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'Las ciudades evanescentes': las comunidades se desmoronaban... y llegó el coronavirus

Portada de Las ciudades evanescentes, de Ramón Lobo.

Desde la ventana, Ramón Lobo miraba con preocupación a la ciudad. Hacía años, décadas que veía cómo se desintegraba, cómo se expulsaba a los vecinos del centro y cómo las calles eran conquistadas por franquicias, cómo la soledad se extendía como una enfermedad contagiosa, cómo los espacios públicos desaparecían y los ciudadanos más vulnerables, como los ancianos y los niños, eran empujados a los márgenes. Y llegó el virus. Más silencio, más soledad, más olvido de los más frágiles. Y también más solidaridad y más necesidad de contacto físico y de comunión. En Las ciudades evanescentes (Península), que ha llegado a librerías este 15 de octubre, el periodista y colaborador de infoLibre reflexiona con lucidez y ternura sobre los males que ya habían comenzado a resquebrajar la sociedad, y que el covid-19 ha agitado. Aquí, infoLibre recoge un extracto del libro, un fragmento del emocionante capítulo que Lobo dedica a la soledad en la vejez. 

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Soledad de viejo

La soledad de los viejos es invisible. No existe para los jóvenes que se sienten productivos, sanos y sin fecha de caducidad. En la sociedad líquida había desaparecido el reconocimiento a los méritos de los que se deslomaron por construir el mundo que, con sus carencias y bondades, nos han dejado. Muchos tuvieron vivencias traumáticas durante la guerra civil española y en la segunda guerra mundial, y en sus posguerras de carestía y hambre. El respeto a quienes nos preceden en edad y experiencia es uno de los pilares de las sociedades asiáticas, inspiradas en un confucionismo cultural. La gratitud hacia los mayores es una cuestión de inteligencia anticipada: con suerte, algún día seremos lentos y torpes, y nos gustará sentir cariño.

Los estudios sobre las tendencias del consumo y los ratings de las televisiones dejaron de tener en cuenta a las personas de la tercera edad. Tampoco existían para la publicidad más allá de algunas perogrulladas marginales sobre las residencias de retiro, la sordera y la dentadura. Esa inexistencia demoscópica, menos en asuntos de votar, creó un vacío a su alrededor.

Donald Trump y Silvio Berlusconi, dos de los dirigentes occidentales de más edad, no se ven a sí mismos como viejos; forman parte de la casta de los intocables, la de los muy ricos, a los que jamás se les pregunta por el origen de su fortuna ni por su hoja de servicios en el pago de impuestos.

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El virus ha desnudado a los defensores del dios Austeridad. Fue el mismo capitalismo liberal, ahora en aparente retirada, el que ordenó los recortes que diezmaron los sistemas públicos de sanidad en Europa.

Las residencias de ancianos han sido las víctimas de la misma mentalidad: negocio y ganancia privada por encima de la calidad del servicio. A la soledad de viejo se sumó la aplastante soledad del olvido.

Otros fallecieron en hospitales, devorados por una infección que se cebaba con los más débiles, debido a la edad o por la existencia de patologías previas. El personal sanitario tuvo que suplir a los familiares en el acompañamiento de los moribundos, sosteniéndoles la mano o ayudándolos a despedirse a través de videollamadas. Ese ejercicio de altruismo los arrojó a una soledad sin nombre, nacida de la impotencia.

No fue solo un asunto político y de rapiña, formaba parte del ADN de la sociedad moderna, impulsada por el egoísmo y la comodidad. La asociación cultural Acumafu, de Fuenlabrada, había publicado en febrero de 2020 datos sobre la situación de los mayores de su área. El 60 por ciento de las personas que vivía en alguna de las once residencias de ancianos del sur de Madrid no había recibido ninguna visita de enero a junio de 2019. El porcentaje crecía al 75 por ciento en los meses de vacaciones de verano. El 64 por ciento de los ancianos no recibió ninguna visita durante el periodo navideño, y solo el 16 por ciento salió el día de Navidad a comer a casa de algún familiar. Está claro que tener hijos y regalarles décadas de dedicación, amor y sacrificios no es una garantía de compañía. Debe ser la inversión emocional menos rentable del mundo.

La vejez incluye el paquete del deterioro y del olvido y, en algunos casos, el extravío de palabras, frases y recuerdos. La memoria blanca es otra forma de ceguera saramagoniana, una pandemia asociada al aumento de la esperanza de vida. Las enfermedades degenerativas como el alzhéimer son la última soledad antes de la soledad definitiva de la muerte. La pérdida progresiva de lo vivido y de los estímulos del mundo exterior quiebra el sentido del espacio y del tiempo, dejando a las personas varadas en un presente continuo que no se puede comparar con la desorientación vivida durante el confinamiento, porque en él conservábamos los instrumentos básicos para entender y explicar el mundo, además de la certeza de lo que somos. El nuestro no fue un bloqueo mental; solo un parón físico.

La pérdida de agarres había afectado primero a los barrios vaciados de mercados, comercios y bares que les daban sentido, conversación y personalidad antes de la llegada de los fondos buitres. También a los vecinos forzados a emigrar a zonas más modestas y alejadas. Las grandes ciudades se llenaron de agujeros negros especulativos capaces de succionar todo lo que se movía a su alrededor.

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Mi madre lee con pasión mis libros, sabe que son de su hijo, pero no siempre recuerda que ese hijo soy yo. Fallan las conexiones. Escucharla murmurar palabras que olvidará al pasar la hoja me produce ternura y tristeza. También soledad. Es una peleadora de noventa y seis años. Parece feliz pese a estar cada vez más desconectada del mundo que la rodea. Maud es británica, vivió la segunda guerra mundial, los bombardeos sobre Londres, y trabajó en la oficina de Charles de Gaulle en la que se preparaba la liberación de Francia del nazismo. Entre sus recuerdos más firmes están los de la infancia, la dirección exacta de su casa en el número 73 de Etchingham Park Road en Finchley, el camino hacia su colegio y el nombre de su monja favorita, Mary Patrice, que defendía su espíritu indomable.

Ver cómo deja de ser ella, cómo confunde la narrativa de su vida, es una experiencia agotadora. Al principio me producía desconcierto y cierta ansiedad que repitiera las mismas historias sacadas de un menú de treinta o cuarenta relatos. Su vida, ella, había quedado reducida a unos cuentos en los que había reagrupado sus huestes. Cada lunes, cuando la traía a comer a mi casa, me tocaban ocho o nueve que repetía sin cesar con sus pausas dramáticas y risas incluidas. Aún era capaz de interactuar y de ver en la televisión reportajes sobre su Inglaterra natal y escuchar los discursos de Winston Churchill, como el de «Nunca nos rendiremos», que casi podía repetir de memoria en sus pasajes más patrióticos. Algunas imágenes le provocaban lágrimas, como la retirada de Dunkerque.

Después, con el paso del tiempo, las treinta o cuarenta historias comenzaron a mezclarse. Me dijo que la había casado Haile Selassie, el emperador de Abisinia (Etiopía), a quien conoció de niña cuando evacuaron su colegio de Londres debido a los bombardeos. En realidad, quien la casó en Venezuela fue el cardenal primado de Caracas. Todo se mezcló en una única historia repleta de quiebros y sorpresas narrativas.

Un día, durante el confinamiento, miró a la pantalla del móvil por el que hablábamos, y preguntó: «¿Por qué te escondes detrás de una barba?». Su deterioro me llena de una soledad desbordante, la de una orfandad anticipada. Desaparecen a la vez mi madre, las mujeres de mi vida y el barrio, dejándome en medio de la nada. Es como si todo se hubiera desarrollado entre decorados y efectos especiales. ¿He existido, como se preguntaba el escritor ruso Varlam Shalámov?

La idea de la muerte de mi madre, que antes o después llegará, me produce vértigo. No quedará nadie de las generaciones anteriores a la mía. Seré un huérfano oficial, el primero en la lista, por edad, para abandonar este mundo. He alcanzado la paz con Maud, y ella conmigo, podemos despedirnos sin temer a las palabras nunca expresadas. Lo más hermoso se lo dije en un taxi. Hablaba con el conductor. Para reforzar mis argumentos cité a Manuel Saco, a quien califiqué, como es habitual, de hermano mayor. Al escuchar la frase, Maud, que en apariencia iba distraída, intervino:

—No sabía que tenías un hermano mayor.

—Es una forma de hablar, madre. Es un amigo íntimo al que llamo así, pero no es mi hermano.

Sonrió.

—Es que tengo dos familias —continué—, la que me ha tocado y la que he elegido, y tú estás en las dos.

Se emocionó.

—Gracias —dijo.

Una tarde, al terminar la presentación de mi novela El día que murió Kapuściński en la librería placentina La Puerta de Tannhäuser, se me acercó una mujer. Era argentina, y ginecóloga, una profesión que trabaja en el inicio del círculo de la vida, cuando todo son planes y optimismo. Debía de estar al final de la cincuentena. Tras una conversación en la calle, bajo la luz de una farola, sobre la cultura y la vida sosegada en ciudades como Plasencia, disparó: «Me quedan los peores años de mi vida». Quedé impactado. Se refería a la salud, al deterioro físico y a la dependencia de la que habla Sarah Harper. Ser viejo sin edulcorantes es no poder valerte por ti mismo. Me impresionó, porque nunca lo había percibido así. Siempre pensé, y pienso, que me quedan mis mejores años. Tras la introducción y el nudo, resta lo más seductor, el desenlace, cuando todo lo vivido deberá cobrar sentido

Antes de la pandemia había en España 4,7 millones de personas que vivían solas. Era la tendencia en el mundo occidental, cada uno en su torreta de vigilancia o en su mazmorra, depende del punto de vista. Soy una de ellas, de la variante de individuos que decidieron por diversos motivos y circunstancias vitales sentir la ilusión de la privacidad. No es lo mismo optar por un estilo de vida que quedar atrapado en él. Representábamos una revolución social en un entorno urbano cada vez más hostil e incómodo. Si antes era complicado el contacto en la calle, el saludo y el abrazo entre personas, y más aún si eran desconocidos, en el nuevo mundo poscoronavírico será una quimera. Todo, hasta el amor, será con mascarilla y a un metro de distancia.

Galopamos hacia una sociedad de ancianos en la que pocos médicos desean ejercer de geriatras porque los viejos no son negocio ni añaden glamour. No somos instagrameables. Tras una vida de presencias más o menos estables, la vejez nos empuja a una realidad demoledora: estamos solos aunque estemos en compañía.

La enfermedad definitiva, sea neuronal o celular en cualquiera de los doscientos tipos de cáncer, no se encontraba en primera línea de mis precauciones, pese a mi querencia a la hipocondría irresponsable. Percibo los síntomas de los males de los que oigo hablar, pero no acudo al médico, por si acaso. Debí de tener varias veces el COVID-19, una rareza científica si no fuera sarcasmo.

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El 23 de enero de 2020, cuando el Gobierno chino decretó el cierre de Wuhan, una ciudad de once millones de personas, celebraba mi cumpleaños en un bar del barrio junto a decenas de amigos. Ese día, lejos de nosotros se acababa de dictar cómo iban a ser nuestras vidas en los meses siguientes, pero aún no lo sabíamos. Los primeros pasos de mis sesenta y cinco años se han desarrollado en un aislamiento domiciliario en el que he unido las órdenes gubernamentales a mis extravagantes precauciones. El objetivo era no morir antes de empezar a cobrar la pensión en el primer invierno pospandémico. Los viajes podrán esperar.

El virus desbarató nuestras vidas recordándonos la fragilidad de los que se creen invencibles por acumular riquezas y armas. El pensador alemán Jürgen Habermas lo resumió en una frase brillante: «Nunca habíamos sabido tanto de nuestra ignorancia».

Fui educado en metáforas acientíficas, quizá por eso me gusta tanto el realismo mágico. Ser creyente o ateo no garantiza una actitud inteligente ante la muerte. Es algo que requiere adiestramiento. Unos amigos me contaron que su madre los llamó a la vera de su cama en el hospital, en un momento que parecía postrero, y dijo: «Quiero un gin-tonic con hielo». Es mi sueño: irme con un brindis.

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