Cuerpos estelares

Audrey y Marilyn, dos cautivas de la fantasía masculina

Anuncio de a serie 'Mad Men' que contrapone la 'santidad' de Jackie Kennedy (o Audrey Hepburn) versus la 'carnalidad' de Marilyn Monroe.

En el episodio sexto de la segunda temporada de Mad Men, los publicistas dan con una idea para promocionar sujetadores Playtex. Existen dos fantasías básicas que, alegan, interpelan a toda mujer: por una parte, estaba Jackie Kennedy, de físico anodino, casi asexual, pero de elegancia infinita, brillante como la buena esposa a la que todo hombre aspiraba, y por otra parte está Marilyn Monroe, carnal, desbordante, la alternativa a la vida matrimonial, que da alas a la imaginación en términos muy distintos. Una imagen que combine ambas tipologías, proponen, hará de la prenda algo universal, un objeto de deseo para los compradores. Corresponde a la lucidez de Peggy Olson señalar que no se trata de modelos a los que aspiran “las mujeres”: en realidad es la mirada de los hombres la que busca, construye y fantasea con estas dos imágenes del eterno femenino.

Permítaseme sustituir a Jackie Kennedy por la que sin duda fue su referente en la pantalla su (por así decirlo) marco de comprensión, Audrey Hepburn, y tendremos una oposición de gran rendimiento: dos maneras de relacionar sexo, género y cuerpo, que generan actitudes muy diversas. Ambas surgen y florecen en los años cincuenta (las películas que las convierten en estrellas se estrenan en 1953), comparten directores (ambas trabajaron con Billy Wilder, John Huston y con George Cukor), guionistas (George Axelrod escribió La tentación vive arriba, con Marilyn, y Desayuno con diamantes, con Audrey). Se trata de estrellas todavía populares, presencias deslumbrantes, necesarias para entender lo que el cine nos inspira. Era la época en que las películas realmente importaban y creaban modas, miradas, identidades, los cuerpos en la pantalla encarnaban las ideologías que las sustentaban. Marilyn y Audrey fueron quizá las expresiones más exactas de la polaridad clásica entre la puta y la madona en una era laica en la que no se podía hablar directamente de sexo. Hoy, que prácticamente no hablamos de otra cosa, su legado pervive de manera extraña.

No es que Audrey fuera exactamente una simple madonna pasiva y objeto de adoración. De hecho, su emergencia puede verse como un gesto de modernidad frente a los cuerpos bellos de actrices clásicas vestidas por la legendaria diseñadora Edith Head. El giro es importante. A Audrey la vistió en casi todas sus películas Hubert de Givenchy, el modisto francés que contribuyó a su imagen de manera definitiva y que fue una de las figuras más rompedoras de su época. Pero no nos engañemos, las mitologías que subyacen su imagen, o el hecho de que su imagen fuera tan inmediatamente objeto de consumo, estaban profundamente arraigadas en culturas tradicionales, y quizá la más importante sea la negación del cuerpo de este tipo de mujer, una idea que convenía al puritanismo de los cincuenta.

El personaje, que el mundo conocerá como Audrey Hepburn, aparece casi perfectamente formado en Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953) una historia que da la vuelta a la mitología de Cenicienta: Hepburn interpreta a una princesa que quiere vivir como plebeya. Sus películas posteriores vuelven una y otra vez a esta trama: una niña-mujer, inocente, en muchos casos de baja extracción social, en busca de su príncipe, a menudo un caballero adinerado, protector. En Sabrina, Una cara con ángel y My Fair Lady, por ejemplo, el personaje sufrirá una transformación en lo externo, pero el esfuerzo no conduce a al independencia. Y recordemos que como en Cenicienta, el vestido que la joven lleva al baile constituye un punto clave en esta transformación: las tres películas contienen una escena en la que el protagonista es un vestido.

Es importante el referente del cuento de hadas, que nos dice que la sumisión y la domesticidad (no el erotismo), es el camino al ascenso social. Pero también es importante el modo en que las películas mencionadas introducen variaciones en este referente. Y el físico de Hepburn tiene un papel importante en diferenciarla de las cenicientas clásicas. Los grandes ojos, las comisuras de los labios, el peinado de niña de colegio de monjas, las clavículas demasiado prominentes, los hombros casi puntiagudos, ese acento, difícil de fijar pero ciertamente europeizante. Y el cuerpo, que no cumplía con los cánones de la época. Las proporciones eran extrañas, carecía de rasgos de feminidad o de sexualización, las piernas eran largas y raquíticas, las caderas estrechas: un cuerpo más propio del neorrealismo que del clasicismo hollywoodiense. Que Audrey Hepburn tuvo un cuerpo es, debemos creer, innegable. Pero a pesar de sus intentos por cambiar de imagen en los sesenta, su exterioridad se presenta como un triunfo de sus diseñadores: sobre todo Givenchy, pero también la propia Edith Head, experta en disimular imperfecciones, y los delirios de Cecil Beaton, el hombre para quien el cuerpo de Hepburn fue una mera excusa para la exhibición de sus delirantes vestidos en My Fair Lady.

Una escena de My Fair Lady.

Los diseñadores de moda clásicos tienen siempre un lenguaje propio para imaginar a la mujer, un lenguaje que no siempre muestra atención a seres reales con vidas reales. Para Givenchy, la mujer era un objeto exquisito y Hepburn, una actriz instintiva, poco analítica, se sentía segura en sus creaciones. Quizá la película más disfrutable de Hepburn, así como una de las que mejor ilustran su personaje, sea Una cara con ángel (Stanley Donen, 1957). Hepburn interpreta a una librera intelectual de Greenwich Village que es elegida por una revista de modas para lanzar el nuevo catálogo de un modisto parisino. Desprecia la moda, para ella París significa garitos intelectuales, subterráneos, en penumbra, recargados por el humo de los cigarrillos. Pero al final de la película, el mundo intelectual resulta un fraude, coartada de un acosador sexual, y Audrey elige las pasarelas, una carrera como modelo y casarse con Fred Astaire (que le lleva treinta años), un mundo en el que, la película sugiere, no hay acoso ni sexo. Si hay un erotismo que subyace esta historia, está sublimado en los bailes, y se sitúa en la fantasía de hombres maduros que prefieren olvidar las asperezas de las relaciones con mujeres reales de vidas autónomas.

Todo esto no significa que no hubiera humanidad, alma, en Hepburn. Simplemente que el modo en que se humanizaba a través de su cuerpo era limitado, contenido, en sincronía con ciertas ideologías que querían ver en las mujeres seres decorativos que se doblegarían ante los requisitos de los hombres. Parece que fue la historia de su vida. Y hasta mediados de los sesenta, también la historia de sus personajes, que, como en el caso de Astaire, siempre se enamoraban de hombres que le superaban la edad, creando la idea reconfortante para el espectador masculino de que una mujer joven siempre busca un padre: Humphrey Bogart, Astaire, Gary Cooper, Rex Harrison.

Quizá la culminación de su carrera fue Desayuno con diamantes, donde su relación con un joven mantenuto se simultanea con otros hombres de más edad: su exmarido Doc, el traficante Sally y todos esos ligues. El póster de la película, uno de los más famosos de la historia del cine, con el personaje de Holly Golightly y su gato, enfundada en el influyente vestido negro de Givenchy, mostrando la pierna en un intento de añadir sex appeal a la estrella, es hoy icónico y se encuentra a menudo en las paredes o las pantallas de mujeres jóvenes que aspiran a la elegancia y la independencia. En la novela corta de Capote, Holly vive de la prostitución y su historia se cuenta desde la perspectiva de un escritor homosexual con el que traba amistad y establece complicidad. El único nombre del escritor en el relato es el que ella le asigna, Fred, que es también el de su hermano. La clave de Holly es no supeditarse a nadie, y eso facilita la relación con el escritor, y le hace huir de cualquier situación que implique estabilidad o una vida anodina. La elección de Hepburn tuvo un impacto en la transición de la novela al cine, ya que necesariamente tenía que ceñirse al personaje que la maquinaria publicitaria había creado para Hepburn. Pero la fuente no es una comedia romántica. Hay una película que se llama Desayuno con diamantes que sí es una comedia románticaDesayuno con diamantes, incluso una buena comedia romántica, pero no la historia que Capote escribió. Audrey Hepburn es una actriz natural que probablemente nunca estuvo mal y esta es una de sus interpretaciones imborrables. Pero hay que recordar que la Holly de Hepburn constituía una manera muy concreta de ver el personaje, ciertamente una traición a la perspectiva de Capote, que inevitablemente movilizaba energías que chocaban con lo que hace del original una de las instantáneas más fascinantes sobre ciertas mujeres en ciertas coyunturas: concluir con Holly rendida ante un macho alfa constituye un gesto de cobardía, un pecado para el que hay reservado uno de los círculos más profundos del infierno.

Marilyn tiene, como Audrey, sus primeros papeles importantes en 1950, pero llega al estrellato y su personaje definitivo emerge en 1953 con Los caballeros las prefieren rubias, del socarrón Howard Hawks: el cine ya había descubierto, fatalmente, su carnalidad, y le había asignado el estereotipo de la rubia tonta, pero fueron Hawks, el modisto Travilla y el coreógrafo Jack Cole quienes construyeron el pedestal para que su carnalidad alcanzase el mito. Un mito que, hay que añadir, resultó algo vergonzante para quienes trabajaron con ella. Pero aunque probablemente hizo alguna película mejor, esta es la única que hoy puede disfrutarse sin sentir incomodidad con el modo en que la cámara la trata. El crítico Alexander Doty la definió como “cine bisexual”, y hay algo en el tono que ahuyenta las sospechas de misoginia al convertir ese cuerpo en objeto de deseo y aspiración social: Marilyn es aquí modelo y ejemplo para hombres que buscan la voluptuosidad y para mujeres que aspiran a salirse con la suya. En algún momento de cada una de sus películas posteriores, el cuerpo de Marilyn es tema y objeto de chistes, a veces de ridículo.

Si el vestuario clásico del Hollywood corrige las imperfecciones del cuerpo de las mujeres y oculta sus defectos, en Marilyn lo contrario es cierto. El vestuario está diseñado para ser desbordado por un cuerpo cuya carnalidad es insoslayable: las caderas, el trasero, los pechos, la cintura, los hombros, todo se ofrece al espectador como deseable. Si el cuerpo de Hepburn se tematiza por implicación, el de Marilyn ocupa el centro de las miradas. Los ejemplos en que la trama o la cámara nos subrayan ese cuerpo nos numerosos. En Los caballeros las prefieren rubias, una escena nos la presenta atascada en un ojo de buey, por el que no puede pasar debido a la amplitud de sus caderas. Es rescatada por un niño de siete años que considera que tiene un gran “magnetismo sexual”. Recordemos también el modo en el que, en La tentación vive arriba, el cable de un ventilador abraza su cadera, o el momento, en la misma película en que dos macetas sugieren sus pechos, o los planos en El príncipe y la corista de perfil, escotada, destacando sus curvas, o ese foco en una de sus canciones de Con faldas y a lo loco que siempre parece estar a punto de mostrar sus pezones, o su aparición en Vidas rebeldes: no sólo la vemos desnuda en la cama, incluso cuando está vestida, sus pechos son un espectáculo de vitalidad mientras juega con una raqueta y una pelota expuesta a miradas lúbricas.

Peggy Olson tenía razón: el cuerpo de Marilyn, la esencia de su mito, es una fantasía de los hombres. La relación entre esa mirada masculina y el cuerpo de Marilyn tiene algo de patología cultural: algunas de estas escenas son hoy sonrojantes, como si la mirada que las fantasea fuera a la vez expresión de un deseo lúbrico, babeante y la necesidad de humillar a quien lo genera. Es una mirada que tuvo correlato en el tratamiento de que fue objeto por parte de sus directores, hombres chapados a la antigua, esencialmente misóginos, resentidos contra las mujeres, incapaces de verlas como seres humanos o, al menos, dispuestos a sacar provecho (económico) de la seducción de su cuerpo sin mostrar el mínimo respeto por la persona. Billy Wilder es un caso especialmente lacerante: no sólo la ridiculizaba en las películas, sino que contribuyó a cierta leyenda negra despreciándola en público. Nótese el cariño, respeto incluso, con el que él y Huston trataron a Hepburn y comparémoslo con el modo en que nos presentan a Marilyn. Es como si el cuerpo de Marilyn generase un deseo que al surgir mostrase lo peor que tenían. El escritor Norman Mailer, por su parte, escribió un ensayo sobre Marilyn que duele leer. Es una historia triste, que hoy ha intentado redimirse (por ejemplo en la novela Blonde, de Joyce Carol Oates, en la película Mi semana con Marilyn) devolviendo la voz a su protagonista. La autora feminista Gloria Steinem hizo su propia propuesta biográfica, un verdadero antídoto contra Mailer. En la serie Smash!, dos actrices se proponen para interpretar a Marilyn en un musical: Megan Hilty, con las curvas de la biografiada y Katharine McPhee, que corresponde al tipo Hepburn-Jackie Kennedy. Pero Marilyn resulta inconcebible sin sus curvas y uno no acaba de entender qué tiene que ver McPhee con el personaje.

Como Hepburn, Marilyn sigue viva, aunque es verdad que el modelo que ofrece es menos popular. Seguimos fascinados por cuerpos voluptuosos, Scarlett Johansson, Christina Hendricks, Megan Hilty, Beyoncé, Penélope Cruz, Sofía Vergara, y hoy, la mirada masculina no tiene por qué sentir la obligación de unir al deseo desprecio. Las mujeres voluptuosas de hoy pueden acceder a tener una voz y probablemente no tienen por qué sentirse víctimas del deseo masculino, y cada una de estas mujeres han puesto sobre la mesa el significado de su cuerpo dentro del legado de Marilyn, en un intento de superar la imagen generada por Wilder o Mailer. Pero el cambio ha consistido más en crear nuevos equilibrios entre miradas que en la propia desaparición del estereotipo. Marilyn y Audrey siguen vendiendo, y esto significa que a pesar de todos los cambios siguen siendo expresión de diferentes deseos.

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Marilyn y Audrey tienen también en común Desayuno con diamantes. Capote quería a Marilyn como protagonista. Siempre pensó que Audrey era un error, y hoy, con la ventaja que dan los años, es fácil ver que se trató de una decisión cobarde. El lector puede, no obstante, imaginar lo que habría significado Marilyn en el mundo de Desayuno con diamantesDesayuno con diamantes: cómo la historia de una mujer que se aprovecha de hombres maduros tiene un potencial de empoderamiento que en la película pasa desapercibido. El ethos de Holly unido al cuerpo de Marilyn es una de las grandes oportunidades perdidas por el cine. Cuando propuso a Marilyn, Capote se postuló para interpretar el personaje del narrador. Recuperar, en esta relación entre el escritor homosexual y la carnalidad, las energías emocionales y eróticas de Desayuno con diamantes: he ahí el punto de partida para lo que podría ser un proyecto fascinante.

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Alberto Mira es escritor y profesor en la Oxford Brookes University.

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