La acción popular: ni suprimirla ni descafeinarla José Antonio Martín Pallín

Se cumplen treinta años de la muerte de Bukowski, santo patrón de los viejos rijosos. La otra tarde, leyendo la prensa cultural, me topé con la efeméride: la encabezaba una de esas fotos que puedes oler. En la instantánea, el poeta favorito de los adolescentes esmegmáticos se reía a carcajadas, exhibiendo una de esas dentaduras que se resguardan entre cordilleras de sarro.
Por curiosidad, me fui a leer las necrológicas de la época. Todo tiempo pasado fue anterior y en la crítica literaria de los noventa se escribían las mismas gansadas que ahora. "Semana de duelo para la cultura", "el último de los escritores malditos", "se bebió la vida a cubos". Para mi sorpresa, los comentaristas más cretinos ya apreciaban mucho "la lucidez" de los escritores, por muy borrachos que se pasasen la vida.
Total, que el aniversario coincidió con un barrunto que me tenía intranquilo: ¿por qué, de repente, había tanto escritor dándonos la matraca con lo bien que se vive sobrio? Caídas del caballo, gracias tumbativas: las adicciones son malas, primera noticia. El fenómeno, es verdad, trasciende lo cultureta, y siempre hemos tenido en la parrilla a algún atleta politoxicómano metido a pedagogo y las hemerotecas están llenas de emocionantes coloquios con estrellas prematuras de la televisión (el bordado artístico o la horticultura) a las que el éxito fulgurante empujó (contra su más férrea voluntad) a los mullidos brazos del dopaje. Por lo que se ve, la rehabilitación no solo te cura el enganche: también la necedad que te llevó a considerar la buenísima idea de explorar en carnes propias los caminos espirituales del fentanilo. El catolicismo será una caca, pero chico, cómo vende la cantilena de lo que aprendí sufriendo. ¿No me creen? Repasen aquella entrevista que le hizo Évole a Pau Donés y verán cómo, sentaditos a las puertas de la eternidad, las verdades del barquero resuenan a sabiduría ancestral.
Los escritores, con todo, son los más peligrosos, porque no necesitan que nadie les ponga un micrófono para cascarse doscientas páginas con su rico mundo interior
Los escritores, con todo, son los más peligrosos, porque no necesitan que nadie les ponga un micrófono para cascarse doscientas páginas con su rico mundo interior. Hay carreras levantadas sobre las desgracias más insignificantes: la desdicha de padecer diabetes, los insoportables padecimientos que inflige la psoriasis o aquel uñero que marcó a todo un movimiento literario. (De estas tres, lo juro, dos son de verdad). Aun así, los pies planos vienen de fábrica, no se los busca uno en los bares.
Los pregoneros de la abstinencia son plomazos por partida doble. Primero rentabilizan el cupón del exceso y luego, el del defecto. Venga entrevista sobre mis locos años amorrado a la botella de Cinzano y otras tantas sobre lo difícil que es socializar ahora que ya no bebo. Entre tanto, los colegas que a la tercera caña pedían la cuenta aguantándote la odisea.
Al menos, hay una buena noticia: el índice de lectura se desploma año tras año (dicen que los chavales encabezan el gafapasteo, pero si restas La Celestina de la suma el porcentaje se te desploma). Con un poco de suerte evitarán los estragos de la mala poesía. ¡Mirad, efebos, dónde han terminado los sabihondos de mi quinta por culpa de Benedetti y Kerouac! He visto a las mentes más brillantes de mi generación consumirse en su autocomplacencia.
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