del Derecho Internacional, de la movilización de los países del Sur y de la protesta de algunos jóvenes, la comunidad internacional no ha hecho nada para detener la masacre, aunque podría haberlo hecho. Si Estados Unidos y los países de la Unión Europea dejaran de suministrar armas, la guerra se detendría. Si suspendieran sus relaciones económicas y revisaran las relaciones diplomáticas, también. Si reconocieran unánimemente el Estado de Palestina, mostrarían su voluntad de encontrar una solución justa. Sus llamamientos a un alto el fuego, que liberaría a los rehenes israelíes, suenan a hueco. Es un error decir que estas potencias son impotentes. Tienen los medios, pero están dejando que ocurra.

Con sus crímenes impunes, Israel, en posición de superioridad militar, tiene todas las oportunidades para continuar su funesta labor. La guerra se extiende dramáticamente al Líbano, en nombre de la lucha contra Hezbolá. Después de los suburbios del sur, ahora el objetivo es el centro de Beirut. En quince días han muerto cientos de civiles y un millón de personas han tenido que huir de sus hogares.

Los habitantes de Oriente Próximo “son prisioneros de la dinámica de destrucción regional a la que les han arrastrado sus dirigentes”, escribe Omer Bartov, destacado historiador de la Shoah, en un artículo publicado en The Guardian y traducido por Orient XXI. Desde el ataque a los desplazados de Rafah, el 8 de mayo de 2024, Bartov califica la ofensiva israelí de “crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y actos genocidas sistemáticos”.

Razones para la ceguera

La comunidad internacional es cómplice por su inacción. Pero, ¿y las sociedades civiles occidentales? ¿Por qué miran hacia otro lado cuando está en marcha un proceso genocida? ¿Qué es lo que, en su (in)cultura común, les impide movilizarse masivamente, sobre todo a los que no descienden de poblaciones colonizadas?

En primer lugar, dejemos claro algo obvio: las autoridades israelíes nos impiden ver. Al prohibir la entrada en Gaza a los periodistas extranjeros, impiden que se documente toda la magnitud de sus crímenes. Las únicas imágenes y relatos que nos llegan son transmitidos por periodistas palestinos que a su vez han sido objetivo del Tsahal. Al convertir a todos los hombres en potenciales combatientes de Hamás o Hezbolá, la propaganda israelí hace invisibles a las víctimas civiles y justifica el ataque contra todo un pueblo.

Israel puede contar así con el apoyo de sus aliados para silenciar a las sociedades occidentales y se amordaza la posibilidad de expresar su apoyo a los gazatíes. En Francia, por ejemplo, en una nueva forma de macartismo, la solidaridad con Palestina se castiga con citación policial, condena penal o prohibición previa.

El subtexto colonial

Al final, lo que se impone sobre todo es una gran introspección: a los occidentales no sólo se les impide ver, es que además no quieren ver. Para comprender esta ceguera, hay que remontarse a los fantasmas del pasado, al racismo intrínseco de nuestras sociedades, fruto a su vez de una historia colonial europea nunca reparada.

En la obra En el corazón de las tinieblas, publicada en 1899, el escritor británico Joseph Conrad relata el trágico destino de una misión colonial en África Central, que remonta las aguas turbulentas de un río sinuoso, en medio de una naturaleza hostil, en busca de uno de los suyos, que ha caído en manos de los nativos tras abrir un comercio de marfil. En toda su oscuridad, la narración refleja la deshumanización inherente a la experiencia colonial que, con el pretexto de “civilizar a los salvajes”, se arroga el derecho de disponer de cuerpos y tierras, cuando no desemboca en la necesidad de la aniquilación. ¡Exterminad a todas esas bestias! es el título del libro publicado en 1992 por el escritor sueco Sven Lindqvist, título que sacó de las líneas de ese tumultuoso relato, que luego el cineasta haitiano Raoul Peck lo aprovechó para una de sus películas (2021) que narra la historia desde el punto de vista de los colonizados.

La mecánica de la colonización, iniciada por los europeos, consolidada en el siglo XIX y basada en la idea de la superioridad racial de un grupo sobre otro, sólo puede conducir a la negación del pueblo sometido al yugo del ocupante. Conviene recordar que al final de la Reconquista, en 1492, la expulsión de judíos y musulmanes de España, coincidiendo con la partida de las naves de Cristóbal Colón hacia América, fue precedida no sólo de conversiones forzosas al catolicismo, sino también de masacres para apropiarse de tierras y recursos.

También es interesante recordar, como hace Naomi Klein en Doppelganger. Un viaje al mundo del espejo (edit. Actes Sud, 2024), que un mes después de la Noche de los Cristales, en noviembre de 1938, una delegación de la Liga Aborigen Australiana condenó la “cruel persecución del pueblo judío por el gobierno nazi alemán”, mucho antes de que las capitales occidentales decidieran entrar en guerra.

“Esos líderes indígenas, que seguían luchando por sus propios derechos fundamentales, habían percibido claramente la gravedad de la amenaza”, señala la ensayista canadiense. “El carácter industrial de las masacres perpetradas por los nazis era una novedad, y el caso judío es diferente. Pero todos los casos son diferentes, y algunos elementos son definitivamente similares”, prosigue. Aimé Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1950), lo expresó con sus propias palabras: los europeos “apoyaron [el nazismo] antes de sufrirlo”.

La responsabilidad histórica de las sociedades occidentales en la colonización puede explicar la atonía, o incluso el consentimiento tácito, con un conflicto que en sí mismo estuvo determinado en gran medida por una lógica de dominación

Se supone que las democracias europeas se han liberado, al menos institucionalmente, de los oropeles del pasado. La igualdad entre los seres humanos está consagrada en todos los textos fundamentales que las rigen. Sin embargo, el racismo, intrínsecamente ligado a la esclavitud y al colonialismo, no ha desaparecido. Basta con leer Mediapart para darse cuenta de la magnitud del problema. Los defensores más o menos declarados de la desigualdad natural están a las puertas del poder. Marine Le Pen (Agrupación Nacional) y Bruno Retailleau (Los Republicanos) tienen ya incluso un pie dentro.

“Lo que estructura la vida política francesa es el racismo”, opina la filósofa Nadia Yala Kisukidi en una entrevista a Mediapart. “A base de años de ideología islamófoba y de guerra internacional ‘contra el terrorismo’ ha calado en las mentes y ha hecho más aceptable la retórica antipalestina, justificando, a ojos de muchos, una guerra de aniquilación en Gaza”, insiste la historiadora social Houda Asal en un artículo de la revista Contretemps, publicado el 16 de septiembre de 2024.

La responsabilidad histórica de las sociedades occidentales en la colonización, sumada a su permeabilidad al racismo y la discriminación, puede explicar la atonía, o incluso el consentimiento tácito, con un conflicto que en sí mismo está determinado en gran medida por una lógica de dominación.

Justificar lo peor

Las formas que adopta el colonialismo en la historia difieren, por supuesto, de una experiencia a otra. Pero anclar el caso israelí en los precedentes europeos no ayuda a comprender el presente, ni a preparar el futuro, ya que la única solución política válida es crear un marco que permita la convivencia entre los dos pueblos.

Pero lo cierto es que Israel, cuya creación constituyó paradójicamente una injusticia contra los palestinos para reparar otra nacida del horror de los campos nazis, es un Estado colonial cuya política de ocupación y expropiación viene siendo denunciada en vano por la comunidad internacional desde 1967. En aquella época había menos de una docena de asentamientos ilegales en Cisjordania; hoy hay 145, todos ellos contrarios al Derecho Internacional, al igual que los de Gaza, que fueron desmantelados en 2005.

La llegada al poder de la derecha nacionalista y de la extrema derecha mesiánica no ha hecho más que acelerar ese proceso. Al aprobar, el 19 de julio de 2018, una ley fundamental que define a Israel como el “hogar nacional del pueblo judío”, el Estado discriminó formalmente a las minorías árabe y drusa y rompió con la declaración de independencia de 1948, según la cual el país debía garantizar “la plena igualdad de derechos sociales y políticos de todos sus ciudadanos, sin distinción de credo, raza o sexo”.

Los atentados del 7 de octubre fueron para las autoridades la justificación definitiva de su política separatista. Israel, frente a un enemigo al que, en un aterrador juego de espejos, niega el derecho a su existencia, se vio reforzado por su preocupación existencial de que se encontraba ante un nuevo Holocausto y, en consecuencia, en la necesidad de protegerse cueste lo que cueste.

Inmediatamente resurgió de entre las sombras lo más hondo del supremacismo del gobierno de Benjamin Netanyahu. Al imponer un "asedio total” a Gaza en 48 horas, el ministro de Defensa, Yoav Gallant, explicó con furia las implicaciones: “No hay electricidad, no hay agua, no hay comida, no hay combustible, todo está cerrado [...]. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia”. ¿Cómo interpretar esas palabras sino como una variación del llamamiento de Kurtz, el trágico personaje de la novela de Joseph Conrad, a “exterminar a todas esas bestias” ? ¿Qué podemos pensar de las declaraciones del ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, el 5 de agosto de 2024, cuando dijo que podría ser “justificado y ético dejar que los habitantes de Gaza mueran de hambre”?

Descolonicémonos

Mientras un pueblo está siendo borrado del mapa, la ausencia de un levantamiento masivo debería plantear interrogantes en las sociedades occidentales y llevarlas a hacer un examen de conciencia colectivo y a despojarse de una vez por todas de su ética de colonos, o al menos de la de los descendientes de colonos. Sus crímenes pasados, en lugar de facilitar la aceptación de los actuales, deberían ayudarles a ver con claridad los mecanismos que se aplican con la esperanza de ponerles fin.

Sin un reconocimiento profundo de sus fechorías, cuando se imaginaban ser la vanguardia ilustrada del mundo, sin una deconstrucción de los marcadores racistas que siguen profundamente arraigados y sin una voluntad real de reparar a las víctimas, esas sociedades seguirán ciegas ante la gravedad de lo que se está desarrollando ante sus ojos y no serán de ninguna ayuda para los palestinos y los israelíes que buscan un punto de encuentro. Necesitamos urgentemente descolonizar nuestras mentes, nuestra cultura y nuestras estructuras organizativas para hacer frente a lo irreparable.

En contraste con este necesario replanteamiento, Francia está dando un trágico paso atrás. La forma en que el ejecutivo, en los últimos meses, ha destruido metódicamente cuarenta años de proceso descolonizador en Nueva Caledonia está haciendo resurgir viejos reflejos coloniales.

En una tierra en la que los habitantes y las instituciones han demostrado una inteligencia colectiva y una adaptación razonables, una gestión policial brutal y binaria, sin pasado ni futuro, está condenada no sólo al fracaso, sino también a la tragedia. En lugar de apaciguar y “tranquilizar”, reabre heridas, reaviva tensiones y mata.

No es casualidad que, en su denuncia de la acción retrógrada de las autoridades francesas, los independentistas canacos no dejen de afirmar su solidaridad con el pueblo palestino, señal de que ambos se reconocen en sus condiciones de existencia y en sus destinos.

El reciente nombramiento de Bruno Retailleau como ministro del Interior es un mal presagio, dado que hace apenas un año ensalzaba “los buenos momentos” de la colonización y despotricaba contra el “arrepentimiento perpetuo”. El hecho de que tengamos que confiar en el primer ministro Michel Barnier para esperar el comienzo de un “enfoque constructivo”, como dijo el diputado independentista Emmanuel Tjibaou, hijo del líder histórico del nacionalismo canaco, nos deja con la duda.

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Contra esta apisonadora reaccionaria, sólo una férrea determinación ciudadana puede llevarnos a mirar de frente al pasado, condición sine qua non para defender el derecho de los pueblos a la autodeterminación y evitar que las generaciones futuras nos avergüencen para siempre. No miremos para otro lado. Dejemos de apoyar esta carnicería. Somos moralmente responsables de lo que está ocurriendo si no nos oponemos. El silencio acabará también con nosotros.

 

Traducción de Miguel López

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